27/11/08

El ocaso


Hace demasiado frío como para plantearse buscar otra cosa. No tengo ganas de pensar, ¿Por qué no? Te he visitado decenas de veces en sitios diferentes: En Santa Cruz en Sevilla, en Santiago por Rosalía de Castro, en el Barrio de Salamanca madrileño. Hoy te vuelvo a ver en Barcelona, cerca de la Universidad, cerca de la Plaza de Cataluña.

Soy el único en la sala, el maitre lleva escrito en la cara el aburrimiento de los días sin faena, las paredes los tatuajes de los buenos tiempos: fotos autografiadas de Jordi Pujol, Joan Gaspart, Eva Nasarre, Vázquez Montalbán, incluso alguna con Cruyff y Maradona. En todas ellas estabas veinte años más joven, con arrobas de ilusión en los ojos. Es la tercera etapa de tu vida, lo tuyo al principio fue vocacional, cuando llegó el éxito te convertiste en un profesional, cuando desapareció la gente y dejaste de salir en las guías te convertiste en un superviviente. No le tienes miedo a la crisis, ¿Acaso podrían ir las cosas peor?

Sabes bien que un restaurante vacío es un fantasma, un esqueleto, nada. Pero te queda el orgullo de dar bien de comer, lo mejor que puedes a la poca gente que te llega. Unas sardinas escabechadas -duran mucho tiempo- y algunos platos que no pierden demasiado cuando se congelan pueden arreglar una situación. Quizá una perdiz, o un goulasch. Has oido hablar de técnicas nuevas que permiten conservar mejor la comida; a ti te da igual, has perdido la curiosidad. Nadie viene por aquí esperando una comida memorable. Si acaso estar cómodo y bien atendido y, eso, jamás se te podrá echar en cara.

Conversas conmigo, picas un poco del fuet que me has puesto de aperitivo; me preguntas sobre Gaig, sobre Gresca, sobre ese sitio nuevo donde hay miles de vinos, me cuentas que Freixá es un buen chaval, amigo tuyo. Me dices que pudiste ser alguien -¿Y quién no?-, que no se te ha hecho justicia. No entiendes de nueva cocina, sólo de buenos productos, las esferificaciones de judiones con chorizo te parecen peores que los judiones con chorizo y desprecias todo aquello que te esconde lo que tú siempre has ofrecido. Aprecias que te diga que me gusta tu cocina, te alivia mi falta de exigencia y ves que disfruto comiéndome la perdiz y que, ese Imperial del 87 que me acabas de abrir, me ha devuelto la sonrisa y el color a la cara; quieres regalarme el vino pero yo no te dejo. Por un segundo recuerdas la sensación, sí, esa sensación de alegría que tenías cuando empezaste y de tus manos se filtraba la felicidad hasta el comensal pasando por un plato.

Te agradezco la cena, la compañía, te echo un último vistazo, sólo se oye el rasras de la cucharilla rascando el fondo de mi vaso de café, una manía que tengo para asegurarme de que el azúcar se ha disuelto; ni siquiera los silencios son incómodos contigo, tu restaurante es un silencio continuo. Sé que necesitas el dinero, pero leo en tu cara que te da lo mismo, ya todo te da lo mismo. Has visto esta escena mil veces en los últimos diez años, los dos sabemos que no volveré.

Lo que no sabes es que yo sí recordaré esta noche toda mi vida. De fracasos, sabemos todos.

Cuadro que ilustra: Ocaso en la Ensenada de Exmounth, Calma chica del pintor John Martin

21/11/08

Galianos


Cuando en España había pastores, cuando hacía frío en otoño y más frío en invierno, cuando la economía era de subsistencia y se combatía la noche en el campo con sopas y con caza, antes de que la pasta nos llegara de China, antes de que Colón llegara a América, en los montes de La Mancha.

