7/6/10

Delirio (y III)


Comenzado el servicio se pudo sentir cómo crecía una tensión salvaje, un latido desbocado que iba cogiendo velocidad, los comensales pedían más y más, y cuanto más querían, más salía de la cocina. De repente se oyó un grito pidiendo auxilio y la locomotora en marcha que era la noche, una orgía gastronómica fuera de control, se frenó en seco. En una de las mesas dos personas se encontraban mal, en otra a varios de los comensales les costaba respirar. Entre el pánico, los camareros corrían de lado a lado del comedor reanimando a los clientes a base de sales y bofetadas. No llegaron a tiempo a uno de los reservados, donde un conocido constructor murió entre espasmos. La rubia que lo acompañaba –experta en cócteles y corbatas- estaba congestionada, se reía a grandes carcajadas ante su braceo desesperado y en apenas unos minutos la calle se convirtió en una discoteca de sirenas de policía y luces del SAMUR.

La noticia fue portada en la prensa local: “famoso empresario fallece por exceso de presión arterial en el restaurante revelación de la temporada”, ponía en el pie de la foto. “Muere por un abuso de placer que le revienta el corazón”, sintetizó vulgar y afinadamente el titular. Del chaval que todos recordaban como “delgado y con una mirada negra e intensa” no se volvió a saber, había huido sin dejar la más mínima pista, ninguno de los datos personales que había firmado en su contrato era real. Las inspecciones sanitarias que se sucedieron durante varias semanas tampoco encontraron indicio alguno de las causas de la desgracia.

Aunque para ser más exactos lo que habría que decir es que no encontraron nada. Nada. La cocina estaba vacía. No había hierbas, sal o pimienta, ni siquiera aceite o un mal cuchillo. Habían desaparecido los utensilios y los ingredientes, estaba impolutamente limpia, parecía del todo absurdo pensar que aquello hubiera sido una cocina. Quedaba un pañuelo con unos cabellos rubios y un cuaderno en el que aparecían unas cuantas recetas escritas con grafos extraños, infantiles. Garabatos casi ilegibles que debían corresponderse con los ingredientes y que, sin embargo, el reconocedor digital de escritura, que la policía utilizaba para casos extremos, se empeñaba en transcribir como “envidia”, “soberbia”, “lujuria” o “gula”. Se repetían en cada fórmula, en cada página y tenían asignado un peso en gramos.

Casi un año después, a principios de julio el restaurante volvió a abrir. Regresaron los antiguos camareros, con su pajarita y su chaqueta negra, a pisar sin garbo el comedor. Sólo sirvieron una mesa esa noche, cuatro personas para los que un becario que se afanaba torpemente en los fuegos descongeló cocochas y chuletas de cordero. En cuanto se fueron, Juan recogió con parsimonia los cincuenta céntimos de euro de propina que tintineaban en el plato, mientras la puerta, perezosa y chirriante, se cerraba. Sintió con alivio que esos cinco dedos de madera maciza le protegían del calor del cemento y del bullicio del presente.

Cuadro que ilustra: Little Clues por Karen Hollingsworth.

Nota: Cuento inspirado en plato "Steak tartar con helado de mostaza" de El Celler de Can Roca. Un delirio.

2/6/10

Delirio (II)

Durante el invierno el rumor creció en la capital y el ambiente se fue animando. Como una bola blanca de billar abriendo el juego, se sucedieron decenas de reacciones que a su vez despertaron a otras decenas. Primero fueron los ejecutivos del barrio, luego los aficionados a la gastronomía, más tarde el gran público y finalmente los críticos. Había llegado el momento, su momento, el teléfono empezó a sonar y no dejó de hacerlo, llenando con una velocidad desaforada las páginas del libro de reservas que antes sólo servía como pisapapeles. Ya no había carta, sino un larguísimo menú de degustación que aparecía escrito cada mañana en una servilleta de papel. Se componía de una secuencia de tapas de nombres escuetos: “bruma”, “melancolía”, “azahar” o “ella”. Jamás se repetía un plato de un día para otro por más que los clientes se lo suplicaran al personal de sala que, desbordado, se encogía de hombros sin saber qué decir. A estas alturas la entrada a la cocina, oscura como una noche gallega, se había convertido en un muro infranqueable para los camareros. Desde el pequeño ojo de buey las pupilas, que hoy parecían de un verde marino, se clavaban en los platos que los fogones vomitaban frenéticamente.

