28/2/08

El mundo se calienta

Nada, que no llueve, maldita sea, cielo despejado un día sí, otro también; Al Gore y yo empezamos a sospechar que esto no es casualidad, que va en serio. Y el tema -que es preocupante por muchas otras razones-, se vuelve dramático cuando hablamos de lo realmente importante: el vino y la comida.

Algunos síntomas ya barruntaba porque en las últimas catas a las que asisto, la frase se repite insistentemente: “a pesar de los 15 grados de vino, el alcohol apenas se nota”. Pues hombre, depende, porque si tengo que meter la llave en la cerradura a la primera, después de beberme media botella, igual sí que se nota. Cosechas que se adelantan, vinos de mucha graduación, facilidad en el crecimiento de plagas –y claro, en el precio de los vinos-, maduraciones rápidas de la fruta –con la consiguiente modificación de glucosa, PH, taninos, etc-, un maremágnum de consecuencias que los aficionados más observadores están empezando a percibir en el vino español, que empieza a tener características muy definidas derivadas del cambio.

Si bien es cierto que en algunas zonas, donde las cosechas eran muy desiguales debido en parte a los excesos de lluvia y falta de calor –las Rías Bajas, por ejemplo- los vinos mejorarán, en la mayor parte de España los efectos serán negativos; porque aquí calor, nos ha sobrado siempre. Algunos bodegueros (Miguel Torres, por ejemplo) están tomando medidas y transplantando cepas a otras zonas más adecuadas –supongo que a zonas de más altura- y seguramente van a buscar mañas de todo tipo para proteger ese tesoro que es la uva, tapándolas, protegiéndolas del sol o abanicándolas si hace falta.

Pero no solamente lo notamos en el vino, los procesos migratorios se están parando –comparad la cantidad de becadas que se cazan hoy y las que se cazaban hace 20 años-, además habrá especies que migrarán hacia el norte. El bacalao se acaba en el Mar Báltico –una pena, sí-, debido a los más de cinco grados que la temperatura del mar subirá en los próximos años y la matanza del cerdo se atrasa en Galicia para poder disfrutar de algunos días fríos donde la carne se cure como se ha curado toda la vida. Ni trufa, ni setas por falta de lluvia, frutas y hortalizas sin sabor –y no hablo de las que se cultivan en invernaderos-, zonas devastadas por incendios donde la caza desaparece y mariscos menos sabrosos al crecer en aguas cálidas. No solamente va a hacer más calor, se van a extremar fenómenos como tormentas o sequías.

Suena catastrofista, pero la vida es así y por aquí es por donde van a ir los tiros. Es cierto que la gastronomía es lo menos importante en toda la cadena de cambios que vamos a vivir -antes del placer viene la alimentación y ahí va a haber consecuencias graves en las zonas menos favorecidas, se agudizarán la pobreza y el hambre. Pero un gastrónomo se caracteriza tanto por disfrutar por adelantado lo que le ha de venir, como por sufrir por lo que ya no podrá volver a paladear nunca más y muchas de las delicias que han formado parte del catálogo de maravillas gastronómicas de la humanidad, van a ser cada vez más caras y escasas.

Por si las moscas, aprovecharé los estertores de este descafeinado invierno madrileño y guardaré en ese armario de espacio tan escaso que se llama memoria, recuerdos de la trufa, la lamprea o las becadas. Por desgracia y en mi caso, no son imborrables.

24/2/08

El bacalao

Odio el bacalao. Camba lo llamaba momia pisciforme, Picadillo el terror de los maridos, el caso es que una solución de emergencia, impuesta por la religión -la Cuaresma- y el sentido común -la conservación-, se ha convertido en uno de los referentes gastronómicos más importantes de nuestra cocina.

Y la cosa es seria, porque pasamos como quien no quiere la cosa del cocido del gorrino, al del bacalao, de la morcilla, la costilla y el chorizo a los garbanzos, la espinaca y el bacalao; no me extraña que montemos semejante fiesta cuando empieza la cuaresma; en plañidera me convertiría en miércoles de ceniza.

