29/7/08

El mercado de Pontevedra

En mis recuerdos de los paseos por Pontevedra me viene a la memoria una brisa fresca y un tufillo a la fábrica de celulosa situada en las afueras. Casas de piedra, plazas y un núcleo de población que se dedica en su mayoría al sector de los servicios y al funcionariado. Desde las ocho de la tarde las calles principales –un centro urbano peatonal- se llenan de paseantes de piel morena. Creo que lo llaman calidad de vida.

El mercado de Pontevedra tiene dos plantas. La parte de abajo totalmente dedicada a los pescados. Decenas de puestos donde la variedad, si la comparamos con los mercados madrileños, es mareante. No hay piezas grandes, esas cartas andan repartidas desde antes que se barajaran los naipes, pero sí encontramos sardinas, xoubiñas, cabrachos, jureles, pescadillas hermosas, bonitos, raya, escacho, solla, besugo y todos los componentes de la mariscada soñada (bogavante, nécora, percebe, cigala, buey de mar, camarón….); extraordinarios los pulpos, con una piel de colores amarillentos y rojizos que señala la calidad y el origen. El turista queda impresionado al ver que los camarones no nacen cocidos, sino que parecen pequeñas hormigas traslúcidas y marrones que mueven sus patas a toda velocidad con un pánico más que justificado.

Ni un solo producto marcado, mientras avanza la mañana el olor a amoníaco de la raya se hace con el ambiente y los precios siguen una curva descendente. Como si fuera el Mercado de las Especias de Estambul, las pescaderas evalúan con dureza a sus contrincante: es turista o local, compra habitualmente o puedo ponerle congelados Pescanova y cobrarlos como merluza de la zona.

Entre los muchos trucos que usan el más habitual es mezclar -el marisco se tarifa no sólo por su procedencia, sino también por su tamaño. En los montones de camarones veremos los que están vivos, los grandes, los pequeños y los muertos; sus manos removerán los vivos para dar sensación de frecura pero la palada se dirigirá indefectiblemente a los más mortecinos. Otra artimaña habitual es ponerle apellido al animal y así, en mi última visita, una pescadera simulaba una llamada por teléfono y desgañitándose le decía a su interlocutor imaginario “¡Tres kilos de cigala de Marín tengo para ti! . El percebe es del Roncudo, la merluza de Celeiro o el bonito de Burela, ¿Con esos títulos nobiliarios quién podría dudar de que el precio es razonable e incluso barato?

Pero a menos que uno sea un habitual del mercado estás en sus manos, ellas son las que saben si la nécora viene llena, así que conviene regatear, pero con gracia. En este verano del 2008 se podían encontrar camarones a 35 o 70 euros/kg. –dependiendo del tamaño-, bogavante del Atlántico –difícilmente de la ría- a 28/kg , pulpos de 2 a 3 kilos a 8 euros/kg., pescadilla de 2 a 3 kilos a 12,5 euros/kg, sardinas –extraordinarias- a 5 euros/kg. o las delicadísimas y cotizadas xoubiñas a 15 euros/kg.

Son los últimos hijos del mar, tesoros que se ofrecen cada día un poco menos. Merece la pena pasear entre estos puestos y pasar por el dolor de muelas de tener que elegir sabiendo que quieren engañarte aunque sólo fuera por el placer de ver el rigor mortis y el lomo plateado de las sardinas, o por beberse a bocanadas el olor a yodo que desprenden algunos de los montones de percebes con sus algas adheridas.

Cuando hayamos llenado nuestro capazo no conviene dejar de visitar la planta de arriba donde –también- escogiendo con cuidado, se puede encontrar buena verdura entre la que destaca una cebolla dulce y fina o pimientos del Padrón. De Herbón, de dónde si no.

23/7/08

Aldaba

Con una sonrisa. Así le reciben a uno en Aldaba.

José Luis Pereira -jefe de sala- y Luis García de la Navarra -sumiller- lideran un equipo de sala que emana profesionalidad y calidez. Custodio aparte -no se puede competir con las leyendas-, Luis es probablemente el mejor sumiller de Madrid, sencillo y cercano, impresiona su profundo conocimiento y su sinceridad cuando te recomienda o te deja caer entre líneas que mejor éste o aquel, evitando tener que navegar por una carta tan amplia -y difícil de manejar- que abruma.