El día a día se volvió una locura, no había relación alguna entre la comida que se servía y los productos que llegaban cada mañana en camiones. El personal más antiguo, intuyendo cosas raras, empezó a sentir miedo; más que despedirse, huyó. Tampoco los expertos entendían bien lo que pasaba, no se ponían siquiera de acuerdo sobre lo que comían y sólo los más arriesgados hablaban de microesferificaciones unidas por una sustancia desconocida. Cada cucharada estaba construida por miles de picotazos, texturas y sabores que evolucionaban con el centrifugado de la lengua y la garganta, cambiando a velocidad de vértigo; sinfonías de moléculas infusionadas armoniosamente.

Los servicios se convirtieron en un largo festín de pequeños bocados –apenas unos gramos en cada plato- que variaban el ánimo de los comensales. A los clientes les invadía al principio un sentimiento de envidia, luego de euforia y finalmente una melancolía profunda que se transformaba en rabia apenas salían del restaurante. De tanto en tanto algún inconsciente parecía mantener un mínimo espíritu crítico. Bastaba una mueca de desagrado en su reacción para que los perros del vecindario se unieran con sus gemidos a un rugido grave que nacía del sótano del edificio. Aquellos que podían sentirlo hablaban de una queja desesperación inmensa que nacía de las alcantarillas.

El anuncio del menú de primavera fue todo un acontecimiento en la ciudad. Juan, siguiendo instrucciones detalladas del cocinero publicó varios anuncios en los periódicos sin más descripción que su título: “Magia negra”. La noche del estreno, la lista de espera era de centenas de personas y en el comedor se reunió una buena muestra de la gente más influyente y poderosa de la capital. Habían recurrido a todos sus contactos para poder estar allí. Los que quedaron fuera hubieran dado una mano por poder vivirlo.

(continuará)

31/5/10

Delirio (I)


El viento calmado del verano iba remitiendo. Acariciaba ya con suavidad la cara del aparcacoches del restaurante que, aburrido, observaba a los transeúntes con la seguridad de que sus ojos se pasearían por encima sin posarse del todo sobre la carta. Por cierto, la misma desde hacía lustros, tostada debido a la exposición prolongada al sol.

Juan, el jefe de sala, era el guardián –todo sea dicho, un cancerbero con poco empeño- de uno de esos restaurantes que aparecía en la publicidad de las emisoras de radio de los años ochenta. De tanto en tanto algún borracho gracioso le cantaba el ripio con el que el local se anunciaba. Casi todos los que pasaban les miraban como una rareza, como se mira a una antigua belleza de cine. Sin más pasión que la curiosidad morbosa.

Los empleados habían aceptado la situación con naturalidad. Lo que quedaba del personal, apenas un reducto de la impresionante brigada que trabajaba en su inicio, entendía con lógica funcionarial la falta de actividad. Los ruidos marcaban el paso del día: el gemido de la puerta, la alarma del microondas que calentaba la chistorra de aperitivo o el chac-chac en los dedos del portero cada vez que un cliente entraba. Juan intentaba hacer su trabajo con cierta dignidad, sabía bien lo que debía vender -"gambas al ajillo, croquetas y carne en salsa son las especialidades de la casa"-. No es que sufriera cuando le pedían un cordero asado al horno de leña o un cogote de merluza fresca de pincho a la bilbaína -así mentía la carta-, pero se sentía más cómodo sin engañar en exceso; algo le quedaba de su pasión adolescente por la hostelería. Una vocación que nació en bares de suelos cubiertos de serrín y servilletas usadas, decorados con fotos del Real Madrid de finales de los años 70 y copas de torneos de mus; en garitos así empezó a extasiarse ante cervezas bien tiradas bien acompañadas de tapas de mollejas de pollo.

Mientras se abría la puerta del Mercedes antediluviano del propietario, el aire se agitó bruscamente desde el sur, un sucedáneo de calima que ensuciaba con polvo sahariano el norte de la ciudad, cosa que no sucedía desde hacía muchos años. Por la puerta de trasera del coche se apeó con chulería un chaval alto, rubio y delgado envuelto en una gabardina negra, parecía seguro de sí mismo. Llegaba el nuevo chef, un chico joven cuya única petición para aceptar el trabajo fue que nadie más que él pisaría la cocina, no quería segundos o ayudantes; una bendición para los dueños que le aceptaron de inmediato. Arrogante, no miró a nadie mientras entraba, o quizá sí, un iris azul, concreto, de esos que evalúan, puntúan, desprecian, hielan. Nada extraño sucedió aquella noche que fue un nuevo bostezo largo y sosegado.

