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3/7/09

Restaurante Lafayette


En la zona norte de Madrid hay un desierto de persianas cerradas y avenidas anchas. Las Tablas se extiende casi fantasmal, como una alfombra de casas vacías, rellenando el hueco que había entre Madrid y la zona industrial de Alcobendas; decenas de urbanizaciones aprisionadas por la carretera nacional que va a Burgos y el antiguo camino de Fuencarral. Mientras vagaba por las calles de los alrededores buscando un bar donde tomar el aperitivo tuve la misma sensación que en la aldea del Rocío en agosto, parecía más un decorado de película que una zona donde uno espera cruzarse con gente en la calle.

Allí, donde menos lo esperarías, nació el año pasado un pequeño bistrot por el que a priori poca gente hubiera apostado: Lafayette. Sebastien Leparoux, sumiller y jefe de sala y Vicent Huber, jefe de cocina, quizá confiando en el público de las empresas más cercanas -entre las que destaca Telefónica y su gran ciudad, situada apenas a un kilómetro- abrieron este restaurante de apenas veinte plazas. Una sala coqueta y amplia, un par de personas sirviendo -e intuyo que un número similar trabajando en cocina- y una carta que anuncia sus intenciones desde el principio: a la izquierda platos en francés, a la derecha en español; cocina francesa de diversas zonas donde predominan los platos provenzales aunque Sebastien -risueño, apasionado del vino y orgulloso bretón- diga que hay un poco de todo.

El resultado es una rara avis en la gastronomía predominante -esa gastronomía única que comandan las carrilleras-, los platos están absolutamente fuera de modas, son casi siempre pelotazos de sabor mediterráneo que se compensan con un dominio milimetrado de la acidez, constante y controlado en cada plato. Así sucede sin ir más lejos con la ensalada de codorniz escabechada y trigo sarraceno, donde el ave de Las Landas saca un sabor profundo que ya no recordaba en esta especie, sobreponiéndose al ácido acético; o con el refrescante carpaccio de langostino marinado en mostaza y naranja. Es absolutamente sensacional su foie micuit, perfectamente desvenado, compacto, bien macerado y sabroso, con una materia prima otra vez muy por encima de lo habitual; estupenda y sencilla la pissaladière, la versión de la pizza del sur de Francia, que en este caso mece simplemente cebolla confitada y tapenade.

Vicent incluso se atreve con combinaciones complejas como es el caso de la terrina de sardina, en realidad una deconstrucción de una terrine, con un ratatouille envuelto por la sardina y una loncha de jamón, acompañados de una crema de berenjena y un riquísimo helado de albahaca. Es sorprendente lo bien que se trabajan los puntos de los pescados -no es el fuerte de la restauración media en Francia-, por ejemplo en el rape acompañado de colmenillas o en la caballa con navajas escabechadas. Es, sin embargo, con el delicado flan de conejo en tres cocciones donde la cocina vuelve a alcanzar un punto soberbio, con una piel laqueada que invita a la gula. Se puede acabar con una buena selección de quesos, pero yo recomendaría no perderse el clafoutis de cereza con fresas -suerte de tartita en la que la cereza deshuesada se hornea a la vez que la masa- si es que estuviera disponible.

La carta de vinos es mayoritariamente francesa con buenas opciones; así se podría empezar con un champán rosado de Claude Cazals, seguir con un Macon-Verzé de Domaine Leflaive o acabar con el estupendo Clos Rougeard, precios más que razonables que invitan a beber y siempre el buen consejo de Sebastien, que está orgulloso de enseñar y compartir su conocimiento y su bodega.

Como además de comer bien, se puede hacer a buen precio -entre 30 y 40 euros sin vino- el local se llena una y otra vez en los almuerzos de un perfil mayoritariamente profesional. Hoy viernes, en la mesa de al lado y tras discutir un buen rato sobre terminales móviles, servicios y productos, se hace por fin el silencio; sólo se oyen gruñidos de aprobación, suspiros satisfechos de unos cuantos ingenieros de telecomunicación ya cuarentones, que empujan cada bocado de foie con tragos del delicioso blanco de la Borgoña que Sebastien recomienda no tomar demasiado frío.

Cuadro que ilustra: Bistrot Dining at Crillon le Brave, Provence by Lindsay Goodwin.

Restaurante Lafayette
Dirección: C/Ages, Las Tablas (Madrid)
Tlf: 91 2606912

16/5/09

La Taberna de Viavélez


El agua estancada se pudre. A Madrid la zarandeamos, le exigimos, la ponemos en cuarentena mientras, impasible, sigue recibiendo su dosis diaria de sangre. La ciudad va recibiendo a buen ritmo la transfusión, hidratando su corpachón, haciéndose cada día un poco más compleja, un poco más difícil de entender. Se toma su dosis de vitaminas que la protegen contra la endogamia y la autocomplacencia, el pastillazo de diversidad y cosmopolitismo.

