29/11/07

La crisis que nos llega

Leía ayer -noviembre del 2007- a Abraham García en su charla semanal, preocupado por la crisis que nos llega. No es fácil encontrar mesa en Viridiana, es más, o reservas o no comes. Y sin embargo el cocinero del sombrero decía lo siguiente:

"Los vinos caros que vendo son contados y no necesito contar el dinero que llega a la caja ya que últimamente todo Dios paga con el menesteroso plastiquito. Las orejas del lobo, para quien sabe ver."

El crecimiento en España se ha sostenido en los últimos años gracias a la construcción. Pero claro, el chicle no se puede estirar infinitamente y los precios de las viviendas han acabado por colapsar un mercado, que ha dinamizado el resto de la economía de manera frenética. Así, las casas cada vez son más difíciles de vender, eternizándose los carteles rojos con el "Se vende" en los balcones, y empiezan a verse menos solares en construcción. Hemos llegado pues, al comienzo de la curva descendente: el momento cero.

¿Qué pasará a partir de ahora? Pues no hay que ser un gurú, los proveedores de las empresas constructoras y todos sus derivados ajustarán gastos y el primer cinturón de grasa del que las empresas se desprenderán será de las comidas de empresa. Mientras el empleo no caiga -cosa que está por ver-, los particulares seguiremos yendo a los restaurantes; con más cautela, claro, porque cuando el futuro es incierto uno se tienta el bolsillo con miedos.

Esta situación, que cualquiera que se lea los periódicos gratuitos que reparten en el tren de cercanías, fue capaz de intuir hace ya dos años (subida de tipos de interés y del petróleo, tremendo endeudamiento de las familias, endeudamiento de los promotores pensando que los pisos se venderían siempre y en cualquier circunstancia y brutal encarecimiento de los precios en la extraña conversión de las pesetas a euros entre otros factores), tiene precedentes aunque debido a causas diferentes: la crisis del 93. El resultado de aquella crisis fue un ajuste en la sobreinflación de los precios de los restaurantes, pero también pérdidas irreparables en el sector de los cocineros y propietarios con menos ganas de luchar. Como resultado de aquella crisis -y de algunos otros factores-, el servicio de sala de los restaurantes españoles se degradó hasta límites sonrojantes.

Y ahora vayamos un poco más allá: ¿Cuándo y dónde se notará esta crisis? Bien, creo que la crisis será palpable a partir del verano del 2008, lo que ahora es un síntoma, entonces será un dolor. Los bancos exigirán sus perras y las empresas más débiles caerán. Esto, que será una buena noticia para la gente que quiera comprar un piso, no lo será tanto para los restaurantes de gama media y alta.

Si hablamos de particulares, pagar 60 euros -lo habitual hoy, cuando hace ocho años lo habitual eran 5.000 pesetas- se nos va a hacer caro, va a ser común vender mucha media ración y mucho vino de la casa -cosa que ya apunta Abraham-. Si hablamos de empresas, los departamentos de gestión de facturas van a mirar con lupa las mismas y justificar una comida en La Broche o Santceloni (por poner un ejemplo) va a ser tarea de titanes.

La gente pudiente, claro, seguirá llenando estos restaurantes los fines de semana y quizá las noches a partir del jueves, pero entre semana, vamos a ver muchos comedores vacíos con facturaciones por persona (parámetro muy importante éste) muy inferiores a lo que están acostumbrados, las estrellas michelín van a sufrir. Los menos pudientes seguiremos yendo a los restaurantes, quizá con menos frecuencia y seguro pidiendo menos gambas rojas.

Así que, los más, vamos a tener que ir preparando nuestros cinturones para la dieta que se nos avecina y como además somos unos tragones sin remedio, no nos va a quedar otra que poner a punto los aparejos de cocina y a lo mejor hasta apuntarnos a algún curso (los de Telva no están mal). Disfrutemos de estos últimos días de excesos; días de vino y rosas.

26/11/07

Las especias

"El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa, y por lo menos, creo que es una superstición". Decía Julio Camba en su Casa de Lúculo.

