17/2/09

San Valentín 2009


No duró ni una milésima de segundo, casi no le dolió. Sólo sintió un ligero mareo y una sensación aguda en el paladar, como un pequeño corte. Cuando el ascensor finalmente frenó no le dio más importancia. La atención se centró pronto en otras cosas, la vista desde el piso más alto del hotel Eurostars Madrid Tower era soberbia, incluso las torres Kio, antiguos cancerberos de Madrid, parecían menudas y viejas. Se habían vestido de gala para celebrar San Valentín y por una vez él había cedido, no se trataba de cenar bien, sino de disfrutar en un sitio romántico con la compañía de su novia, que le soportaba una tournée infinita por los mejores restaurantes de España.

Centró su atención en la carta, se sentía elegante, un poco como Cary Grant en Tú y yo, mientras descubría asombrado los miles de puntos de luz de Madrid. El suelo, desde su mesa parecía lleno de las estrellas que el cielo escondía desde hace tantos años con avaricia. La cerveza estaba absolutamente insípida, no le extrañó en absoluto, estos hoteles de cocina internacional rebajan cualquier arista, se obsesionan por no molestar y las cervezas Pilsen internacionales siempre le parecieron prescindibles.

Eligió con desgana un menú, cocina de fusión, ya sabéis, un invento muy de moda en la ciudad, por cada sitio donde lo hacen bien, hay diez sitios donde lo hacen terriblemente mal. Notó una sensación rara, empezó a sentirse extraño. Al principio lo achacó a la cocina, la sopa de hongos no sabía a nada, no olía a nada –cosas de la cocina japonesa, pensó-, más tarde culpó a la baja calidad del producto, al fin y al cabo los atunes que llegan a la capital son en su mayoría un asco. Pero finalmente se dio cuenta de que algo anormal pasaba, los callos ni sabían ni olían a nada, sólo sentía la gelatina en la boca. Ni rastro del pimentón, el comino, el cerdo… ¿Estaba constipado? ¿Dónde estaban los aromas del vino? ¿Ni fruta, ni madera? ¿Nada?

Decidió que no era su noche y dio la cena por concluida, lo mejor era irse a dormir y no darle más vueltas. Así que apremió a su novia a acabar la cena cuando apenas habían comenzado la sobremesa; del ron sólo le quedaba la sensación de borrachera, seguir intentándolo era tirar el dinero. Menudo fracaso, vaya San Valentín, ella iba a estar recordándoselo el resto del año, se veía comiendo en el McDonald’s o en el Gino’s hasta el día del juicio final.

La mañana del domingo penetró por las rendijas de la persiana. La luz, cruel, empezó a deslizarse por su frente hasta llegar a sus ojos, poniendo en marcha el tam-tam de la resaca, los latidos en la sién que sólo el café y un gelocatil le calmaban. Tenía cierta desazón, no sabía por qué, ese qué-sé-yo que se queda en la cabeza agazapado por la rutina. Bruscamente recordó. El café le supo a agua caliente y el zumo a agua fría. Se puso nervioso, revolvió la nevera, y probó todo lo que tenía a mano, no distinguía el sabor dulzón del kétchup, ni el salado de las anchoas. Incluso se bebió un trago de vinagre que no le provocó el vómito, como hubiera sido normal; no sintió asco, ni rastro alguno de la acidez, sus papilas ya no generaban saliva. De repente entendió el problema con toda su crudeza: había perdido el gusto y el olfato. Inaudito.

La perplejidad se tornó en desesperación, ¿Qué iba a hacer a partir de ahora? Él era un gourmet. Era lo único que le daba sentido a su vida. Vivía para comer, comer y beber para ser exactos. Había educado su paladar hasta extremos inimaginables, era capaz de distinguir cada especia en los guisos, los aromas y los sabores en los vinos, podía oler un plato y decidir si le faltaba o le sobraba sal. En su curriculum decenas de cursos de enología y cocina donde había llenado una mochila de conocimientos que acababa de perder de golpe. Era como si Picasso de un día para otro hubiera sido incapaz de ver los colores, de distinguir la línea recta de la curva o el grosor de los trazos. Lo que era diverso y complejo se había convertido en un punto negro sin el más mínimo matiz.

