28/9/09

Un punto


Y en lo más crudo del crudo otoño, cuando la economía española aterrizaba por fin al nivel basal, ése en el que descansará una larga temporada y al que toca ajustarse como a un zapato rígido y nuevo, el gobierno por fin nos confirma lo que sospechábamos: estamos tiesos como la mojama, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Todo esto después de un conjunto de medidas del tipo "Que no falte de nada", como el menda que en la barra del bar invita a unas cañitas, sacando pecho cuando pide la cuenta, mientras en su casa no paga ni siquiera la luz. Muy español, en el fondo.

Y claro, llegó el día de pagar; dejados de la mano de Dios, sin plan, confiando en una nueva burbuja inmobiliaria -imposible, claro-, nos avisan de que hay que apoquinar, que toca ayudar a los más desfavorecidos, solidaridad plasmada en dos puntos de subida del IVA y un punto en el impuesto reducido, el que se aplica a la hostelería. Casi nada, ¿Verdad?, tan sólo una subida de algo más del 14% en la tasa, patada adelante y un "ya saldrá el sol por Antequera" en toda regla.

Dicen que no hay otra solución, porque la seguridad social está esquilmada y el grifo de los diferentes subsidios se cierra un poco más cada mañana, se estiran malamente los últimos sueldecitos para aquellos que por desgracia llevan ya más de dos años en el paro. Y cada cual se las apaña como puede para ir tirando, prescindiendo del cafetito de la mañana, del aperitivo, se ahorra del tabaco, de la compra, se araña en la gasolina, no se compra el periódico y en esta vorágine el ocio es el primero que recibe la bofetada, el más prescindible.

Todo esto en un momento en el que se han tomado medidas extrañas, contradictorias. El gobierno español, bien atento a hacerse una foto con Ferrán Adriá mientras propone un difuso plan de negocio para la expansión del turismo -tapas, gastrobares, cultura de un "alto" tapeo- sigue una estrategia bien diferente a la del gobierno francés, que ha reducido el impuesto en hostelería nada menos que del 19,6% al 5,5%. No han llamado a ninguna escuela de negocio para tomarla, no hacía falta; tangible, sencillo, directo, una apuesta por un sector que las está pasando canutas.

Pero es que además de lo que hablamos es de la única apuesta posible en España, la industria del mejor activo que tenemos, el sol, la gastronomía, el turismo, quizá nuestra única industria posible. En tanto suenan continuamente en las noticias las bondades de nuestra gastronomía: mil congresos, mil planes, el tapeo como una marca y mira qué importantes somos y cómo nos miman en La Moncloa. Todo ello es muy bonito, suena precioso, pero lejos de la realidad, del bar de la esquina y del restaurante al que va el 99% de la gente, casas sin estrellas michelín ni publicidad alguna en los medios de comunicación. Esta es la gastronomía real y la que sufrirá en primera persona la subida.

¿Qué sucederá? Pues que cada vez habrá menos negocios, menos empleo, más fraude fiscal. En un país sin una auténtica cultura gastronómica detrás, un montón de santanas se han tirado al monte con pequeños negocios en ciudades donde la sofisticación hasta hace poco eran asadores, chuletones, churrascos, paellas y solomillo al cabrales. Apasionados de la gastronomía -por dinero no lo hacen, estoy seguro- que cuando peor lo estaban pasando, reciben una buena patada en la espinilla; total, si antes podíamos vivir sin ellos, ¿Qué cuesta seguir haciéndolo?

Porque que nadie se equivoque, ese 1% de donde va a salir es del lujo y España, hoy día sigue pensando que cualquier gastronomía fuera de casa es lujo. A esta ronda, invita la hostelería.

Acuarela que ilustra: A night at Evangeline de Dominic White

16/9/09

Es caro


Como una letanía: "Es caro". Lo he oído tantas veces que, aunque me da rabia, ya no me sorprende. Sucede con la mayoría de mis amigos y con los restaurantes que les propongo; en dos palabras se cierra la discusión y el abanico. Cómo explicarles la diferencia del chiringuito al restaurante bien puesto: el aparcacoches, el mantel de hilo, las cubertería, la cristalería, la bodega o la decoración, el cuarto de baño impoluto. El cliente medio percibe con liviandad los servicios que le ofrece el restaurante; además aunque los exija y reproche su la falta, no es capaz de asociarlos a un aumento en la factura final.

La durísima realidad es que en general no se distingue el pan gomoso, industrial, de la pieza casera; se obvía el buen servicio del vino, el valor que tiene un sumiller capaz de ajustarse a un precio y ofrecer algo diferente. Se come con igual agrado el consomé bien desgrasado que el caldo "enriquecido" con pastillas, se disfruta más con la chistorra que con el aperitivo sofisticado. La receta del éxito no es hacerlo bien, sino utilizar la ecuación Producto Barato+Costes Bajos+Abundancia.

Para qué esforzarse. Si da lo mismo.

Y ojo, que no hablo de restaurantes sofisticados, no todavía, sino de gente honesta y que quiere hacer las cosas bien, que se deja el alma en el camino; no se aprecia siquiera la cocina sencilla y cuesta pagar los veinte euros que vale un buen pescado a la plancha, desespinado y bien presentado. "Me llaman ladrón en el pueblo", me cuenta un chaval que ofrece en su restaurante uno de los menús de mejor relación calidad-precio que he comido jamás. España está llena de "plazas difíciles", el nombre oficial de las ciudades donde la gastronomía lo tiene difícil y yo me pregunto si es que hay alguna plaza fácil.