La cocina está llena de pequeñas brujerías, trucos de alquimia, que engrandecen o ensombrecen un plato, son ese algo diferente, que notamos y que a veces no somos capaces de explicar, lo que consigue que unas patatas a la riojana sean algo sublime y enamoren al mismo Bocusse: las especias.

Las culturas gastronómicas se empapan de las especias para tener su propio carácter; en toda España, como bien decía Camba las cocinas huelen a ajo y pimienta, pero también a pimentón y laurel en Galicia, a pimiento choricero en la Rioja, a azafrán en La Mancha a romero Cataluña o cúrcuma y canela –nuestra herencia árabe- en Andalucía. Nuestros vecinos portugueses le tienen mucha fe al cilantro, que en España a pesar de producirse en cantidad, lo he visto utilizado en escasas ocasiones, siendo quizá Huelva la única excepción (y donde por cierto lo llaman culantro). La clave de su buen uso está en la sutileza, en llegar y no pasarse, que es patrimonio de los cocineros que tienen ese intangible que se llama "tener mano", eso que los toreros llaman "templar"

Quizá no haya una manera más sencilla de recurrir a nuestra memoria gastronómica que usar la hierba adecuada, perfumes que son capaces de hacernos recordar un momento o a una persona; descubrir la hierba, la combinación que lo produce, le quita cierto encanto, como cuando ves que el mago saca la carta de la manga. El comino en los callos, el estragón en el pollo asado, el romero en la piel costrada del pescado asado, la amarga salvia con la pasta, la albahaca con el tomate abierto, el tomillo y romero con la caza, el laurel en las caldeiradas o la canela, vainilla y el regaliz en los postres. Y entre todas las especias mi predilecta es la alcaravea, responsable de hechizos de amor y alma del morteruelo -es obvio que el segundo uso es mucho más interesante-, muy popular también en el centro de Europa, es muy parecida al comino, pero más fina y delicada, una desconocida interesante.

Entre nuestros contemporáneos, el gran experto en estos “tuneados” es Andrés Madrigal, que utiliza los matices como nadie -a veces algo más que matices-. El otro gran referente es, claro está, Andoni Luis Aduritz, al que a veces es me imagino casi como Mickey en “El Aprendiz de Brujo”, con su gorro de mago preparando su pócima de flores, hierbas y tubérculos. También merece la pena mencionar a Quique Dacosta por la introducción del Aloe Vera, de extraño y sorprendente sabor que jamás he llegado a entender del todo o del té Lapsang Souchong, por ejemplo en su exuberante receta de Gamba Roja de Denia al Polvo de Carbón Vegetal.

Así que, como Remy en Ratatouille, cuando quiero hacer algo diferente, darle colores nuevos a un plato, miro a la derecha y a la izquierda -asegurándome de que nadie me ve- y echo un trocito de vainilla en el rabo de toro o rallo un poquito de nuez moscada y añado un poco de pimienta rosa y un clavo de olor en mi perdiz estofada. Magia potagia.

23/11/07

El foie y los vinos dulces

Pero mira que es horrible la palabra maridaje. Admitida está por la RAE, pero fea un rato. Con un frío pelón, atisbos de lluvia y un atasco digno de las Navidades que se nos echan encima, me acerco a paso rápido a la calle Lope de Vega, subiendo por Huertas, para hacer uno de esos ejercicios que le hacen a uno aprender aunque sea al precio de tener que usar sin remedio la escupidera (palabra también fea, pero por otras razones).

Mientras que la mañana, en esta costanilla, está llena de luz y vistas al Retiro, por la noche la calle metamorfosea en un nido de bares y cafés, llenos de gente joven que se reguarda del frío al aroma de un café o un mojito. No cuesta demasiado a estas horas imaginarse al que da nombre a la calle escribiendo en este cruce una escena de honor, tajadas -de las malas- y emboscadas. ¡Zas, zas! ¡Voto a bríos!.

El motivo de la reunión es probar la combinación del foie (mi-cuit en este caso) y los vinos dulces. El foie español, a diferencia del francés no está sometido a regulación, por tanto no es extraña la bajísima calidad del producto que encontramos en España. Si exceptuamos Cataluña y el País Vasco, raramente podríamos enumerar un sólo foie que se puediera comparar a casi cualquiera de los que encontramos en las Galias.