Dicho esto, he de reconocer que si respeto alguna de sus versiones es sin duda la salada. El bacalao fresco, el insípido skrei y todos sus primos me aburren sobremanera, me recuerdan a aquellos que para ser algo en la vida han de tirar de apellido por falta de talento. Y ya que pasamos por aquí, me detendré en lo que considero la clave: el desalado, que es menor cuanto más nos alejamos de Madrid y que sufre un salto cuantitivo comparable a muchas otras cosas cuando nos adentramos en Lusitania, el auténtico reino del bacalao, mil una maneras de cocinarlo dicen que tienen nuestros vecinos.

Porque si en El País Vasco o en Galicia hay mucha afición, en Portugal el bacalao es una religión en sí mismo, ellos no necesitan de la Cuaresma para acordarse de que el muerto anda por ahí. No negaré de haber disfrutado de algún bacalao con natas -una lasaña de bacalao-, quizá haya apreciado el dourado con su huevo, puede que me comiera en algún descuido algún buñuelo, pero reconozco que su punto de desalado es absolutamente desproporcionado para mi paladar, me considero incapaz de apreciar el pescado debajo de la sal. Amarillo y deshidratado, se cura en sal fina y no en sal gorda como en España, y me parece muy difícil de apreciar sin un esfuerzo del interesado por entenderlo.

Magreando mis recuerdos sí recuerdo platos de bacalao que me he disfrutado: algún bacalao a la llauna o en sanfaina, la esqueixada, el ajoarriero navarro que no tiene nada que ver con el ajoarriero castellano, también conocido como atascaburras que puede ser delicioso y ligero, en tortilla jugosa y desmigado, es muy amigo del pimiento choricero o del ajo y tiene un secreto escondido, que es una gelatina que puede hacerlo elevarse varios metros cuando el cocinero monta la mayonesa más deliciosa: el pil pil que sólo es posible mejorar si uno se hace del Club Ranero. Casi en cada región española hay una manera de hacerlo, no es casualidad.

Conozco algún sitio donde lo bordan, quizá el mejor el Tras Os Montes madrileño donde han adaptado las preparaciones al gusto madrileño y pueden preparar un menú de degustación de siete platos que tumba al más pintado. Dado que lleva una primera preparación-en la sal-, considero acertada esa técnica tan de moda últimamente, que es el confitado en aceite de oliva. Una cocción breve a 60 grados hasta que las lascas se separen y nos pidan guerra, un puré de ajos con algo del aceite de oliva usado durante la cocción y quizá unas aceitunas negras me parecen una buena manera de reconciliarse con un pescado que, a lomos de los leoneses, bajaba a Castilla perdiendo cada día un poco de mar y ganando cada jornada un poco de sabor; pienso que un gourmet se distingue por su esfuerzo por probar y entender, yo, que ando al inicio del camino me he torcido y tengo que volver a intentarlo, tanta gente no puede estar equivocada.

19/2/08

Una comida satisfactoria

Hace unos meses, celebré una comida en un restaurante de cierto nivel. Con una ilusión bárbara, me acerqué al restaurante pensando en todo lo que había leído y oído del sitio, según las crónicas aquello iban a ser las bodas de Canaán. El ágape me dejó indiferente, tan pronto salí por la puerta olvidé lo que había comido y probablemente un montón de esfuerzo por parte del personal del restaurante y de dinero por mi parte se había desperdiciado durante las dos horas que duró la comida.

Lo extraño no es que saliera frío como el hielo –comer mal es relativamente fácil en Madrid por más estrellas que alumbren al restaurante-, lo que no acababa de entender es por qué si todos los platos estaban bien acabados, si el producto era de primera calidad, si el servicio estuvo atento, si ni siquiera el precio me pareció excesivo, ¿Pero, por qué diantre no disfruté de la comida?