En este desesperanzador entorno, la proa del barco, la alta cocina creativa, tiene en mi opinión pocas probabilidades de sobrevivir más allá de cuatro o cinco supernovas con la suficiente proyección mediática -y publicidad. No sólo la percepción que el cliente medio obtiene de los elevadísimos grados de sofisticación de estas propuestas -en tantos casos- es prácticamente inexistente, es que a veces hasta puntúa negativamente. La acumulación de procesos conlleva, cuando se acumulan en demasía, un aumento exponencial en el precio; pero es que además el resultado final es menos tangible. Y este último concepto es clave a la hora de valorar una comida: un caldo puede llevar mucho tiempo y dinero, pero no se "ve", lo mismo sucede con una cocción prolongada o con una maceración compleja en la que se utilizan especias caras. Procedimientos dificultosos que forzarán al cocinero a utilizar mucha mano de obra a la vez que productos modestos, para equilibrar el precio del menú si es que se busca ser competitivo. Y el producto modesto, penaliza en la percepción de la experiencia.

Internet que muestra con una crueldad descarnada cualquier realidad -haciendo énfasis en la ignorancia-, no hace una excepción con esta. En blogs y redes sociales queda patente que demasiadas veces hay esfuerzos baldíos que no se ven recompensados por el reconocimiento del cliente. Todo esto debe, creo yo, desembocar en la autocrítica; quizá haya que estructurar los menús de degustación y pensar en diferentes niveles de madurez del cliente, quizá dejar de sobresaturar los platos de detalles prácticamente imperceptibles. O quizá simplemente haya que asumir que es deficitaria y que la gran mayoría la va a despreciar por esnob. No se puede tener todo en la vida.

Así de simple, lo obvio cala enseguida, lo complejo no.

En España se ha construido una casa que tiene un tejado precioso, una magnífica portada de revista gastronómica, de dominical lujoso; por desgracia, sin cimientos. Falta educación gastronómica, y ni la administración ni nuestra escasa tradición gastronómica ayudan a solucionarlo. Y para valorar hay que conocer, como decía Cantinflas: "Ahí está el detalle".

Cuadro que ilustra: Autumn de Alfred Ng

5/9/09

El hombre en el espejo


Y mientras Michael Jackson aullaba desvalido autocrítica, su epitafio, escribió el suyo propio. Se decidió a ser sincero delante de un plato o de un vino. A no dejarse llevar por modas, quiso ser independiente; a no juzgar por la época, ni por lo que le leía, se abstrajo del aquí y del ahora. Ni Ferrán ni Bocuse, o cualquiera de los dos, pero sólo cuando fueran realmente buenos, sin dejarse llevar por la histeria ni los lobbies. Se volvió suspicaz, desgraciadamente más cínico. Sospechó de todos, de todos ellos.

Probó la salsa americana, la meunier, el pil pil, las esferificaciones y el gazpacho con bogavante; no los valoró por su edad, ni por lo que le contaban, dejó que los puntuara su paladar. Al principio era sobre todo intuición, por falta de educación le costó entender lo que estaba bien o mal -si es que existe lo bueno y lo malo- pero aprendió a sortear su torpeza y cocinar, y por eso valoró la profesionalidad y no cedió ni un centímetro ante las recetas mal interpretadas o la vulgaridad, juzgó con dureza el dinero mal invertido, la sorpresa por la sorpresa, la escasez del buen producto -que consideraba algo importante- las bechameles crudas, las espumas superfluas y los platos concebidos a mayor gloria del cocinero, que no del cliente; platos tantas veces de revista de gastronomía, recetas marquetinianas para oir las loas de masajistas y trovadores dulces, demasiado fáciles de convencer. Decidió que los homenajes serían suyos, jamás del restaurante.

Se mofó de las guerras gastronómicas, de la inquina personal que se jugaba delante de un tablero de Monopoly bien lleno de bombones. Bombones llenos de ego que se rifaban entre los que participaban, finalmente más interesados en los besos de bienvenida y en la confrontación que en la gastronomía. Querían estar y cambiaban de bando como quien cambia de camisa, tenían precio. Y entendió que mejor lejos que cerca.

Leyó y leyó y cuanto más lo hizo, más se alejó del aquí y del ahora. Cada día era más feliz viendo comer que comiendo, quizá porque jamás consideró la gastronomía algo más que la posibilidad de compartir. Se hizo mayor mientras comía y empezó a cuestionar un poco esto y un poco aquello. A chuparse los dedos con una cigala en un restaurante de campanillas o con unas costillas en un polígono industrial. Se hizo mayor y descreído mientras comía.

Gastó el bonobús de las emociones; se bebió el armagnac de un trago; consciente de que el corazón se apagaba en cada bocado. Pagó sus facturas, todas y cada una de ellas. Se acercó a los dueños de los fuegos, en algunas ocasiones le tocó el premio gordo y en otras siquiera la pedrea. Despreció el temor del cocinero cobarde, por más que endeudado. Aunque la entendiera.

Se miró al espejo y vio que había cambiado, quizá no a mejor, había apostado mucho y en alguna ocasión mal. Y decidió descansar el alma, buscando recuperar unos gramos de la inocencia que le había acompañado en el viaje, el motor de su felicidad. Porque era bien cierto que había disfrutado, había disfrutado mucho.

Imagen que ilustra: Cuadro en el espejo, Dalí.