La cocina de Yolanda Olaizola continúa la excelencia que hemos descubierto en la sala. Con la temporada omnipresente, sus platos son el resultado de una sofisticación extrema de la cocina tradicional. Espléndidas las croquetas de jamón de guijuelo -auténtico emblema de la casa-, si las de Viridiana son las mejores de Madrid por textura, éstas lo son por sabor. Magnífica la menestra, con puntos diferentes de cocción en cada una de las verduras. Especial atención merecen los espárragos blancos si es temporada, piezas de impresionante tamaño que este amo de casa no ha visto en todo el año en los mercados madrileños ni por asomo.

Estando buenos los pescados, grandes piezas y con un punto de plancha de manual -el mero con ajoblanco por ejemplo-, los carnívoros no deben perderse las albóndigas, que merecen punto y aparte; carne de vaca madurada cortada a cuchillo acompañadas de salsa española y de un riquísimo y ligero puré de patatas -se puede elegir entre varios acompañamientos patatas fritas, pisto, pasta fresca o el propio puré. Este plato por sí solo justifica la visita.

Sin aristas, con la solidez del granito, el carro de postres está a la altura de los platos principales -situación ésta por desgracia, no demasiado común en España; entre las tartas destacan la de queso manchego o la tarta de chocolate tipo brazo de gitano relleno de crema de vainilla y fresas maceradas en licor. Si acaso, debían considerar la presentación de las croquetas en el mismo plato de otros entrantes -a la manera de un combinado- que acelera el ritmo de la comida y les quita el protagonismo que se merecen.

A mí Aldaba me recuerda a Zalacaín y al Serbal, las obras de José Luis Oyarbide y la herencia santanderina de Víctor Merino respectivamente -a ambos les debe una el mundo de la gastronomía, más presto últimamente a la guerra que a otras cosas. Una cocina con lo mejor de la escuela francesa, menos llamativa y creativa, que basa su appeal en una búsqueda obsesiva de la perfección del triángulo producto-cocina-sala sin utilizar el recurso fácil de la sorpresa.

La crema de patatas de Yolanda levanta el aplauso a pulso.

Restaurante Aldaba
Dirección: Avenida de Alberto Alcocer, 5 (Madrid)
Teléfono: 91 345 21 93

18/7/08

Saludando al tendido

El comensal rebaña con avidez el último trocito de tarta. La cena ha sido un desastre, no le ha gustado nada a él, ni lo que es peor a su mujer. La cocina deja de trabajar y el chef, sonrisa en boca, sale a preguntar mesa por mesa si les ha gustado la cena. Por timidez, por vergüenza o por Dios sabe qué nuestro amigo sólo acierta a decir: "Por supuesto, todo maravilloso". Y el cocinero se vuelve tan ufano sin saber que ha perdido un cliente.

Hay dos maneras de afrontar esta vuelta al ruedo: con espíritu autocrítico e intentando escuchar o con el fuelle para el ego. Se descubre rápidamente al recolector de gloria, basta con hacer una crítica suave y ver cómo reacciona. El buen profesional debe entenderla, contextualizarla -la madurez de los clientes no siempre es la misma- y asumir si fuera necesario que algo ha fallado. Encuentro particularmente erróneo intentar "explicar tu cocina" ante el más mínimo reparo; a veces pareciera que los platos han de venir con un manual.

Más divertida es si cabe la reacción de algunos clientes ante este último saludo. No son felices si el artista no se pasa por su mesa a preguntar. He leído críticas feroces a restaurantes por el simple hecho de que el cocinero no les hizo caso al acabar la cena. Hay algunos locales -casi siempre de moda- en los que estos últimos diez minutos se están convirtiendo en un acto social en el que el chef redistribuye la escala social del aforo; con mucho arte según qué caso.

En el colmo del surrealismo, hay quien exhibe estas charlas como trofeos, auténticos dominguines de lo gastronómico que comerían bien, regular o mal pero que charlaron largamente con el cocinero en los postres y así te lo cuentan, con pelos y señales. Lo social predomina sobre la gastronomía y lo que da lustre es la sobremesa.