Si bien hay elementos exógenos, que son básicos para una comida satisfactoria, y que corren por parte del restaurante –producto, preparaciones, entorno, servicio educado y atento, si me apuran simpático-, hay un montón de cosas que por desgracia para los restaurantes, corren por nuestra cuenta: lo más básico, el hambre. ¿Cuántas comidas no se aprecian lo suficiente por falta de hambre? Ya se sabe que es la mejor de las salsas. Pero si rascamos un poco más encontraremos otros factores emocionales y físicos: el cansancio, el humor o nuestra capacidad de empatía; incluso la educación juega un papel fundamental en nuestra capacidad de satisfacción. El factor “nuevo rico” asola a los restaurantes, la exigencia por la exigencia, la insatisfacción permanente y la falta de agradecimiento trabaje como trabaje la sala y la cocina.

Descubro mirándome un poco más adentro un par de aspectos más que me parecen determinantes: las expectativas y la compañía. Manejar correctamente las expectativas es fundamental, somos diferentes y por tanto es posible que lo que a ti te haga disfrutar muchísimo a mí no me haga ni cosquillas. Por otro lado la gastronomía, la comida, se disfruta muchísimo más cuando se está acompañado de alguien que la disfruta como tú. ¿Cómo se va a disfrutar de la misma manera de un buen vino, si la persona que te acompaña no lo aprecia? Qué enorme satisfacción es compartir la mesa con alguien que disfruta de los más nimios detalles, de los matices más difíciles de encontrar, que encuentra esos tesoros escondidos dentro de los bocados que no se revelan fácilmente al resto de los mortales.

Como no disfrutar de una comida es algo muy triste, me propuse hacer una lista de los sitios que más he disfrutado en el último año –toda mi memoria gastronómica relevante, la demás ya no vale para nada- e intenté encontrar el porqué. Descubrí entonces un patrón común: sitios de no demasiadas mesas, con una atención muy personalizada en la cocina y la sala, donde además el cocinero juega con cierto riesgo en las propuestas, pero siempre con buen producto. Si la bodega es amplia y bien elegida mi sonrisa aumenta en unos cuantos grados, si la sala me trata con simpatía y si, además, yo estoy predispuesto, se garantiza el éxito. También descubrí lo muchísimo que valoro el buen ambiente con el personal de sala; por supuesto esto no es exigible, pero a mí me hace sentir mucho mejor.

Estoy seguro de que habrá gente a la que le guste el restaurante burgués, el fashion, el de producto, el de alta cocina o el oriental; quizá una combinación de algunos de los mencionados. Creo, en fin, que hay mucho que va de parte del restaurante, pero mucho otro que es cosa nuestra. Como para casi cualquier cosa, conocerse es importante.

14/2/08

Una cata de vinos del Ródano

La Unión Española de Catadores ha decidido con buen criterio en mi opinión, organizar un conjunto de catas de añadas extraordinarias; y para esta ocasión nos reunimos para dar buena cuenta de unos vinos del Ródano del 99, una añada mítica. Pero lo primero es lo primero y toca tomarse una cerveza que limpia el paladar y sacia la sed –porque a las catas hay que ir sin sed-, en la cervecería Quevedo aledaña, donde la señora que atiende tiene a bien ponerme un pincho respetable –porque a las catas hay que ir con el estómago forrado. No hay como los atardeceres en esta costanilla de Lope de Vega con vistas al Retiro.

El Ródano o Rhône, es un río que nace de Suiza y recorre Francia de Norte a Sur, pero además y sobre todo, para los amantes del vino, es la cuna de la syrah. Esta uva, de moda en España en los últimos años y sobre todo en La Mancha es una variedad camaleónica, parece adaptarse bien allá donde fuere; sin embargo sus sabores a aceitunas, a bacon, pueden llegar a ser desagradables para el primerizo. No es una uva discreta precisamente y necesita de un aprendizaje, de un camino anterior para llegar a disfrutarla. Cuando la tipicidad se impone, cuando la syrah saca el mazo de su sabor, si además el productor concentra su gusto, se obtienen vinos ricos pero excesivos y se me ocurre como por ejemplo el jumillano Valtosca que aturde por su contundencia.

En "la Rhône" –la de paseos que me habré dado a su vera por Lyon-, hay dos zonas bien diferenciadas, el norte y el sur. Los vinos de ambas zonas, más allá de la uva (uvas, porque aunque la syrah predomina, utilizan hasta seis castas), tienen bastante poco en común. Los primeros atlánticos y los segundos mediterráneos, si fuesen mujeres y simplificando, yo diría que los primeros serían del tipo "Audrey Hepburn" y los segundos "Sofía Loren"; elegancia y voluptuosidad.