La base del plato, su hilo conductor, son las tortas cenceñas; pequeñas obleas de harina, sal y agua -sin levaduras, difíciles de conservar durante los viajes- cocidas en la lumbre y ahumadas en las brasas. Cuando tengamos a punto nuestro pan ácimo -que podemos encontrar ya hecho en algunos colmados castellanos y madrileños-, pondremos una olla con una perdiz, medio conejo, media liebre y un cuarto de gallina y cubriremos de agua. Ni que decir tiene que hablamos de caza batida en buena lid, a golpe de perdigón y de gallina vieja, dura y sabrosa. Coceremos cada pieza en su punto, añadiendo la sal que consideremos necesaria y guardaremos el caldo de cocción, que habremos reducido al menos hasta una tercera parte de su volumen inicial.

En su artículo "Los gazpachos españoles", Néstor Luján describe una versión extremadamente sabrosa y sofisticada de esta receta, en la que detalla que "la leña era de monte bajo –retama, romero, tomillo-, humosa y perfumada"; las resinas son pues, un ingrediente más. En la lumbre viva que nace de la leña, pondremos una sartén con un chorretón de aceite, unos dientes de ajo y dos cucharaditas de pimentón. Dejaremos que el pimentón se fría durante menos de un minuto y añadiremos el caldo de la caza, removiendo sin parar hasta que empiece a hervir. Cortaremos entonces un par de tortas en pedazos irregulares con las manos y las coceremos durante quince minutos, removiendo sin parar. A falta de Avecrem u otros potenciadores de sabor, se las apañaban para realzar los sabores con la casquería. Así pues, le añadiremos a la sopa unos higadillos escogidos de la caza, previamente majados en un mortero.

Finalmente comprobaremos que nuestra sopa tiene el punto de salazón correcto y añadiremos un golpe de pimenta negra molida, quizá un poco de nuez moscada y una ramita de tomillo o romero, todo ello con mucho tiento para no perder en un minuto lo que hemos ganado durante dos horas. Añadiremos la carne cortada en tiras finas y, apartando la sartén del fuego, dejaremos reposar nuestro guiso durante cinco minutos, para que las carnes entren en calor y la sopa no nos abrase.

Se llaman gazpachos gallegos, su etimología quizá nos lleve al término Caspa, refiriéndose a que se trata de un plato de restos, o galianos si recordara las transhumancias por los caminos romanos. Un guiso de gente que tenía tiempo y hambre, uno de los platos más sabrosos y complejos de la gastronomía española. En ese erial de pobreza y sol que es la meseta sur, donde Castilla es ancha.

Foto que ilustra: www.gallinablanca.es

El mercado de Borough


"Mind the gap". El soniquete se clava en el cerebro, nos avisa de que no metamos la pata en el espacio que queda entre el tren y el andén. Los trenes en el metro pasan cada dos minutos y con una puntualidad y educación a la que no estamos acostumbrados, el transporte público inglés nos lleva al mercado de Borough a la sombra de la catedral de Southwark. Son las doce de la mañana y la sorpresa para el español es mayúscula: se encuentra atestado de gente. Centenas de turistas que hacen cola en todos y cada uno de los puestos. Estómagos de culturas diferentes que entran en resonancia en cada puesto, todos intentamos calmar los jugos gástricos; nuestras hambres rugen en el mismo idioma.

El mercado me recibe con un queso soberbio, un Stilchelton de leche cruda de oveja que es sólo el preludio de lo que me voy a encontrar. Descuidado, dejándose querer por el turista, pero sin ceder una sola pulgada de calidad, cada uno de los puestos nos maravilla. Más tiendas de quesos con un Comté afinado delicioso que hace palidecer casi cualquier versión que recuerdo, a su vera el Gabietou, el Bethmale, el Ossau Iraty o el Salers de Buron, decenas; las sales gourmet aderezadas de Noirmoutier: orégano con riesling, especias picantes, hierbas aromáticas, ahumada. Mantequillas de un sabor intenso y cremoso, que casi había olvidado, las ostras de Colchister, etiquetadas por número -tamaño- y precio. Algunos puestos nos deslumbran con una variedad exuberante de panes: Rustin Rye, Pan au Levain, Walnut & Sundried Apricot, Malthouse Granary o el Rye Pumpernickel; no hay etiqueta en la que no ponga orgánico -un concepto que arrasa en Londres- y no será la única tienda donde suceda. Encurtidos, charcutería, hamburgueserías de carne de ternera madurada -es común poner el tiempo que la han tenido en la cámara. Un ambigú de tentaciones.