Según me dice el sentido común, la comunión (mucho mejor ¿no?) entre dos productos, se basa sobre todo en tres ejes: sabor, textura y memoria gastronómica (subjetiva, pues y producto de nuestra cultura). El olor, permítanme, me lo salto, muy desagradable ha de ser para que eche atrás una combinación acertada en la boca. En el caso del foie simplificando la cosa, la textura es granulosa, grasa y el sabor amargo -el del hígado, claro está-. Así las cosas, parece que en la cata se ha elegido combinar el dulzor para mitigar el sabor amargo y salado de la carne, obviando la acidez (unos vinos la tendrán y otros no) que sería el contrapunto perfecto en el eje de la textura.

Empezamos con el Olivares Dulce Monastrell del 2001 (20 €), un vino sobremadurado con sabor dulce y medicinal y aquí aprendo mi primera lección sobre el maridaje: Por buena que sea la combinación (el vino en este caso limpia, y su dulzor contrasta), si no te gusta el vino no hay nada que hacer, y a mí este vino, no me gusta nada.

Abrimos un Moscatel López Hermanos Reserva de Familia del 2002, uva asoleada en paseras, con crianza en roble francés. Combinación particularmente horrible, el tremendo dulzor del vino se come a la acidez del mismo y una vez acaba de comerse uno, su taquito de foie con un trago de la moscatel, queda una sensación grasa y pastosa en la boca que exige agua como desatascante.

Yo pensaba que la cosa no podía ir a peor, pero eso es porque no había probado todavía el Amontillado Siete Sabios. Muy buen fino añejo que iría estupendamente con miles de cosas pero que se vuelve intratable en la boca con el foie, literalmente la mezcla se convierte en una plasta amarga; un asco, vamos.

La situación se tornaba tensa íbamos 3-0 y no se atisbaba la reacción. Así que abrimos un Castillo Peralada, el Cava Brut Nature Cuvée Especial 2004. El vino no estaba mal, sin demasiada burbuja -no lo catamos en las copas adecuadas-, hubiera esperado del sabor almendrado del cava otra combinación excesivamente amarga, sin embargo su frescor acababa con todo como Cillit Bang acaba con la suciedad. De una patada y sin dejar ni rastro. Un buen champán, un Pierre Gimonnet et fils le hubiera ido al pelo, me juego mi happyhippo de postre.

Cambiamos el tercio -con las banderillas negras clavadas hasta el fondo, bien es cierto-, a un Pedro Ximénez Tradición 20 años V.O.S. Este es un vinazo, está buenísimo y lo que son las cosas, no le va nada mal al pato ni a la oca. Quizá su dulzor excesivo pueda empalagar, pero la acidez una vez más, viene a rescatarnos y aunque no sea su hábitat natural la carne (con un buen queso manchego curado o un queso azul iría de órdago), sobrevive con dignidad gracias a su enorme calidad.

Con el Quinta do Estanho, un oporto Vintage del 2000 (recordemos que los oportos de añadas excepcionales se crían en la botella y los no tan excepcionales en barrica; este era de los primeros), nos sucede tres cuartos de lo mismo. Grandísimo vino, que dentro de 10 o 15 años se volverá excepcional y que eclipsa el sabor del hígado hasta dejarlo en casi nada.

Y por fin, el "maridaje soñado" (así de bonito era el título de la cata), un sauternes, el Chateau Rabaud Promis del 2003. Espectacular, sin palabras me quedé, dulce, ácido, complejo en nariz, en boca, compota de manzanas, especias y miel, es como si hubiera nacido para tomarse con el foie mi-cuit. Cuesta cuarenta euros y los vale sobradamente. Mereció la pena venir sólo por esto.

No soy un defensor a ultranza de los maridajes, creo que uno debe tomar lo que le apetece. Pero otra cosa bien distinta es que no se abran los sentidos, como ventanas en Cádiz por la mañana cuando se encuentra una de esas combinaciones mágicas. La del foie y sauternes, la del oporto y el stilton o la de el albariño del año y los percebes están escritas en tablas bíblicas, nacieron con el mundo y son parte de nuestro ADN. Con la satisfacción del deber cumplido y habiendo comprobado que lo de las escupideras no era un mito urbano (existen y funcionan), me fui a casa a acabar la noche con una de mis combinaciones favoritas: el chorizo cular y el queso de oveja semicurado con un poco de vino tinto. Ese debe ser de los del eje de la memoria gustativa.