Durante la cata, magníficamente dirigida por Luis Gutiérrez, colaborador habitual de Elmundovino, aprendimos que hay muchas denominaciones de origen, algunas míticas como Châteauneuf-du-Pape, Saint Joseph o Crozes-Hermitage, aprendimos que los vinos no se parecen nada a los españoles, que no pone "Vino del Ródano" en la etiqueta -aunque así sea como los conocemos- y que en lo que hay que fijarse es en la D.O., que allí, la syrah tiene una personalidad única, bien definida y que cuando a la tipicidad se le suma el terruño –la mineralidad en este caso-, se obtienen vinos maravillosos. Un servidor, que odia las catas donde el director no pide impresiones sobre el vino, sino que dicta sentencias, reconoce el esfuerzo de Luis por hacer la cata divertida y didáctica, por utilizar conceptos sencillos y precisos que todos entendemos ("sabor a fritos", "tapenade", "uva negra"), y sobre todo por permitir que la gente participe sin miedo a equivocarse –las sensaciones, son las sensaciones, cada uno tiene unos ojos, una nariz y una boca- nos permitió pasar un buen rato donde, además los más ignorantes del terreno, aprendimos mucho.

De la cata me quedo con un Crozes-Hermitage de Alain Graillot, complejo, mineral, con mucho de ese bacon al que se refería Luis y con una relación calidad-precio espectacular porque anda por los 20 euros; una relación calidad-precio imbatible y un vino que si por casualidad vierais en una carta o una bodega deberíais comprar sin dudar. Y mientras el JL Chave Hermitage se nos escondía en un valle de cata, de esos tan extraños, que los vinos complejos -haciéndose de rogar- tienen a bien obsequiarnos mientras apunta al vinazo que va a ser ("le quiero no por el vino que es, sino por el vino que quiere ser"), el Jamet Côte Rôtie se mostraba espectacular en nariz, complejo y equilibrado en boca, fruta negra, matices animales -de los que gustan-, taninos ya muy domados, especias.... muchas cosas y todas ricas.

Hay un mundo entero ahí afuera, quizá no sea barato, pero desde luego es apasionante. Y una de sus estrellas, la syrah.

11/2/08

El día de los enamorados

Qué bonito es el amor cuando es puro y verdadero. Y dicho esto, el día de San Valentín me parece auténtico pestiño; tras esquilmar nuestros escasos recursos, las multinacionales han decidido que un mes es más que suficiente para volver a atacarnos por donde más nos duele: el bolsillo. Los estadounidenses, tremendos para estas cosas, son unos fanáticos de este invento, pero también es cierto, que a nosotros no nos hace falta mucho para dejarnos llevar por la mezcla de amor y consumismo que resulta un cóctel explosivo, irrechazable.

Cuando pienso en San Valentín, se me vienen a la cabeza Tony Leblanc y Conchita Velasco -era todavía una cría- en alguna película llena de juventud, cielos azules y optimismo; era una versión más pura de San Valentín, en la que con una horchata -ella- y una caña -él-, tomada al solecillo del retiro, iban que chutaban. Pero los tiempos cambian y ahora nos asatean desde las joyerías, las floristerías y... sí, también los restaurantes y hoteles.

Así pues y dado que no es cosa de soplar contra el viento, es el momento de reflexionar sobre cuál es nuestro plan. Los pudientes, podéis optar por reservar en la Torre Eiffel y su restaurante Jules Verne del empresario y antiguo cocinero Alain Ducasse, os saldrá por un pico, pero la ocasión lo merece. Si no os sentís con ganas de viajar a la ciudad más romántica del mundo, quizá os podáis acercar a Lavinia, donde Ange García se va a lucir y va a preparar, por ejemplo, un tartar de lubina con carpaccio de gamba roja y vieira marinada que se me ocurre que con el Pierre Gimonnet 1er Cuis no debe ser mala opción; por lo menos comeréis bien.