Yo creo que espiral de egos -los de todos- es particularmente nociva para los cocineros jóvenes que han de entender lo valiosísima que es la información de la experiencia de los clientes y lo irrelevante que es un comentario positivo que únicamente se basa en la deferencia que ha tenido con un cliente.

La semana pasada comí estupendamente en un restaurante de la periferia madrileña donde en esta época de vacas flacas se están batiendo el cobre duramente. En los postres el cocinero me dijo exactamente y con una mirada casi de angustia: "¿Qué tal habéis comido? ¿Os han tratado bien?". Se calló, escuchó y nos dio las gracias. Nueve palabras. Y claro, uno vuelve.

14/7/08

Mantequilla

En el principio siempre están los aperitivos y, por qué no, un poco de mantequilla.

El aceite de oliva se ha convertido en un tirano que ha desplazado a cualquier tipo de grasa. En España y en el nombre de la salud han pagado moros por cristianos y se mira con malos ojos a quien utiliza aceite de girasol o la manteca de cerdo. De todas las grasas damnificadas la más interesante, creo yo, es la mantequilla que, cuando se cruzan los Pirineos viene a considerarse la hermana pobre, la grasa insana, defecto de restaurante portugués.

Su desplazamiento de la cocina española es relativamente nuevo, en algunos recetarios imprescindibles como el maravilloso "La cocina completa" (publicado hacia 1930) de María Mestayer de Echagüe, Marquesa de Parabere, se utiliza profusamente junto con otras grasas, como el tocino; incluso tiene su propio capítulo.

No debemos olvidar que es imprescindible en la pastelería -qué diferencia entre un croissant hecho con aceite de oliva y uno con una buena mantequilla- o en los risottos, que medida adecuadamente mejora cualquier roux -salsa ligada de mantequilla y grasa- y que un puntito en el último momento puede alegrar una receta tan clásica como el rabo de toro. Aporta untuosidad y sabores lácteos y su principal limitación es precisamente su delicadeza, se quema cuando supera los 90 grados resultando en una crema agria y desagradable -el aceite de oliva puede alcanzar los 180 grados sin degradarse significativamente.

Son espléndidas las que nos vienen del norte de Francia o Irlanda y entre las nacionales me quedo con las de la D.O. de Soria -razas frisona y pardo alpina- que se sirve como aperitivo en el restaurante Aldaba o en El Cacique de la Moraleja y que se puede encontrar a buen precio, por ejemplo, en La Boutique del Gourmet de El Corte Inglés.

7/7/08

Take away

Treinta años ha, lo más lejos que llegaba un español a la hora de conseguir comida sin tener que cocinar era a desplazarse a casa de su madre, o -en caso dramático- a su hogar político buscando viandas evitando en lo posible ensuciar una sola sartén.

Por suerte con la evolución y los canales privados de televisión nos ha llegado la comida a domicilio. La solución a la desdicha del Rodríguez está tatuada en mi nevera con decenas de opciones: de origen oriental-panasiático que dice la gente fina-, americano, italiano o nacional; desde el tiburón multinacional a la pequeña empresa familiar todas las opciones tienen dos características comunes: sabores fuertes y adictivos que enganchan a la primera y productos de calidad media o baja.

Porque las casas están llenas de libros de cocina, pero ya nadie se mete en los fogones. Se ha muerto Simone Ortega y ahora todo el mundo presume de tener su libro -y debe ser cierto, porque ha vendido millones-, pero al 1080 ya casi sólo se le conoce por el lomo y la receta número 679 -albóndigas con patatas fritas- lleva demasiado tiempo y esfuerzo. Nos gusta ver cocinar a Arguiñano, sí, pero por desgracia más para admirarlo que para imitarlo. Las cifras de las multinacionales del take-away crecen año a año y los congelados y los precocinados reinan en la época en que la gastronomía inunda páginas de dominicales y la alta cocina nos llega a saturar por su exceso de presencia.

Curiosamente los productos frescos están ahora, más que nunca, al alcance de todo el mundo; pero limpiar el pescado supone un esfuerzo extra, inasumible en los hogares españoles, donde es demasiado normal llegar a las ocho de la tarde a casa con pocas ganas de fiesta. Este escenario, que tan acertadamente describe Santi Santamaría en su libro "La cocina al desnudo", supone una degradación en la bondad de nuestra alimentación y por tanto una disminución en la calidad de vida.