Hace un par de años largos Paco Ron, el fundador junto a Pedro Martino, Nacho Manzano y José Antonio Campoviejo del grupo NUCA -Nuevos Cocineros Asturianos- abrió en el límite de Tetuán con la Castellana -la arteria que divide Madrid en dos- La Taberna de Viavélez; un bar sencillo en la planta de arriba y un restaurante con unas pocas mesas abajo. Paco, madrileño de nacimiento, aficionado al rugby -como su amigo Pedro Martino- formado culinariamente inicialmente en Madrid -Cenador de Salvador o Dómine Cabra- y más tarde en sitios de postín -Can Roca-, tímido y autoexigente al máximo, venía desencantado de la experiencia en su aldea, Viavélez. No es difícil de entender, se había hartado de tirar pescado, de una cocina demasiado complicada que la gente no entendía, que necesitaba de demasiado personal en nómina y de procesos complejos y caros. Tenía una estrella michelín, sí, pero una estrella que no le trajo un negocio debajo del brazo.

Por suerte para los madrileños y tras muchas dudas eligió la capital. Los comienzos fueron titubeantes, por momentos desalentadores, Paco, desencantado se había dejado bastante más que un negocio en Asturias y las dudas sobre la cocina que podía ofrecer a Madrid, su desencanto, se plasmaron en el resultado durante los primeros meses. En su contra la incipiente e inesperada crisis, a su favor, la apuesta por un modelo de negocio que incluía un bar -del que se encarga su hermana Sara- donde ofrecía producto y algunas gotas de alta cocina, un modelo que distrae los números de los restaurantes y que, posteriormente, se ha extendido por el resto de España como vacuna contra la crisis a velocidad de vértigo.

El tiempo lo cura casi todo y poco a poco las cosas fueron cayendo por su peso, pesaba la calidad que era mucha y la propuesta fue madurando; además el bar funcionaba. La cocina empezó a posarse, al producto, apuesta primigenia, se le aunó una cocina cada día un poco más sofisticada, con una carta de vinos variada y ajustada de precios. Empezaron a aparecer platos que serán clásicos, primero fueron las patatas a la importancia, luego le siguió el emberzao -ligero, desgrasado-, finalmente uno de los mejores salpicones de bogavantes desde aquí hasta El Grove, marisco templado adornado por picotazos de verdura. Cocina a veces extremadamente sencilla, como en esos aperitivos que incluyen el salmorejo, la escalivada y las croquetas, a veces deliciosamente compleja, como la crema de foie, el goulasch con patatas y tuétano o el bonito con chocolate y jugo de pimientos. Y entre medias, versiones sofisticadas de platos tradicionales como la caldereta de cigalas o el bacalao con vizcaína.

La Taberna de Viavélez dio en la diana. Los últimos años dibujan un perfil claro del cliente madrileño: no desprecia la creatividad, pero ha de haber mucha de ésta para olvidarse de que el producto esté presente; exige un buen servicio, es conservador siempre que alguien no derribe de una patada la puerta para demostrar que lo que hace de verdad merece la pena. Al igual que los buenos equipos de fútbol se construyen desde la defensa, Paco Ron fortificó su casa desde la tradición y el producto. Con el tiempo llegó la confianza y con él la alta cocina creativa, cuyo único límite será el pequeño espacio que dispone para los fogones en la planta de abajo.

Yo quiero fusión, de la internacional y de la de aquí cerca. Fusión asturiana de la que disfruta este Madrid, duro, arisco, en el que, gracias a sitios como éste, vivo más feliz.

Restaurante - Taberna Viavélez
Calle General Perón, 10 (Madrid)
Tlf: 915 799 539

5/5/09

Jean Georges


“¿A qué planta van señores?” El ascensorista cubano del Tiffany’s nos sonríe con una mezcla de socarronería y amabilidad. “¿La tercera? La más popular entre el público”. En efecto, en la tercera planta venden la plata, casi lo único que en esta tienda puedo comprar con el límite de mi tarjeta de crédito, es el hueco que la tienda reserva a sus clientes más modestos, su línea de pret a porter. Estos cien metros son el sostén económico del resto de las plantas y por ello, el trato a sus clientes es preferencial y personalizado, tanto como unos metros más arriba. Mientras los primeros clientes desperezan a los dependientes, los rayos de sol, burlan a los rascacielos y se cuelan por las ventanas de la joyería, enfocando joyas de película allá donde explotan. Por el camino van dejando un rastro de polvo en suspensión, la luz de las diez de la mañana al final de la Quinta Avenida.