Si lo que queréis es extreme-romance en un sitio íntimo y coquetuelo, lo mejor es dejarse caer por el Genoveva de Barri y si recurrimos a los que saben -los italianos- podríamos dejarnos caer por el Ars Vivendi de Majadahonda, donde caso de conseguir aparcar, nos prepararán un menú Rojo -el color de la pasión- en el que incluirán platos como el milhojas de queso de cabra y fresas -qué manía con las fresas en estos menús.

Hay otras opciones más llamativas como el Ritz (si lo que se busca es lujo del de toda la vida), o De María donde con suerte te puedes encontrar a Marujita Díaz o al ex-novio de Ana Obregón -y puede que te quedes sin pareja porque las comparaciones son odiosas.

Yo os aconsejaré una última opción, mi favorita: cocinad para vuestra pareja. Poned dos velas, comprad unas flores, abrid una botella de un buen vino y cocinad lo que sepáis, ya sea sencillo o complejo, caro o barato, que a buen seguro no va a importar, porque creo yo, cocinar para alguien, es un acto de amor.

7/2/08

Sumilleres

Leía en uno de mis escasos ratos libres la semana pasada, que Roger Viusà, sumiller del restaurante Moo había ganado un concurso internacional de sumilleres. Identificar un vermut a temperatura ambiente, corregir añadas equivocadas de espumosos y exámenes prácticos del servicio del vino compusieron un reto que a mí me parece inabordable.

Estos concursos, auténticas gimkanas de la organolepsia, se parecen bastante poco a la vida real. En la vida real a mí me pueden colar añadas, uvas y si me apuran, denominaciones de origen con total tranquilidad que no me voy a enterar; de lo que sí me voy a dar cuenta con total seguridad es de si lo hacen con una sonrisa y de una manera agradable. La empatía, el saber con quién estas tratando y hasta donde llegan sus posibilidades económicas y su amor por la enología es un activo bastante más importante que saber si se trata de tal o cuál vino, de si está más o menos oxidado, de si el año pasado hubiera estado mejor o de si la acidez se diluye a velocidad de vértigo.

He conocido maravillosos jefes de sala y sumilleres en mi vida gastronómica. Custodio, Xoan Cannas, Mateo Gelado o José Carlos de la Fuente, tantos y tantos que me han guiado en la selección y me han enseñado a disfrutar del vino. Y a todos ellos les distingue algo: la sonrisa y la afabilidad, gente que no busca apabullarte sino ayudarte, quizá les vaya el sueldo en ello pero no te atacan el bolsillo como tenderos venecianos. Porque además seamos sinceros ¿Cuántos vinos con algún defecto, que no hubiera sobrepasado una cata nos hemos bebido? Miles, y si es con callos, millones.

Disfrutaba hace unos días de unas tapas en la barra de un afamado restaurante madrileño donde todo eran excesos enológicos, copas Schott-Wiesel, amplia selección de vinos, correcta temperatura y además buena cocina, (excelente de hecho). Tan frágil, tan inestable es la felicidad del comensal, que tres malos detalles del camarero que nos servía el servía el vino me torcieron el gesto, acabaron con la magia, y lo que es peor -sobre todo para ellos-, redujeron la propina a la mínima expresión.

La sumillería es un arte de seducción, una clase de enología y un ejercicio psicológico al tiempo. El sumiller es el tipo que abre el fuego, es una actuación, donde la sencillez y la humildad se hacen gigantes, donde la soberbia es el principal enemigo y donde una buena capacidad pedagógica vale mucho más que cien medallas de oro y doscientos campeonatos del mundo.

En una sociedad que está hambrienta por aprender sobre vinos, de ser capaz de entender por qué la pinot noir, la nebbiolo o la chardonnay son míticas, en la que el vino se ha convertido en una referencia de exquisitez y sofisticación, a ellos les corresponde ser parte de la correa transmisora de ese aprendizaje para evitar que el vino de la casa -el riojita- sea el rey, porque para ese viaje, no hacían falta estas alforjas.

Que se caiga una gota de vino en la mesa no me importa; siempre que sea con una sonrisa, claro.