19/11/07

Las croquetas

Hacer unas buenas croquetas conlleva un montón de decisiones: ¿las queremos con un rebozado fino o grueso? ¿con más o menos sabor lácteo? ¿Cómo de grande ha de ser el tropezón? ¿Debe haber tropezones? ¿Y cebolla, le echamos cebolla?

En fin, que en las distancias cortas es donde uno se la juega, y si bien haciendo platos sofisticados uno puede llegar a sorprender –nunca se sabe si para bien- a sus amigos, con unas croquetas no hay trampa ni cartón; todo el mundo sabe si una croqueta está buena o no. Las croquetas forman parte de la infancia como el pan con chocolate y uno siempre tiene el recuerdo de aquellas croquetas que hacía su abuela, su madre o de las que le ponían en el colegio; croquetas inalcanzables ya todas ellas.

Es este plato un fondo de armario, el tipo de ración por el que uno juzga a un restaurante o a su suegra, una receta difícil de empeorar en su versión de congelados industriales y raramente digna en los restaurantes. Es el último grito el uso de los caldos gelatinizados para hacer el relleno, porque en España, en el ya frío Noviembre 2007, se aprende antes a hacer unas croquetas líquidas que a hacer una buena bechamel. Ya no son sólo ovaladas, también las encontramos redondas, pequeñitas, cuadradas o rectangulares, por desgracia buscando las más de las veces sorpresa en la presentación y no tanto en el paladar.

Mis favoritas son las de cocido, aunque al ser cocina de aprovechamiento no hay límites: pollo (con su puntito de nuez moscada rallada), jamón, ternera, verduras, casi todo lo que sobra el día anterior nos vale. Son originariamente las croquetas un plato salado, aunque en sus versiones más modernas las hay ya de todo tipo de rellenos pasteleros. El secreto está en el caldo, pero también en la proporción de mantequilla –si la utilizarais- y de aceite de oliva, leche entera en la misma porporción que el caldo y un buen reposado; la harina tamizada siempre para evitar los grumos. Si les pusierais tropezones, que fueran mínimos, casi imperceptibles, como un guiño en el paladar del comensal, que durante un microsegundo distrajera su atención de la conversación. Si el sabor lácteo le ganara en demasía la partida al caldo de carne habremos perdido la partida, lo mismo si sucediera al contrario y fuera el caldo demasiado sabroso. El empanado es la guinda, fino y crujiente, es sólo un medio y no el fin del plato y por tanto sólo una armadura fina que incluya dentro el bombón cremoso y sabroso.

De haber seguido con cariño y dedicación todos los pasos, sólo podríamos estropear el resultado con un aceite reusado o de mala calidad, o quizá, no suficientemente caliente, porque ha de humear pidiendo guerra cuando nuestras croquetas se sumerjan en el volcán, como ovalados kamikazes.

Merecen capítulo aparte las de marisco, las más ricas, creo yo, las de carabineros o cigalas, aunque debemos darnos prisa, porque la subida del precio de las harinas los va a encarecer sin ningún tipo de duda, cosa que está por ver que no suceda también con los tornillos o los paraguas. Es la versión marinera, la de más alcurnia, además de la más escasa de ver bien hecha, por cuanto un buen caldo de marisco no es fácil de conseguir.

Suele ser la mano femenina más certera con la receta que la del hombre, siendo legendarias las de la Marisa Sánchez en el Echaurren riojano, más que ricas las del barcelonés Caldeni o las del madrileño Quinto Vino y espléndidas de rabo de toro del Becerrita sevillano. Por bares de toda España las encontraréis de calidad.

Así que si queréis saber si la comida que está en la mesa tendrá éxito o no, bastará con mirar la cara de los comensales en el primer bocado de croqueta, ése que se da soplando, casi bizco y con cara de ilusión. Es de cajón pues, que el vino con el que las tomemos debe ser un vino fresco y afrutado, que nos limpie la boca de los sabores lácteos -además de evitar los quemazones por la premura inevitable del primer bocado-, blanco si fuera marisco y tinto del año si fueran de carne. Manzanilla San León con todas.