A Juan le extrañó sin embargo ver, a la mañana siguiente y bien temprano, la cocina a plena actividad con la puerta cerrada a cal y canto. La mirada azul acero le había intimidado, tanto, que no se atrevió a entrar para ver lo que sucedía. Al habitual perfume a lavanda que desprendían los manteles recién lavados –era el único lujo que mantenía la casa desde sus comienzos-, se le añadía el aroma de los caldos borboteando desde el amanecer, el del pan horneándose; pensó que por fin olía a comida hecha aquí y ahora. Se indignó sin embargo al ver que, fuera cual fuera el pedido, de la cocina sólo salían platos que se parecían muy levemente a lo que rezaba su enunciado. No le quedó más remedio que callar al ver las reacciones de los comensales: comían exhalando suspiros de satisfacción.

(continuará)

Nota: Primera de las tres partes en las que se publicará este cuento.

3/4/10

Cambio de hora


La mañana se levanta con brumas y barcos que bufan. Se despierta como yo, con resaca. Un manto de nubes bajas alivia el sol de las ocho de la mañana, y los americanos, dueños del horario y del destino, conquistan la costa poco a poco. Tanto es así que la ciudad no se despereza tomando espresos, sino inyectándose café americano, metadona infusionada en el desprecio de los camareros italianos. Pero hoy es un día raro, lo primero que vemos por la ventana son los paisanos que se distribuyen entre las mil iglesias al toque del Domingo de Ramos, en las que les reciben pequeños sanjuanes provistos de palmas, mientras en los puentes florecen como setas africanos que, habiendo conquistado la costa de manera diferente, venden sueños y bolsos falsos. Se cuidan bien de los carabinieri que miden con escuadra y cartabón el radio al que pueden acercarse los chavales negros a San Marcos.

La jornada es todavía joven, ácida, durará unas pocas horas y lo verás en tus fotos. Tiene el frescor del futuro, de promesas de recuerdos. Las horas despejan la niebla y le quitan el velo a Santa María de la Salud elevándola deliciosa unos milímetros por encima del Gran Canal. Los restaurantes ofrecen desde las diez de la mañana desayunos, martinis y spritzs. No es comida lo que venden, sino la alegría de un azul intenso en terrazas con vistas al muro de tu facebook. Se oyen campanas avisando del último toque para la misa de las once, las mujeres, si venecianas llevan un ramo de olivo, si turistas, dos o tres.

Va pasando la mañana y el Domingo de Ramos en el Véneto se dobla sobre sí mismo, volviéndose caluroso y pesado, ralentizándose como cualquier otro domingo, justo a las 12 de la mañana. A esa hora la gente llega ya sudando por el puente de Rialto, alcanzando las decenas de iglesias del centro, donde, tentándose el bolsillo, considera que los seis o siete euros que cobran por la visita es mucho dinero y desecha mayoritariamente la opción de entrar; optan por las góndolas a 70 euros o por terrazas donde es el camarero el que decide el precio. No sabría decirte si la Crucifixión de Tintoretto, en la Academia de San Roque calmará tu hambre, sé que calma la mía. O al menos mi alma.

Tras semejante paseo queda poco que rascar. Sería estupendo comer bien, pero, para ser sincero, aquí me da lo mismo. Basta con cerveza fría y unas gafas de sol, evitando en lo posible los menús turísticos donde se despachan pescados vulgares, cocinados en exceso, mariscos de segunda categoría, Valpolicellas vulgares, boloñesas potenciadas con caldos industriales y pizzas descongeladas.

Casi es mejor no intentarlo siquiera. ¿Qué gastronomía admitiría comparación? Seguramente ninguna. Como no lo harían la arquitectura, la zapatería o la ingeniería actual. ¿Cuánto dinero y tiempo costaría construir cualquiera de las decenas de maravillas que colman Venecia?, ¿quién invertiría en tales despropósitos de hermosura? Cualquier obra moderna del hombre parece, comparada, hecha con premura y vulgar.

El día madura, llega la sobremesa y la digestión pesa mientras se arruga la luz. Venecia se hunde sin remedio al ritmo lento de las horas de la tarde, aguardando una de las últimas funciones de sus farolas rosadas. Tiene fecha de caducidad como todo lo que merece la pena, como la vida.