Lloroso y sudando se fue a urgencias. El médico, un chaval joven y responsable le tomó nota sin hacer la más mínima de las muecas. Encendió el ordenador, se conectó a la página de Google y tecleó “un hombre pierde el gusto”, primero en español, luego, refunfuñando, en inglés. Cuatrocientas trece referencias. Soltó un suspiro de aprobación, como cuando uno resuelve un problema de álgebra en un examen, e imprimió una hoja que se dispuso a leerle.

Es un virus, le dijo. En realidad una mutación de un virus bien conocido desde hacía muchos años, raro, pero cada vez más presente en las ciudades grandes de occidente donde la gente comía y bebía demasiado. El cuerpo, defendiéndose ante los excesos, lo potenciaba, dándole calor y alimento, mimándolo como a un bebé. No se conocía ningún tipo de cura, los americanos –siempre los más avanzados en todo- eran expertos en esta enfermedad. Lo llamaban El Virus de los Excesos (EVE), y como mucho sugerían dieta severa, pero por lo visto no se podía garantizar nada. Algunos pacientes, no se sabía por qué, recuperaban un atisbo del olfato y del gusto, algunas veces sólo de uno de ellos, otras nada más que por unos minutos; pequeñas ventanas de lucidez sensitiva que se disipaban apenas probaban un yogurt o un poco de jamón de York.

Se fue con una receta en la mano: antidepresivos ponía en un trazo legible propio de un médico joven. Era casi la una de la tarde cuando llegó a casa. Con la mirada en blanco se fue a la cocina y se sirvió un Martini rojo, tal y como era su costumbre pues era la hora del aperitivo. Gimió con desesperación cuando el licor, que ya no era ni dulce ni aromático se deslizó por la garganta. Mecánicamente sacó del frigorífico unas pechugas de pollo y durante un segundo dudó. No, de ahora en adelante ya no sería necesario añadirles sal y pimienta.

Cuadro que ilustra: Noche estrellada sobre el Ródano de Vincent Van Gogh

12/2/09

Test sorpresa


Al igual que el ama de casa, suspicaz, pasa el dedo por el quicio de las ventanas buscando la más mínima muestra de polvo, el aficionado a la gastronomía, de naturaleza aviesa, escudriña los detalles en cada restaurante hasta encontrarles el cartón. En mi caso mi truco favorito es el Método de la Comparación Fácil.

Entiéndaseme, un servidor podría tirarse el pisto y decir que ha comido tanta trufa que es capaz de saber desde Plaza Castilla si el restaurante que va a visitar en Atocha va a cumplir sus exigencias, pero por desgracia, no es así. En lo que soy un experto de verdad es en croquetas, me las he comido todas. Las que son más bechamel que velouté, las que tienen una masa fina, las crujientes, más o menos líquidas, cuadradas, rectangulares, monárquicas o republicanas, con tropezones o viudas. Por supuesto, como cada aficionado a la batidora que se precie, las mejores croquetas del mundo se hacen en mi casa, las mías en concreto alcanzan la categoría de arte y así lo reflejaré en la wikipedia tan pronto como pueda –lo llamaré la Receta Verdadera de las Croquetas-para que el mundo conozca La Realidad, a ver, si con un poco de suerte, pueden invitarme a alguna exposición artística en breve.

Así que no me privo del placer, en cuanto llego a un sitio nuevo, con cara severa pido unas croquetas como Juan de Burgos Román, a la sazón catedrático de Matemática aplicada de la Politécnica enunciaba sus problemas en la escuela de Aeronáutica: con bastante mala leche. Como en los restaurantes no son pardillos, lo normal es que vean el brillo perverso en mis ojos, que detecten el peligro como la gacela se olía el pastel en los documentales de Rodríguez de la Fuente. Por suerte para mí y para el éxito de mi evaluación, si no han hecho los deberes con tiempo, no hay manera alguna de arreglarlo, es lo que confiere a la operación una garantía segura de fiabilidad.