Haced una prueba, poned un plato de buenas croquetas antes de la comida en el centro de la mesa y ya veréis como no falla, desaparecerán en un pis-pás.

16/11/07

Alubias de Tolosa con conejo de campo

Pues sí señores, finalmente ha llegado el otoño, quién nos lo iba a decir. El caso es que al igual que los niños dicen que tienen “hambre” de pasteles, andaba yo con un runrún estomacal que me pedía caza. Liebre, en concreto, me sugería mi pequeño y sobreestresado órgano digestivo.

El madrileño mercado de la Paz, al que se puede entrar desde la calle Ayala, no es demasiado grande, quizá 20 ó 30 tiendas en total, con sobreabundancia de carnicerías, alguna buena pescadería y un par de pollerías interesantes. La de Daniel es la mejor, él se jacta de trabajar buena caza y a fe que a mí me parece así. Al igual que al rodaballo lo distingo porque he estudiado mucho el campo en mi última juventud, a la caza la llevo en las venas por crianza.

Pero, ay, me explica el pollero compungido que no tiene liebre, que al del bar de enfrente se le ha ocurrido hacer arroz caldoso y se llevó las ocho que tenía. Mi gozo en un pozo, mi liebre malgastada –Manuté les confunda- en un arroz caldoso, del que para mís inri, sólo he tenido noticias post-mortem.

Así las cosas, con el lagrimal a punto de estallar, con los labios temblorosos, el horizonte se pintaba negro para mí: dentista por la tarde, fin de semana sin partido del Madrid (y lo que es peor con partido de la selección) y lo que era la puntilla, sin liebre. Maldita sea.

Pero como uno es un luchador y no se deja amilanar por la adversidad fácilmente saqué fuerzas de flaqueza, elevé la mirada y vi una cajita envuelta en plástico con trozos pequeñitos de un conejo negro y prieto; así que sobreponiéndome al desastre cogí diez euros y los intercambié con la esperanza de poder hacer algo decente con el bicho. Es bien cierto que este animal se parece a su primo el criado en cautividad, como un huevo a una castaña más o menos.

Resumiendo la cosa, tenía un conejo con una pinta gloriosa, alubias de tolosa con su piercing blanco que las distingue del resto de la plebe de las legumbres, una cebolla, media cabeza de ajos, unas bolitas de pimienta negra y un poco de puerro. No es que la cosa tuviera mucha enjundia técnicamente –sápidamente ya lo creo que sí-, doré y retiré el conejo, corté la verdura groseramente y la poché con cuidadito, con dos hojas de laurel y con una rama de tomillo, volví a incorporar el conejo y cubrí con un buen chorro de vino y agua. Podría estimar un tiempo de cocción y podría hacer la quiniela, pero en ninguno de los dos casos iba a acertar, los pequeños bugs bunny son más o menos tiernos en razón de su edad e intuyo que en razón de su sexo (lo que me podría llevar a una disertación más larga y a un jardín muy florido).

Cuando el pequeño lepórido estuvo en su punto, lo reservé y colé el caldo; con una puntilla deshuesé las partes más difíciles de comer del conejo y conservé intactas las paletillas y las piernas con las que adorné a modo de mínimas piruletas mi plato. El caldo, todo, lo utilizé para guisar las alubias de tolosa, que como sabéis es una legumbre tan fina que no necesita ser remojada la noche de antes. Con mi alma en un suspiro, con el caldo en un chup-chup, mantuve durante unas tres horitas las alubias hasta que decidieron estar perfectas añadiendo durante los últimos quince minutos mis trocitos de conejo. Sírvase calentito y con abundante pan (¿de verdad que no os gusta mojar en los platos de alubia?).

Este plato está en mi opinión, más rico para el día siguiente –ya intuís que hoy va a haber fiesta en mi casa-, el Bembibre del 2004 (Bierzo, mencía, 20 €) me parece una explosión de frutas de lo más elegante, justo la confitura negra que el plato necesita.