Y ahí está la tentación; a una llamada de teléfono por unos pocos euros nos llega en media hora una pizza recién descongelada y horneada, un pato laqueado rebosante de glutamato monosódico, unas alitas de pollo mal fritas y excesivamente condimentadas, una hamburguesa de la peor calidad con sabor a grasa de cerdo. Sólo hay que abrir la bandeja, comerse el contenido y tirarla a la basura, no hay fairy que valga, se cocina desde el sofá y con el mando a distancia en la mano.

¿Cómo evitar que el ketchup enganche a nuestros hijos? Yo creo que hay que dedicar tiempo y esfuerzo a educar su paladar. En los colegios se han olvidado de que la alimentación es importante, y somos nosotros los que les tenemos que enseñar a disfrutar con unas lentejas bien hechas, con un pescado a la plancha o con unas verduras al vapor. ¿Pizza? Sí, pero mejor en casa y si es de fuera, muy de tanto en tanto.

Una herencia de placer y salud.

Cuadro que ilustra: Niños a la orilla del mar de Joaquín Sorolla.

2/7/08

Canales de distribución

La alta cocina española ha crecido en los últimos lustros basándose en dos columnas: una sofisticación extrema de los procesos productivos y la búsqueda de los mejores productos. Lo primero es mucho más llamativo, nuevas texturas y presentaciones funcionan a modo de reclamo haciendo bueno aquello de "se come por los ojos".

Sin embargo, a medida que nuestra madurez y cultura gastronómica crece, el cliente exige un producto de primer nivel. Los cocineros lo saben. Hace unos días, un joven cocinero catalán establecía como una premisa irrenunciable para su cocina el diálogo único con los productores, jamás a través de intermediarios o grandes superficies. El discurso se basaba en una mezcla de compromiso ético y búsqueda de la excelencia.

El producto es cada vez más escaso y los modelos de distribución deben, por tanto, adaptarse a las necesidades y gustos de los clientes. No es sólo la alta cocina la que quiere conseguir lo mejor en su mesa, los hogares donde hay un gusto por la gastronomía, se buscan las mañas para conseguir lo mejor a lo que puedan acceder en este verano del 2008 de crisis negra y larvada, donde la inflación empieza a campar a sus anchas.

Es por esto que empiezan a proliferar las ventas directas del producto en internet. Un canal nuevo, un nuevo concepto de distribución donde el sector primario, castigadísimo durante las dos últimas décadas, intenta captar parte del margen que los distribuidores y grandes superficies disfrutaban. Empresas de frutas y verduras, de mariscos, pescados, caza o carne. Prácticamente cualquier producto es accesible en dos clicks a través de internet, que ofrece ya una solución madura, con medios de pago de los que todos podemos fiarnos sin problema.

Este modelo, beneficioso para los dos extremos del canal, ha funcionado bastante bien en sus inicios, pero tanto cuando las empresas han crecido. ¿Son capaces estas pequeñas empresas de mantener una constante de calidad? ¿Ofrecen el mismo producto a todos los consumidores? ¿Me están vendiendo realmente lo que dicen que me venden? En el caso del pescado y el marisco las dudas son, si cabe, mayores, porque se compra por adelantado y el mar da lo que da, que cada día es un poco menos. No poder mirar y valorar a unos centímetros de mí lo que compro, me causa una gran incertidumbre.

Creo que sobrevivirán aquellas que sean conscientes de sus limitaciones, las que consigan establecer una relación de confianza con el cliente como la que antiguamente se tenía con el pescadero del mercado -pescadero que hoy ya sólo ofrecen productos criados en cautividad o lujos al alcance de muy pocos. Parece claro que este modelo de negocio sólo puede basarse en la calidad, porque han de diferenciarse de la mediocridad, permanentemente presente en los puestos españoles llenos de tomates, naranjas, carnes, pescados y mariscos insípidos.

Sin duda los consumidores sufriremos reveses, pero yo creo que con un poco de paciencia y buena voluntad, conseguiremos tener nuestros propios proveedores que nos aseguren mesas repletas de manjares, de los que apenas quedan.

Cuadro que ilustra: Detalle de La pesca del atún de Sorolla.