Como soy una buena persona, siempre digo que están buenas, aunque sospecho que el dejarme la mitad de ellas en el plato –si no me han gustado-, no hace precisamente creíble la afirmación. A veces las aplasto un poco con el tenedor si no las voy a tocar, me gusta jugar con ellas, así paso el rato mientras llega el segundo plato y consigo el efecto de que parezca que las he estado catando. Como digo, es que soy muy buena persona y me parece cruel machacar al cocinero, que en el fondo es también una persona, aunque no sepa hacer unas vulgares croquetas.

Al igual que De Burgos, que al primer error en un límite infinitesimal suspendía a su víctima sin compasión, me niego en redondo a seguir con mi evaluación si las croquetas no han sido de mi agrado. Ojo, que no digo que no estén buenas, digo “de mi agrado”. Como este pequeño examen se está convirtiendo en la parte más placentera de visitas gastronómicas, estoy empezando a extender el número de platos con los que mido a un restaurante. La sopa del cocido, el entrecot a la plancha o las patatas fritas se han incorporado últimamente a mi repertorio. En el caso de los restaurantes chinos encuentro particularmente útil pedir unos dim-sum, mientras que en los italianos me lo paso pipa con la boloñesa. Esta última tiene el inconveniente añadido –para el restaurante- de que incluso Julio Bienert, abriendo la lata adecuada, puede conseguir un resultado estupendo en su programa de Canal Cocina.

Así las cosas, en cuanto el camarero me sirve el plato, espero pacientemente a que se de la vuelta, simulando que está excesivamente caliente si fuera necesario hacer tiempo, y lo pruebo. Este pequeño divertimento mío es, por supuesto, algo privado. Si suspenden el test, aparte de que no vuelvo a pisar el restaurante en la vida, casi nunca digo nada, y menos en público, me parece feísimo hundir la moral del cocinero. Pero eso, ya os digo, es porque soy muy buena persona.

9/2/09

La Tâche 78


Detrás de dos dedos de ginebra, debajo de unas pestañas largas y negras, de una nube de humo, de una mirada oscura, de un pasado azabachado, estaba ella. Nadie se tomaría tantas molestias, para que llegar al fondo había que quitar mil capas de una cebolla. Y lo que había dentro era un vertedero.

El roast beef está excesivamente frío, piensa, mientras le echa un vistazo al barman brasileño. “Es guapo. Una pena que no tenga pasta”. Hubo un tiempo en el que los tipos gordos hacían cola delante de ella. Le justificaban el tamaño de pene y su tripa con una tarjeta dorada, a veces negra; comercio justo. Las cosas cambian rápido, había que conformarse con un sandwich y un combinado en un sótano de luces azules y rojas porque la crisis había devuelto a los gorditos plastificados con sus mujeres rechonchas y sus niños orondos a sus domingos de cerdo adobado en el jardín. Le habían propuesto un par de veces una vida de periferia y chalet adosado. Fiestas de fútbol y cerveza era una perspectiva que le atraía un poco más que un filete de vaca carbonizado acompañado de la conversación de un camarero argentino.

El tipo de la barra la mira con detenimiento, vulgar y lentamente. De arriba abajo, desde los pendientes de bisutería hasta los zapatos de imitación, con especial atención al escote, levemente exagerado a propósito. Medio atractivo, luciendo vaqueros ajustados, saca una navaja de mango nacarado de Laguiole con la que corta un pedazo del queso que ha elegido como cena y que se come con ansiedad. A ella la saborea más lentamente, quizá porque nunca ha probado nada igual. Está acostumbrada a hacer inventarios, a medir la clase al peso, a puntuar cada detalle como el jurado olímpico de natación sincronizada, penalizando los errores con saña. “Reloj Casio digital años 80, zapatos de saldo, pantalones y camisa de Zara”, recuenta mientras el tipo rebaña el pan desmigado del plato con el dedo índice, mojándolo en la boca para atrapar cada trocito como si fuera el último. “Pobre como una rata”. Hay labios donde esas palabras pueden sonar como una condena perpetua.