3/2/08

Bar Casa Dani

“Los bares, qué lugares
Tan gratos para conversar.
No hay como el calor
Del amor en un bar.”

Chulo, castizo y gracioso, sin desperdicio en el verso, magro como su autor. El poema habla de futbolines, tragaperras y raciones de oreja, habla de un paseo por la calle Alcalá llegándose a Las Ventas en tarde de feria; quintos y humo, borrachos y estudiantes, de barras que no se ocupan, se conquistan. Como casi todo quisque en España, me he criado en bares llenos de trofeos ganados en sobremesas de mus y fotos futboleras en las paredes.

Ando muy delicado últimamente y no está mal lo de afinar el morro, lo que es malo, creo yo, es que tanta sofisticación me confunda. Es de aprendiz humilde, de pobre o de rico inteligente –y quizá de algunas de estas cosas juntas- el reconocer el trabajo y saber valorar una buena tapa, una cerveza bien tirada y por encima de todo, la simpatía en la barra. Esto también es gastronomía.

Me debatía ayer en estas disquisiciones, cuando caí en el bar Casa Dani, situado en el mercado de La Paz de Madrid al que se entra, entre otros sitios, por la calle Ayala. Su menú a 9 euros es imbatible –hay días donde no se come mejor en todo el barrio- pero eso es objeto de otra discusión, que hoy y aquí venimos a hablar de la estrechez de su barra, de sus platitos de paella, de su magnífica tapa individual de callos, de su oreja a la plancha, de sus chorizos criollos, de los impecables torreznos o de la tortilla que las señoras de la zona encargan para epatar a sus invitados; por la media de albóndigas peregrino. Este bar tiene tres virtudes obvias, producto de primera, el que compran en los puestos aledaños, unas cocineras estupendas –me da en la nariz que entre ellas la matriarca de la familia- y simpatía en la barra. Más de una vez me han levantado la materia prima -todavía les recuerdo lo de la liebre- y la han cocinado con una mano -ese intangible que se hace cuerpo en la mesa-, que sorprende al más pintado.

El localito está empotrado entre los puestos más interesantes del mercado, los platos salen humeantes de la cocina y no queda otra que ganarse la barra a codazos como Gasol se gana la posición en Los Angeles y defender a tu Madrid cuando el camarero, atlético empedernido –gente confundida-, hace la gracia de turno a costa de tus miserias futboleras. No suena el vals de Musetta ni hace falta una corbata, el Marca tiene algunas gotas de grasa pero la contraportada de Valdano se sigue pudiendo leer, mi botellín lleva adheridos unos pegotes de hielo que acaricio con mi dedo índice, deshaciéndolos –son los preliminares- y disfrutando por adelantado de ese placer, sagrado, imprescindible, que es el primer trago de la cerveza helada, el de la una de la tarde. Ponen tapita de las que merecen la pena por la cara.

La cocina calculo que debe andar en los 5 metros cuadrados, de allí salen unas patatas bravas incomensurables, calamares y pescadito frito con la harina justa, casquería de primera, sepias a la plancha adictivas y unas albóndigas que harían la delicia del más glotón. Este bar es de una especie que se acaba en favor de locales de falsos pinchos –falsos porque imitan y no consiguen- que no son ni un milímetro mejores, de franquicias aburridas; el percal se degrada a velocidad de vértigo.

Y aprovechando que paso por aquí y que dan los Goya en breve, utilizaré este atril para decir que antes de que el gran tsunami se me lleve, de que el cambio climático nos ahogue, de que se acabe el pescado salvaje o de que llegue la Cuaresma eterna –el peor de los castigos-, le agradezco a cada camarero que me ha servido un quinto helado de Mahou –hordas, miles, ejércitos-, su esfuerzo y dedicación, incluso aunque me haya obsequiado con el torrezno o la chacina más momificada, cosa que por desgracia, en Madrid ha sucedido demasiado a menudo y ocurre cada vez con más frecuencia.

“Pollo, otro bollo, no me tenga que levantar.
No hay como el calor del amor en un bar.”.


Pues eso.

Nota: Dedicado a Encantadisimo, una referencia y el mejor ejemplo de hasta dónde se puede llegar en un blog gastronómico.