Cuadro que ilustra: Night Gondola de Elizabeth Osborne

17/2/10

Calor

Hay ocasiones en las que sueño con cocinas, ocasiones estupendas en las que me enredo entre fuegos, desde la serpiente roja e industrial de la vitrocerámica hasta la llama de la leña. Floto entonces entre platos deliciosos y mi subconsciente recurre a los guisos humeantes que, en mi imaginario, se sirven desde el puchero recién despegado del fogón. Siempre en temporada invernal, claro, porque el verano me produce desgana; el calor ya no acaricia mi barba lleno de aromas, sino que cae desde el cielo seco, llovido y duro como un mazo.

El calor es una de las decenas de maneras de transformar la materia prima, quizá la que fue la primera en el tiempo. Hemos aprendido recientemente cómo las proteínas de los alimentos van modificando sus estructuras, adquiriendo texturas diferentes -así lo ha documentado el físico y químico Hervé This en sus libros. Aunque sea subjetivo y de difícil demostración -todo llegará-, a todos se nos ocurre que también se desarrollan olores y sabores diferentes -la insipidez se acentúa a temperaturas bajas-, y así pues funciona como ingrediente esencial, una llave maestra que regula la amplitud de los sabores. De la misma manera que uno no se bebería un gran vino tinto a cinco grados, espera que cada alimento llegue a la mesa a la temperatura óptima -no es lo mismo un steak tartar que una sopa de cocido- , aquella que el cocinero considere oportuna. Cuestión ésta, por cierto, que mide su talento.

Por desgracia de tanto en tanto toca una de esas comidas donde los platos llegan fríos a la mesa. En mi opinión se trata de algo inaceptable en las grandes cocinas, normalmente diseñadas para que la separación física entre la cocina y la mesa sea la adecuada y los platos jamás lleguen fuera de temperatura. Los minutos que el plato pasa en la cocina, desde el último toque en cocina, hasta que se sirve en la sala, son una buena evaluación de la finura en el engrase de los mecanismos de un restaurante. El colapso en cocina lleva a tiempos de espera largos entre plato y plato; la saturación del servicio, a platos helados.

Debería estar en el manual básico de un buen camarero saber cuándo un plato no se puede servir, de la misma manera que el cocinero encargado de ese último momento, debe asegurarse de que ese intervalo de tiempo en el que el plato anda esperando, no sea demasiado. Ambos son responsables, por tanto. Hay pocos escondrijos para esconder la sincronización cocina-sala; el tiempo debajo de la salamandra -calor cenital-, debe limitarse al máximo y el microondas, salvo usos específicos, prohibido por su tendencia a calentar de manera disforme.

Del éxito al fracaso en una comida van veinte grados, o visto de otra manera, eso que siempre se ha llamado cariño en la cocina y el servicio.

13/2/10

En mis brazos


En mis brazos retozas. Mientras te ríes te cuento la pinta tan extraña que tiene un huevo frito. Me lo invento, claro, porque no hay nada tan raro como un huevo frito y yo no sé cómo contárselo a alguien que no sabe cómo es el color amarillo ni las cosas redondas, ¿cómo voy a conseguir explicarte lo aburrido que es el blanco?; te miento y me siento culpable. Compartimos un poco de chocolate y te explico que es negro, negro como el fondo de tu mirada. Y amargo, aunque eso hoy no te lo voy a explicar.

Me pides que te cuente cuántos sabores existen y yo te digo que para esto soy un desastre, que conozco muy pocos, ya te contaré de quién te puedes fiar. Hoy es la primera lección y como si fuera un maletín de sensaciones raspo para ti un poco de nuez moscada, un aroma de cilantro, mi favorito, el tomillo, el tufo residual de esa perdiz que quiero que conozcas, brava, que una vez fue de tu tierra, eras que te miran anhelando respuesta. Clases sabrosas que cuando seas mayor, me comprometo, irán desde los vinos más sencillos hasta los más exclusivos, la mayoría de ellos los probaré contigo por primera vez, no seré el mejor maestro. Pero intentaré que te hagan feliz, quizá porque sea lo único que pueda ofrecerte, yo no sé de otra cosa. Escribirás mi guía, la nota que vale, mi medida.

En mis brazos retozas, te burlas con inocencia y sigues sonriendo.

20/1/10

Penélope a lo garçon

Penélope venía contenta con su nuevo corte de pelo. "A lo garçon", le había insistido a la peluquera que intentaba colarle uno de esos peinados de revista de moda. Ésta finalmente, tijera en mano, había esbozado un gesto de resignación y accedido a cortarle la enorme mata de pelo castaño, resultado de muchos años de cuidados y de mañanas de sufrimientos en el peinado del amanecer. "Qué cómoda voy a estar", todo eran ventajas y se felicitó saliendo con paso firme de la sala de belleza.