Contigo pan y cebolla, le susurra el trovador con la mirada. Por un segundo se piensa si pagarle una cerveza, puro egoísmo, le da asco verle tomarse ese queso con agua. El gachó se desabrocha un botón de su camisa mientras ella divaga vagamente, durante una milésima de segundo, sobre su cuerpo. Debió haber ido al gimnasio en algún momento de su vida, algún momento muy lejano a juzgar por su cintura. Clank, clank, los hielos del gin tonic rebotan contra el cristal. Frío que relaja sus dedos y sus labios. Frío. El gin tonic, amargo, se mezcla con la nicotina. La música rebota entre sus sienes, fun-for-me-fun-for-me, la melena se mueve despacio, el humo flota, el tipo suda, estiércol que no huele a nada.

Como dos fuerzas opuestas, la presencia del baboso le recuerda su miseria mientras que cada sorbo de alcohol la devuelve a la realidad, a su realidad, mucho más vívida que nada que le pasara delante de los ojos. La mece el recuerdo del color de un La Tache del 78, su olor, un placer que justifica un purgatorio eterno, una resaca infinita. Lujo y cuberterías de plata, otra vida, la única que merecía la pena, llena de mañanas doradas y azules en la playa, de noches de seda y brillos. Dirige la mirada, turbia y borrosa hacia la televisión, o quizá fuera hacia la máquina tragaperras, las dos la deslumbran y aturden. No recuerda nada de lo que le ha sucedido en los últimos veinte minutos pero podría describir el salón del Ritz de París hasta el más mínimo detalle. Se mira en el espejo y se ve con dieciocho años y veinte centímetros menos en la falda, unas medias con costura y unos tacones de vértigo aporreando el suelo de Rue Cambon. Reinando en las tiendas, con telas de color borgoña a su espalda y tipos negros, grandes como armarios abriendo y cerrando las puertas, flotando entre perfumes dulces y embriagadores como vinos alemanes.

Londres, París, Roma y Nueva York, le gustan las ciudades con río y eso, por supuesto, excluye Madrid. El Manzanares no deja de ser un charco que se escurre como la descarga de la cisterna por el desagüe del váter. “Tengo que escapar de este agujero”, lo repite como un mantra cada noche. El camarero le ofrece un gimlet, “de parte de la casa” y algo más que no cuenta más que con la mirada. “Sí cariño, ¿Por qué no?”. Por qué no. Manchando adrede el borde de la copa y la boquilla del ducados de pintalabios. La está tomando por una cualquiera; inhala el tabaco y lo suspira. Quizá lo sea, hay fronteras tan difusas que no conviene detenerse mucho en dibujarlas.

La copia del cuadro de Bacon colgado en la pared amplifica cada inseguridad, cada miedo, su sufrimiento, su dolor; le pone cara al vértigo, a la soledad. Sólo otro gimlet más.

Foto que ilustra: Inhale. Exhale. Your life. De Katarzyna Dembrowska.

2/2/09

Gastronomía sostenible


La RAE define la deflación de la siguiente manera: “Descenso del nivel de precios debido, generalmente, a una fase de depresión económica o a otras causas”. Así puesto, casi nadie diría a primera visa que es una enfermedad grave, ¿Verdad? Que los precios bajen es un desahogo para el bolsillo y oír que el IPC es negativo no deja de ser un alivio para poder llegara final de mes.

En realidad la deflación es la enfermedad más grave que puede sufrir la economía de un país. Si los precios bajan, una peseta mañana valdrá más que una peseta hoy, ¿Por qué gastarla, si tenerla en el bolsillo es ya una inversión?. Como consecuencia el consumo cae y el dinero no circula; pan para hoy y hambre para mañana y los próximos años. Es un frenazo en seco a la economía que se adormece por falta de incentivos, un palo entre las ruedas cuando la moto iba a doscientos por hora.

