27/11/09

Los inspectores

Los tres inspectores llegan con cara de cansancio de la presentación de su guía en sociedad. Despojándose del sombrero de ala ancha, las gabardinas y gafas de sol, aflojan sus corbatas y el cinturón del pantalón. Ha sido un año duro en el pequeño chalet de las afueras de Madrid.

Inspector1: Brrrrrrp (sonoro eructo). ¿Queda algún Alka Seltzer? El catering de la fiesta ha acabado por matarme.
Inspector2: Si ya te dije yo que tomaras Opiren, a quién se le ocurre comer pescado crudo sin un buen protector de estómago.
I1: Odio el pescado crudo. Vaya rebote que tenía el de Ca'Pinto conmigo, me ha reconocido y le he tenido que explicar que en un restaurante de tres luceros no se pueden tostar tanto las almendras del aperitivo.
I2: ¿Este fue en el que se quedaron sin jabón en el baño?
I1: El mismo. Les falta regularidad en la ejecución.

Se oye rugir por tres veces consecutivas la cisterna del baño. El Inspector3 se derrumba en uno de los sofás con cara de pocos amigos.

I3: Tengo el píloro hecho un asco. Yo creo que son las carrilleras, me he comido 864 este año. Además tengo mala conciencia por haberle quitado el lucero al Egutxi by Ramontxu y lo estoy somatizando.
I1: Odio las carrilleras. Oye, ¿Y por qué no se la has dado?
I3: Leí una mala crítica en Los Amigos de Ligasalsas. Ya sabéis, el blog más representativo e influyente del panorama blogogastronómico español.
I2: Unos cabrones es lo que son, nos ponen verdes. Podrían escribir sobrios.
I3: Sí, pero el tío tenía pinta de haber ido al restaurante y haberse comido la carta entera y hasta la servilleta. Ya iremos, si eso, este año. O el que viene, que está a tomar por saco. Además, Ramontxu se ha pasado el año de charla en charla por los foros gastronómicos, no ha pegado chapa en cocina.
I1: Hombre, ni el chef ejecutivo Pepe De Lucía, y le has dado tres a todos sus restaurantes.
I2: Para darle tres luceros a este tío no hace falta ni ir a su restaurante. De hecho, recuerda que no vamos porque es muy caro.

Se hace el silencio en la habitación y se oye, como un trueno, un portazo fuerte. El inspector jefe Benito Bueu entra en la habitación con una sonrisa de oreja a oreja.

Benito: Enhorabuena por el trabajo chavales ¡La que hemos liado!
I1: Ya te digo, les temblaban las canillas cuando has empezado a dar la lista.
I2: Yo creo que son masoquistas, uno de los periodistas lloraba de la emoción y todo; ha sido comunicar la lista, y salir corriendo a su ordenador a darnos caña en su columna.
I1: Sería estupendo si pudiéramos sacar la lista tres o cuatro veces al año.
I3: Brrrrrrrrrrpp (tremendo eructo). Me ha sentado fatal el risotto de verduritas.
I1: Odio el risotto.
Benito: Traigo buenas noticias, ya tengo el presupuesto del año que viene, podemos gastar 27 euros de media en cada comida.
I2: Hombre, Benito, con eso no podemos pagar ni el menú de degustación de Pizza Jardín.
Benito: Es lo que hay. Y así no os lo gastáis en vinos que este año he visto mucha factura con tintorros y aquí se viene a trabajar, no a ponerse tibio.
I3: Por cierto, nos tienes que aprobar el sobre de gastos, a ver si nos paga la central que llevamos seis meses de retraso.
Benito: Paciencia, paciencia, no sé de qué os quejáis, si tenéis el trabajo más bonito del mundo.
I2: Brrrrrrrrrrrrrrrrpppp (escandaloso eructo). En eso tienes razón, este mundo de la gastronomía es un páramo de buen rollo y dar tantas satisfacciones y alegrías es el trabajo más reconfortante del mundo. ¿Queda Alka Seltzer?

Los inspectores se van a la cocina del minúsculo chalet intentando calmar su irritado aparato digetivo. Benito, ya solo en la habitación, se frota sus manos gordezuelas mientras, moviendo marionetas imaginarias con los dedos, sonríe y rumia para sí mismo: "Sois unos pringaos. Estáis en mis manos".

11/11/09

Noviembre en Borough


Llueve con violencia en Londres. Alrededor de la abadía de Westminster se arremolinan grandes grupos de turistas, asombrados ante el espectáculo de un parterre con forma de ataúd gigante, picoteado por miles de pequeñas cruces de madera, una por cada británico caído por la patria. Son los días de la celebración del armisticio del 18, la penúltima gran guerra mundial; los veteranos de guerra reparten pequeños broches de amapolas a cambio de unas monedas. Durante la próxima semana, por cada dos mofletes rosados, una flor en la solapa.

Hace un frío húmedo, de esos que cala incluso cuando sale el sol. Éste, se despliega en haces de luz que agreden como crochets a la vista, pegan sin compasión, planos, casi horizontales. El día es ligero y se va en un suspiro, no llegan apenas las cinco, cuando en Regent Street, son ya las pequeñas bombillas de celebración navideña -o celta- las únicas que maliluminan. Se intuye al final de la cuesta -casi llegando a Oxford Street- el solsticio de invierno; el culmen de escaparates y rebajas entre espirales de turistas de bolsillos llenos de libras que chocan hombro con hombro.

El mercado de Borough, al lado de la catedral de Southwark, es el termómetro estacional perfecto, refleja con exactitud el frío y la lluvia, espejo de noviembre. En los mostradores hay un collage de alcachofas, endivias, acelgas, rebozuelos, boletos y setas de cardo. Pero sin duda el espectáculo principal es el gran faisandé en la plaza central del mercado: "Nueva temporada" anuncian con orgullo. En un tablón enorme cuelga cabeza arriba toda la volatería que conocía y alguna más: faisanes, pichones, perdices escocesas o becadas; impresionan los ojos negros de los conejos mirando al infinito, pequeños peluches que huelen a sangre, oportunidad que no tiene el corzo, ya decapitado. Una postal carnívora, aterradora y fascinantel, un cuento de Dickens capaz de traumatizar a un niño o a un vegetariano.

Hay un pub cerca, allí me siento y pienso -pinta en mano- que necesito las estaciones y el frío, las noches largas y negras iluminadas por neones; mirar dentro, afrontar mis fantasmas para poder echar de menos la primavera. Noviembre no es un mes sino un estado de ánimo. Quién sabe, puede que sólo sea una enorme sugestión, un recuerdo de algo que nunca ha sucedido o una escena de una película que he olvidado. El caso es que el calendario consigue que sienta el viento y la lluvia pinchando en la cara en cuanto humea el guiso de liebre en la mesa; incluso en Madrid, donde se suceden machaconamente los días de veinte grados.

Dicen que el norte de Europa hay otros otoños, los de siglos pasados, aquí ya imposibles. Noviembres de cielos cubiertos y oscuros, lluvias abundantes y hojas secas.