La parte final se vuelve más clásica, allí se exhiben multitud de verduras, ingredientes exóticos -chiles rojos y verdes, raíz de jengibre-, multitud de tipos de patatas etiquetados -King Edward, Ratte, Pink Fir Apple...-, hermosísimos cortes de ternera de mucha calidad como pudimos comprobar en varios de los sitios donde comimos o setas que sorprendente e independientemente de su variedad, se venden al peso. Como en París, encontramos que aquí es fácil encontrar cantidad y variedad de piezas de caza: grouse, pichón, perdiz o conejo.

Con unos pedazos de queso, embutidos sicilianos, panes y alguna que otra cerveza elegimos para calmar el apetito unos fish & chips -no sin antes haber probado uno de los perritos calientes de los puestos aledaños. Dispuestos a demostrar, a demostrarnos, lo horrible que es el concepto -son nuestros principios-, nos aproximamos al chiringo como corderos a punto del deguello, con prejuicios provincianos grabados a fuego de frases mil veces repetidas. Acurrucados bajo la sombra de la catedral, disfrutamos un bacalao rebozado jugosísimo y unas patatas fritas y acabadas con un golpe de vinagre sencillamente espectaculares; no sólo nos encontramos con una buena materia prima, sino que además tienen mano con la preparación. Borough te quita las telarañas gastronómicas de la cabeza a golpe de producto.

Mientras los turistas montan picnics improvisados en el cesped, el español abre un poco más los ojos y piensa en los meses que tardaría en descubrir todos los secretos de este mercado. Los trenes machacan el techo del edificio y hacemos una última visita a Vinópolis, la enorme tienda de vinos que está situada a unos metros, para descubrir que en el tema de ginebras, ellos ganan, allí están todas las que conocéis y muchas más. La selección de vinos no nos emociona y cuando empieza a caer el sol, cansados e impresionados por el espectáculo, volvemos a Picadilly de camino a Fortnum &Mason.

Despedidas de solteras con vestuario de Peter Pan, hordas de españoles y japoneses de shopping, pubs y más pubs repletos de grupos de ingleses bebiendo pintas en la puerta, un nervio eléctrico que cruza Rengent's Street. Suena aquí y allá un himno de Coldplay sincopado a ritmo de campanas, coros y violines que bate una y otra vez nuestros oídos hasta que le pone etiqueta a nuestros recuerdos, a Oxford Street. Londres es un chute de vida.

Koy Shunka



Llegar a Barcelona en avión un día despejado le levanta a uno el ánimo, con una maniobra de ciento ochenta grados, el avión se desliza sobre miles de perlas mostrando un sinfín de calles delineadas con escuadra y cartabón, empotradas en una jaula de mar y montaña. Muy cerca la Ciudad Vieja de Barcelona va cambiando día a día, empapada por el turismo y la inmigración, se mueve cada segundo sin que nos demos cuenta. Sólo el gótico, hermoso e inmutable, se resiste a esta ósmosis forzada por el dinero que unos traen y otros necesitan. Entre miles de bares de tapas –palabra fetiche en la gastronomía barcelonesa actual de más baja estofa- se encuentra una taberna japonesa, Shunka.

Cuenta la leyenda que Ferrán Adriá, intentando encontrar un buen atún, acudió temprano a su puesto favorito de La Boquería y se encontró que ya no quedaba. Tras varios días e intentos fallidos, Ferrán descubrió que Sam, dueño de Shunka, madrugaba más que él y comenzó a visitar su barra con asiduidad. Después de varios años de éxito y colas en las reservas, Xu Zhangchao (Sam) y Hideki Matsuhisa han decidido a abrir una sucursal a pocos metros, en la calle Copons, el Koy Shunka, un local luminoso que pivota sobre una gran barra rodeada por unas pocas mesas, donde los cocineros, la mitad japoneses y la otra mitad chinos, se esmeran en una performance gastronómica, un ballet de cuchillos y fogones. Ahora desespinan un pescado, luego marcan una carne a fuego vivo, y después cortan con una precisión de cirujano una caballa. La barra está adornada por los pescados y mariscos -impecable presentación y frescura- y recuerda más que nunca a los mostradores de las marisquerías gallegas.