En España, en febrero del 2009, andamos al borde de este precipicio y mientras la gripe va agravándose y se lleva por delante a los primeros enfermos, los restaurantes, el pico más agudo de la pirámide de Maslow, se muestran dolorosamente frágiles. Se pasa en un plis, de discutir sobre si somos artistas o artesanos a buscar soluciones a la realidad y, ésta, exige día a día, retorno de inversión; se cuentan los cubiertos y los cocineros ya no presumen de nuevas creaciones, sino de porcentajes de ocupación.

Aprendí de un ingeniero sabio, un maestro, que un profesional no está formado hasta que no ha superado al menos un par de crisis. En parte por esa falta de experiencia, en los últimos diez años la gastronomía le ha dado la espalda a la realidad, los precios se han hinchado al ritmo de las vigas y, demasiados cocineros jóvenes, han olvidado que lo más importante es la viabilidad del negocio. Entre unos y otros se han empeñado en hacerla imposible, porque a pesar de que en España el sueldo medio es la mitad que en Inglaterra o Alemania, los precios de los restaurantes se han doblado largamente desde el año 2002. Treinta, cincuenta… ochenta, nada menos que un incremento anual de diez euros por cubierto.

Estos excesos diezmaron el número de familias que podían asumir una cena fuera de casa en un restaurante de cierta enjundia. Sin saberlo ,el sector se estaba estrangulando, reduciendo su nicho de mercado. Se volvieron cada vez más exclusivos y, sobre todo, absolutamente dependientes de las tarjetas de empresa; débiles ante cualquier brisa y no digo ya ante un huracán. Un suicidio en toda regla.

Y llegamos al tantos de febrero del 2009, con la posibilidad real de una deflación, con el dinero anclado en lo más profundo de los bolsillos, con las American Express cerradas a cal y canto. Se ha debatido en congresos y corrillos sobre cómo combatir la crisis. Menús baratos y bares anejos ha sido toda la respuesta. A mí me da que estas propuestas no son otra cosa que una manera de rodear un problema estructural; vamos, una realidad que está aquí para quedarse. Si yo fuera tabernero me haría una pregunta de lo más sencilla y tonta: ¿Cuánto puede pagar el sector de población que podría llenar mi restaurante? ¿No me llega para hacer el tipo de cocina que quiero hacer? Si es así, mi negocio no tiene sentido y hay que buscar otra manera de hacer las cosas… o emigrar.

Quizá esto suponga reducir el número de procesos que se realizan en cocina –algunos de ellos carísimos- y proponer elaboraciones más sencillas. Toca trabajar más la sala, desterrar cualquier atisbo de soberbia, grabarse entre ceja y ceja que al "cliente habitual" hay que ganárselo, mimarlo para conseguir su fidelidad y respeto; es el momento de corregir algunos defectos arraigados como un tumor, debe desterrarse de una vez y para siempre ese vicio tan feo de establecer diferencias abismales entre clientes tanto en producto como en servicio y sobre todo, hay que aceptar las críticas como una oportunidad.

No son tiempos para la poesía, pero de esta crisis, van a salir mejores profesionales, más realistas y quizá se forme la base de una gastronomía sostenible, profesionales que entenderán por fin su negocio.

No sé si todavía hoy somos conscientes de la realidad, parece subyacer la conciencia de que esto pasará enseguida y de que volveremos a la situación anterior en cuanto Obama chasquee los dedos. Por desgracia, no va a ser así, la recuperación será lenta y el crecimiento tardará en llegar, difícilmente volverá a haber otro Monopoli que multiplique el dinero de un día para otro por el arte del birli birloque. A la gastronomía española, también le toca reinventarse y entender, que quizá sea un arte, pero que sobre todo es un negocio.

Cuadro que ilustra: Hope de George Frederick Watts.