Se dirigió satisfecha y feliz a su restaurante favorito a celebrarlo. Mirándose en cada espejo se alisaba la falda y se rozaba la graciosa melenita, que meneaba coquetamente delante del cristal de cada escaparate. Así entró, con sonrisas y saludos al personal, que ya empezaba a afanarse en el servicio de la comida. "Su mesa, señora", el jefe de sala de blanco y negro riguroso la sentó en su rincón favorito -era una cliente VIP-, donde, sin necesidad de pedirlo, a los treinta segundos ya se había servido una copita de manzanilla y unas aceitunas exquisitamente maceradas.

Penélope decidió acicalarse un poco, no se cansaba de mirarse. Por el camino saludó a una de las camareras, una niña joven que le caía especialmente bien, "está usted muy guapa, señora" le dijo sonriéndole. Fue un segundo, algo rápido, pero se dio cuenta de que le había mentido. La chica había pronunciado las cinco palabras con una sombra en los ojos mientras bajaba la mirada, un reproche apenas perceptible. "Es demasiado joven, no tiene estilo, normal que no lo aprecie", musitó lanzándose un beso al espejo del baño, mientras se atusaba el pelo en la nuca.

Volvió a su mesa y, tras elegir un buen chablis, empezó a disfrutar de la deliciosa ensalada templada de cigalas con trufa de invierno. Al tercer bocado volvió a notar una nueva mirada extraña, esta vez la de otro de los clientes habituales que, con una expresión socarrona, susurró algo al oído de su acompañante, sin apartar la vista de sus hombros, donde ya no caía melena alguna. "Más vino", exigió. "¿Me ponéis más vino, o me tengo que levantar yo?", exclamó treinta segundos después en un tono de voz demasiado elevado. Ya había sido suficiente, "retiradme el plato" le dijo al jefe de sala en voz queda, él no le miraba de manera diferente a otras ocasiones, pero ella pensaba que la estaba juzgando. "¿No le ha gustado?" le preguntó extrañado ante el plato a medias de comer. No le respondió, sólo le pidió con fiereza más vino y empezó a fijarse en todos los detalles que, en realidad, le desagradaban del restaurante.

Como si le hubieran dado el don de la vista de repente, se percató de que eran demasiadas las cosas que no le gustaban. La ensalada le había parecido esta vez demasiado vulgar, las paredes olían a tabaco, el vino estaba demasiado caliente y la decoración era espantosa. El ambiente se volvió agobiante, caluroso. "Dios mío, ¿Por qué me he cortado la melena? ¿Por qué?" gimió hacia dentro desesperada. Acabó con la comida abruptamente, pagó y dejó apenas unos céntimos de propina. Apartó la silla de un golpe al levantarse y se marchó sin despedirse, ante la mirada incrédula del servicio de sala. A su espalda imaginaba susurros y risas de gente que se mofaba de un corte de pelo antiguo y ridículo.

Corrió cien metros más allá y empezó a llorar desesperada. Juró no volver nunca a semejante antro, Madrid entera sabría el repugnante sitio en el que se había convertido, mandaría una opinión demoledora a cada uno de los periódicos que conocía hasta conseguir que se publicara. Se enjugó las lágrimas y levantó la cabeza, dándose cuenta de que se había parado delante de una tienda de ropa con un enorme espejo. Allí vio a una mujer fea y vieja. Una figura anacrónica con un peinado a lo garçon.

Cuadro que ilustra: Marguerite Kelsey de Meredith Frampton

Nota: Título inspirado en el cuento de F. Scott Figzgerald, Bernice a lo garçon

14/1/10

Miércoles de enero

El limpiaparabrisas automático de mi coche no sabe a qué velocidad barrer. No hay patrón o rutina en esta lluvia racheada y lo despista, ahora con una ráfaga violenta, ahora una cortina fina e imperceptible. El invierno está empezando a resultarme especialmente pesado y oscuro; falta de costumbre, supongo.

"Oh-oh-oh-oh, caught in a bad romance...", canturrea una rubia en los altavoces mientras esquivo coches en el centro comercial. Las ruedas mojadas gimen en cada giro, la gente se pelea por cada sitio como si fuera una trinchera y los cedas al paso se vuelven invisibles bajo la avalancha de la desesperación de conductores que matan por cinco minutos y dos metros.