Pero que le quede claro al mundo, no me resigno, la semana que viene, liebre en civette.

13/11/07

Un fin de semana en París (I)

Yo me bebo París a tragos; qué le vamos a hacer, uno es así. París es una ciudad que ofrece mil placeres, moda, arquitectura, romanticismo y claro que sí, gastronomía. La capital francesa es sobre todo una ciudad turística, todo está orientado a vender y a hacerlo con glamour, pero debajo de esa piel comercial la gastronomía se trabaja con una inmensa seriedad, con profesionalidad y un orgullo en el servicio al cliente que, por desgracia, en España está casi olvidado.

Así que si uno abre bien los ojos y tiene a bien sacar su parte más inocente, la más naive, la más abierta y menos nacionalista - porque la gastronomía jamás tuvo nación-, la experiencia será sensacional, un auténtico shock.

Podríamos empezar hablando del salón de té Angelina, situado en Rue Rivoli 226. Aunque a primera vista uno teme haberse metido en un sitio diseñado para americanos -los auténticos reyes de la fiesta aquí-, lo cierto es que la bollería y pastelería es de altísima calidad. Ofrecen un desayuno por 15 euros que incluye tres bollitos, un zumo de naranja, chocolate a la taza y un pan con mermelada y mantequilla que quita el hipo. Las bandejas de pasteles sortean a los turistas, merengues, natas, chocolates, todo delicioso en un local muy bonito.

Si se trata de comer, los bistrots suelen funcionar estupendamente y a un precio razonable. Como ejemplo Chez Flottez (Rue Cambon, 2) donde se ofrecen un par de menús de 23 y 28 euros (el segundo con postre). Lo mejor de este otoño en la oferta, un foie micuit casero, que sin llegar a las cumbres de los que he tomado por el sur de Francia, le reconcilia a uno con un plato. Un buen paté de campaña que recuerda levemente al morteruelo, ostras de varios tipos y tamaños, excelente pan -será una constante en París-, vinos excesivamente caros (aunque el burdeos que ofrecen como vino de la casa no está nada mal) y unos profiteroles llenos de helado de vainilla bourbon -qué sabor tan especial tiene esta variedad- y con abundante chocolate encima, que te descorchan una sonrisa y colorean tus mejillas dejándolas listas para el viento cortante y húmedo de las tardes de invierno parisinas.

Con el estómago ya satisfecho, tercia el paseo hasta la Place Vendome y el Ritz, quizá para poder visitar su bar y recordar "Suave es la Noche" y a su autor, Scott Fitzgerald que fue un gastrónomo sólo por la parte más alcohólica del asunto. Seguir por los soportales de Rue Rivoli, cruzando el Louvre hasta los alrededores del Sena mientras la luz languidece, para finalmente llegar a Saint Germain-de-Près. En los lados del río, se puede encontrar gente haciendo picnics en épocas del año y eso, también es gastronomía. Según se pasa a la Rive Gauche nos damos de bruces con el mejor restaurante español de París, el de Alberto Herráinz en su Fogon de Saint-Julien, paellas y tapas de calidad las que vende este conquense.

Una vez dentro del bario y entre los bares y los anticuarios, brillan con luz propia salones de té pequeños y bonitos como el famoso Laduree, atestado de gente buscando su fragante croissant con sabor a mantequilla y sobre todo la marca de la casa, los populares macarons, pequeñas galletas de almendra, clara de huevo y azúcar aromatizados con todos los sabores que se te ocurran: café, vainilla, rosas o chocolate entre los más vendidos. Siendo buenos los de Laduree me recomiendan los parisinos la pastelería Lênotre como el sitio donde más ricos están.

Saint Germain-de-Près es un hervidero de gente joven, con la Sorbona en el centro y decenas de cafés y restaurantes donde la gente se pasa la vida; un barrio con todas las de la ley. Una miríada de restaurantes típicos de diferentes países, asiáticos, árabes, sudamericanos debajo de bombillas de colores, que iluminan levemente en la incipiente noche las plazas, en un ambiente que parece una fiesta callejera perenne. Aquí sigue siendo igualmente difícil levantar la vista y no ver algo bonito pero todo es un poco más canalla, más mundano, se aconseja un Côtes du Rhône como la mejor de las medicinas para acompañar a tanta vida.