El menú Hideki -75 euros en octubre del 2008- comienza sazonando nuestro paladar con unos doritos naturales, flor de loto frita con alga combo. Sigue con un estupendo bonito con tomate y lascas de bonito seco acompañadas de tomate; el bonito seco, con una pinta de boniato que impone, es la sexta marcha del plato, un potenciador de sabor salvaje. Llega la ostra Gillardeau con nanami togarashi –una mezcla de guindillas japonesas-, un chupito de mar con textura mórbida y posgusto picante, delicioso. Tras el subidón que supone nuestro primer chute de yodo viene el nido de huevo al vapor con boletus, el caldo potente y concentrado es lo mejor del plato y merece la pena beberlo como si de una sopa se tratase.

Oímos cantar Hideki –simpático e hiperactivo- la salida de unas esconpinyes y nos relamemos porque los berberechos que vemos en la barra son dignos de un rey. Nos sirven en lugar de estos unas almejas de buen tamaño que vienen en una cama de sal, envueltas en llamas. Los bordes de la almeja se caramelizan y ahí se para el tiempo, una salsa de dashi, mirin y sake con el jugo de la almeja levanta el susurro quedo del tendido. Viene ahora la caballa con higos, un milhojas de pescado azul en la que el dulzor del higo compensa la salsa de soja; nada es igual después de las almejas.

Me decepciona el tartar de toro, calamar y erizos, el erizo se parece al de febrero como el Ronaldo de hoy al del año 97, el corte del calamar salva con dificultad el plato. Más decepción con la sopa de setas, un caldo insípido en el que flotaban algunas setas cocidas. Ni textura, ni sabor. Mucho mejor el salmonete con espardenyas y vainas, los lomos macerados en pasta de soja, sake y mirin que modifican su textura a cambio de hacer el sabor más complejo; no se puede tener todo en la vida. Magníficas las espardeñas que lo acompañaban, aunque empezamos a detectar que los platos pasan demasiado tiempo detrás de la barra antes de llegar a nuestros palillos y la temperatura sufre.

Y aparece la estrella, bogavante en tres preparaciones: un sushi con la cola, un caldo con la cabeza y un salteado con la carne de las patas. La misma técnica que conocimos en el Shunka y que allí recuerdo aplicada a la cigala real. Mala cosa es que el bogavante no sepa a bogavante y ninguna de las tres preparaciones recordaba a este animal. Sushi de toro a la plancha con cabeza de gamba roja y cola de gamba roja y un pescado que no identifiqué, la cola tenía demasiado wasabi y volvía a perderse en un mar de picante -si uno quiere apreciar la gamba, que para todo hay gustos-, al pescado también le sobraba jengibre; las especias y las maceraciones ganan por goleada esta noche. Acabamos con el tataki de ternera, de sabor largo y profundo, una maravilla de calor y textura.

La carta de vinos no deslumbra en la parte nacional y es curiosamente en la zona alemana y francesa donde ofrece sus mejores opciones –no demasiadas-, como ese riesling alsaciano Domaine Schoffit que le va al pelo a este menú. En cualquier caso se echan de menos más y mejores opciones en los espumosos franceses que serían de largo la mejor opción para esta cocina.

No hay apenas diferencias entre la cocina de Shunka y la de Koy Shunka y eso es a la vez una buena y una mala noticia. El entorno, la luz, una cubertería más bonita –también un precio superior- son los que justifican o no la visita, el producto es el mismo y las técnicas no han variado, un local por donde va a pasar a buen seguro el “todo Barcelona” gastronómico y donde si uno no lleva ideas preconcebidas se puede disfrutar de un auténtico festín.

Mientras subimos a acabar la noche en el Boada’s bordeamos la catedral, que en obras y entre telas que la cubren, nos enseña aquí un arco, allí un rosetón; quizá porque no sabemos lo que hay debajo o quizá porque lo recordamos, nos provoca y nos seduce con la expectativa de verla desnuda. Expectativas.

Koy Shunka
Tlf: 93 4127939
C/ Copons, 7
Barcelona