"You and me could write a bad romance...", tatareo yo, evitando la planta de las rebajas como la peste. El supermercado del centro comercial es un invernadero perpetuo, la negación absoluta de las temporadas, cementerio inmutable. No sólo es que jamás varíe la disposición física del género, no; me refiero a que los productos son idénticamente iguales día tras día, o al menos lo parecen. Alcachofas con las hojas abiertas, clones de piñas con las hojas secas, besugos gemelos, el mismo tamaño, la misma mancha, el mismo ojo a punto de enturbiarse para siempre. En verano florecen en la estantería de verduras las setas shiitake, de la misma manera que, incluso en el enero más frío, los pimientos del Padrón jamás faltan a su vera, impecablemente verdes y lustrosos.

No hay nada menos apetecible que su pescadería. Apenas hay variedades y los ejemplares de captura más interesantes -siempre los mismos: rape, corvinas, meros o merluzas- tienen un precio que supone una condena de oxidación pública durante cuatro, cinco, seis días, hasta que un alma incauta decide darse un lujo. Las especies de piscifactoría, más asequibles y frescas, requieren de un gran cocinero que sea capaz de exprimirles un alma que no tienen. Así que mejor huir a la estantería de la carne, criada con diferente pienso, pero igualmente criada. Entre decenas de pequeños paquetes hoy hay una novedad: el jarrete viene con su hueso. El hueso es la promesa de un buen fondo, de un guiso caliente que espante la sensación de que este miércoles por la noche del invierno va a ser igual que demasiados otros.

Dorar la carne y especias, cortar verduras, tostar, desglasar con vino. Boyle-Mariot y la olla rápida cumplen sin compasión con su labor de apisonadora y a los cuarenta minutos la carne aparece humeante y melosa, sin la textura mantecosa de las versiones hechas con mimo, quizá demasiado deshilachada. La cocina huele a cebolla dulce y ajo, a carne de segunda en todos los sentidos. Todavía así soy feliz de que, al menos, mi cuchillo se deslice por la pieza como si fuera mantequilla y de que el colágeno no se haya consumido.

En la cocina hace calor y el humo que sale de la olla empaña la ventana. Apenas me deja ver los restos de hielo y nieve que remolonean en el suelo, resistiéndose a desaparecer.

Cuadro que ilustra: Ciudad y niebla de Raquel Sáez Fliquete

1/1/10

Se irán


Apura el penúltimo sorbo, dejando los labios pegados al cristal fino y templado, la tarde lleva en el útero un feto de noche negra. Recorre con la mirada la sala, las mesas de las seis de la tarde impecablemente montadas. "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais", dice su mirada. El armañac resbala por la comisura de sus labios, confundiéndose con absenta milímetro a milímetro.

La luz se apaga. Del alma, la paloma, consomé del ave, volatería confitada, cocida al vacío y, finalmente, asada. "He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser", balbucea mutado en un albino borracho. El humo huye por los ventanales del restaurante, "naves en llamas más allá de Orión", el ballet del servicio se desdibuja lentamente, faisandé del 2012.

"Todos esos momentos se perderán en el tiempo". Le duele más alejarse de las galaxias descubiertas que dejar de descubrir nuevos lugares y ahí está el problema; con un punto de indolencia y rabia aparta la copa. El ambiente languidece entre la lluvia y la muerte del otoño, nuevamente de trufa y borgoña. "Hay otras constelaciones, pero no me apetece descubirlas".

El tiempo toca los timbales como un metrónomo, oxidando el pan. Migas ásperas como eras manchegas, desperdicio del penúltimo servicio. Le besa una clienta, entregada e ignorante, "nunca volverá a haber ningún sitio así". Decodifica cada textura, cada sabor, su concentración, sus aromas, intenta conciliar el color, el sabor, el aroma, la perfección. "Lo han transcrito mal en el libro de recetas, no saldrá bien". Se lleva en el último récodo de su memoria el porqué nadie lo conseguirá.

En la la orilla del mar, niebla y nada. Pureza, kaiseki. Sensaciones cortadas a navaja, como en sus platos. "Todos esos momentos se perderán en el tiempo". Como en un concierto de piano, na-na-na-na-na, los dedos dejan de golpear las teclas y la pieza se acaba, se cierra el libro de reservas. El perpetuum mobile tenía truco.

"Se irán, como lágrimas en la lluvia". Hora de dejarlo.

Referencias en negrita tomadas de la película Blade Runner.