Y por fin mi rincón favorito, la calle Mouffetard. ¡Cómo disfruté entre los puestos que salen de los laterales para invadir la calle! Quesos, vinos, panes, frutas, mariscos, verduras, carnes y caza, el olor lácteo y agrio que inunda las calles (nada menos que cuatro queserías en los escasos doscientos metros) incita a la tentación de comprarse cualquiera de las baguettes y quizá un Saint-Felicienne y algo de charcutería lionesa para calmar el apetito que tanto paseo acaba provocando. Llama poderosamente la atención ver la liebre en varios de los escaparates, un animal que en España está prácticamente desterrado de nuestros mercados debido quizá, a su carácter carroñero. El paseo desemboca sin remedio en la iglesia de Nuestra Señora, donde con las campanadas volvemos la mirada a La Tour D'Argent. Ya no está Claude Terrail ni su segunda estrella, pero sigue imponente mirando al Sena.

Con sus enormes virtudes, con sus defectos (menús excesivamente repetitivos, vinos demasiado caros, pobre oferta de pescados) es difícil entender París sin sumergirse en su gastronomía, que impregna el espíritu y la vida de sus habitantes y de los turistas de sensualidad, sensaciones y fragancias. En París no sólo hay que mirar, hay que oler y saborear para poder exprimir hasta la última gota del enorme placer que esta ciudad es capaz de proporcionar. Mis paseos por París huelen a pan recién hecho.

8/11/07

El rodaballo de piscifactoría

En el espejo estaban todos los síntomas de las vacaciones. El suave moreno de las Rías Bajas, las incipientes curvas causadas por los excesos gastronómicos y el aliento de relajación que agosto y Galicia inoculan después de un par de semanas, sin otra obligación que descansar y disfrutar. Tocaba, pues, aligerar un poco el menú para poder afrontar con holgura y hambre las siguientes etapas gastronómicas.

Así que tras un café en el Chousa de Combarro mirando al mar y la preceptiva lectura del Marca –hay costumbres sin las que uno no es persona-, entré en el supermercado Froiz. La cadena Froiz engaña; a primera vista parece un conjunto de tiendas sin mayor interés. La cosa no puede estar más lejos de la realidad porque tienen una carne fantástica de vaca, pescados bien etiquetados (zonas FAO, tipo de captura) y una verdura que ni soñamos en la capital. Son los lujos gastronómicos de la periferia.

Chipirones, sardinas plateadas bien llenas de su grasa, pequeños rapes y un rodaballo etiquetado como pescado de piscifactoría. Como el tigre con su presa, como Briatore con sus modelos –pero sin lucir su tanga-, aceché la pieza con una mezcla de incredulidad y sorpresa. No se parecía en absoluto a los rodaballos criados que se venden en el Hipercor –parece que están enfermos, los pobres-, la piel negra, brillante, le daba un aspecto distinguido que tras unos momentos de incertidumbre me hicieron decidirme a llevármelo. En mi bolsa, un kilo doscientos de rodaballo pagado a 14 euros el kilo.

La sorpresa vino en la comida, el rodaballo estaba bastante bueno, tuve dos sensaciones contradictorias cuando lo comía:

a) Cáspita, si esto me lo ponen en un restaurante le hago la ola al cocinero por conseguir tan buen producto, ¿Qué no me estaré comiendo sin saber su procedencia?

b) Recórcholis, ojalá tuviera acceso a un producto tan rico –y tan barato comparativamente hablando- en Madrid. ¿Serán todas las piscifactorías iguales?

En el caso del rodaballo (depredador que en libertad se alimenta de moluscos cuando es joven y de peces cuando alcanza la madurez), la calidad de las harinas de pescado que se utilizan en su crianza influye decisivamente en su sabor. La versión criada resulta un pescado excesivamente graso, que puede llegar a resultar desgradable en preparaciones diferentes de la plancha o parrilla, donde parte de la grasa se disuelve. Es sólo -el que venden en Madrid- un pálido recuerdo del original y con todo, quizá la versión mejor conseguida de los pescados de crianza.

En los restaurantes es cada vez más difícil de encontrar y siempre bajo el apelativo de “salvaje”, lo que es realmente salvaje es el precio al que se ofrece (recordemos que anda a unos 40 euros el kilo en lonja y en agosto). Puedo decir sin ningún tipo de duda, que hace unos 5 años que no me como un rodaballo medianamente rico en Madrid, probablemente desde mi última visita al Ponteareas y preveo que la cosa no va a ir a mejor.

Así que rezo por la evolución de las piscifactorías, por la crianza en semilibertad que se está experimentando, por la mejora en la calidad de su alimentación y porque la Xunta de Galicia repueble el mar con el pescado más maravilloso del mundo; el rey del mar.

Foto: www.loitamar.com

5/11/07

Mi cocido

El cocido es una cosa muy seria y, por ello, no conviene dejar ni un solo detalle al azar. La secuencia en mi caso va más o menos así: el jueves pienso que me apetecerá un cocido el domingo -cosa que sucede, más o menos cada jueves llueva y haga frío o insufrible sol otoñal y calor-, el viernes busco y rebusco en los mercados el morcillo más tierno, los chorizos y morcillas más naturales, desgrasados y ahumados que pueda encontrar, sabrosa gallina, untuosa panceta de cerdo ibérico, lacón, costillas y quizá oreja que pueda servir como aperitivo. Algunas frescas y otras saladas, porque las carnes desaladas tienen una gracia especial -como le sucede al bacalao. El sábado con ansiedad y con mimo, con la mirada de un padre amoroso y preocupado voy depositando los garbanzos de Fuentesaúco y la carne salada en los lechos donde han de dormir para estar a punto al día siguiente, como si fueran un deportista de élite (futbolistas excluidos, claro).

Ya el domingo, nervioso como un niño el 6 de enero -o el 25 de diciembre, que ya no hay respeto por las tradiciones-, me levanto temprano y mientras enciendo las sufridas luces de mi cerebro con un café recién molido, pongo mi cacerola más hermosa al fuego con abundante agua, los garbanzos en su pequeño saco protector y todas las carnes menos el chorizo y la morcilla. A partir de este momento, la suerte está echada, desespumar, asegurarse de que el agua cubra bien las carnes y borbotee sin violencia y volver a desespumar. La mañana pierde su sentido temporal, durará exactamente lo que dure el cocido en estar a punto que, de repente, se torna la medida de todas las cosas.

A falta de unos cuarenta minutos para que todo esté a punto y con la expectación propia de la ocasión, se le añade el repollo –a mí el que más me gusta es el rizado- y se prueba de sal, un cocido soso me produce una melancolía infinita. El chorizo y la morcilla irán cociéndose en cazuela aparte y a fuego mínimo, con toda la delicadeza de la seamos capaces, para evitar que se rompan y pierdan sus jugos, será sólo en el último momento cuando se lo añadamos al resto de las carnes y quizá dejemos que se rompan y viertan su pimentón y su sangre en nuestro caldo. Por fin, veinte minutos antes de dar por concluida la operación, hay que añadir las patatas -kennebec a ser posible- cortadas en trozos hermosos, la sabia influencia gallega que me arropa.

El momento cumbre es, claro está, su servicio. La sopa en su cuenco, las carnes y las verduras en sus respectivas fuentes son una incitación al placer, a la gula y al exceso al que es difícil resistirse por frugal que sea el comensal. El cocido es la bacanal de la gastronomía.

Como queda bien claro a lo largo de lo anteriormente expuesto, no he hablado de “el” cocido, sino más bien de “mi” cocido. Hay un cocido por civilización, por país, por región y por casa, el cocido es una filosofía, una manera de vivir, refleja lo que somos y de donde venimos, el cocido nos describe porque está cincelado por nuestros antepasados.

Y así, el cocinero feliz al serlo su familia, lo disfruta con un buen vino fresco, afrutado y del año a ser posible. Bobal, mencía o tempranillo me parecen buenas opciones, vinos que permitan afrontar la maratón que supone pasar por las verduras y las carnes y repetir de cada una de ellas hasta que ni siquiera nuestros ojos puedan comer más.

Excesivo, pantagruélico y sabroso, así es mi cocido.