Unas decenas de euros más pobre, recorro los pocos cientos de metros que llevan hasta el Hotel Internacional Trump, situado en la esquina suroeste del parque, pisandouna alfombra de flores de almendro en el Central Park. En su interior se encuentra el restaurante Jean Georges, galardonado con tres estrellas michelín. Su propietario, Jean Georges Vongerichten, nacido en Alsacia, gestiona un puñado de restaurantes aquí y allá; Boston, Nueva York, Londres, Las Vegas, bares, bistrots y alta cocina. En el manual de instrucciones de su cocina se puede leer “cocina mediterránea con influencias asiáticas”, estamos ante uno de los pioneros en la fusión thai, un concepto que igual arrasa hoy Madrid que bullió en Nueva York hace veinte años, cuando abrió el restaurante Vong, la que fue la llave de su éxito.

Y allí nos plantamos, con zapatillas, camisetas, pinta de cansancio, sin reserva y con más bien pocas esperanzas de poder comer, atraídos por la excepcional oportunidad que supone el menú a veintiocho dólares -al cambio en abril del 2009, unos veintitrés euros, a los que habrá que añadir la bebida y las propinas. Con la posibilidad añadida de incluir cada nuevo plato del menú por catorce dólares o de rematar la comida con postres a ocho dólares. Será que hay viajes en los que todo sale bien, o será causa de la la tremenda crisis que también sacude Estados Unidos, la recepcionista nos conduce al momento, tras atravesar un bar lleno hasta los topes, a un comedor elegante donde todo, incluso la gente, está pintado de blanco y negro.

En efecto, se puede pedir a la carta, pero los camareros ofrecen sin preguntar el menú a todo el mundo, vienen detalladas aproximadamente diez entradas y veinte segundos, además de una selección de vinos por copas a un precio razonable; en cuanto entré me di cuenta de que el sitio no sólo era barato, sino que probablemente iba a ser el restaurante con manteles de tela más barato que iba a pisar en la ciudad. Y así empezamos a pedir y pedir. Para arrancar unos ñoqui de queso de cabra con alcachofa caramelizada sobre una salsa ligera de aceite y limón y un foie brulee con mermelada de piña; ambos exquisitos, usaban el mismo truco, un sensacional manejo de la acidez y el dulzor. Estupenda y sencilla la ensalada de brotes verdes con espárrago verde templado, este último, por cierto, un ejemplar espléndido y muy equilibrado el pastel de cangrejo con espárrago, mostaza y crema de melón.


Me pareció sin embargo complicado el halibut a la plancha con salsa de almendras, el excesivo amargor de estas últimas se llevaba por delante cualquier atisbo de personalidad del pescado, ya de por sí insípido. Mucho mejor las versiones haute cuisine de dos platos de andar por casa: estupendo el contramuslo de pollo abierto y deshuesado, cocinado a la plancha y acompañado de salsa de limón, bajo una costra de parmesano y bien acabado y presentado el solomillo con salsa de tomate con chili y patata asada. Altísimo nivel en ambos postres, el de chocolate y el de caramelo –postres temáticos con juegos en las texturas-, incluyendo en el primero quizá el mejor coulant de chocolate que haya probado y, finalmente, buenos y abundantes petit-fours: nubes de jengibre, vainilla y fresa y bombones y macarons variados.

A estas alturas el lector avezado se habrá dando cuenta de que de lo que describo es una cocina clásica, efectivamente de raíz francesa, con inclinaciones a eso que en inglés llaman “comfort food”, tradúzcanlo como “cocina para no molestar”. No hay una sola influencia asiática en la procedencia de los platos ni en las técnicas usadas, sí en las especias y quizá en alguna de las guarniciones: un poco de ruibarbo por aquí, jengibre, ito togarashi, todo tipo de pimientas. Los platos incorporan en pequeñas dosis –muy pequeñas- parte del catálogo de ciento cincuenta especias que el alsaciano se jactaba de haber introducido en el Vong. El tuneado se hace finamente, con tino y delicadeza, desviando levemente la atención, pero sin desreferenciar culturalmente al comensal. Más que sorpresas, el cliente encontrará una regularidad prodigiosa y un tratamiento cartesiano de un producto modesto, basado en la cocina más clásica, aderezado con ese je-ne-sais-quoi asiático que da glamour sin exigir un esfuerzo de adaptación gustativo excesivo.

No sé si fue una cocina rompedora en sus inicios, aquí y ahora, en Jean Georges se come estupendamente, pero -al menos en su versión pret a porter- no se camina por el lado salvaje de la vida. Nada que reprochar porque lo que hacen lo hacen muy bien, hasta John Lennon escribió discos burgueses y reconfortantes en los últimos años de su carrera; justo ahí, al lado.

Restaurante Jean Georges
1 Central Park W New York, NY 10023
Tlf: (212) 299-3900

29/4/09

Goodburger


Desde la última planta del Empire State se oye un ruido grave, de intensidad constante. Un rugido sordo que parece nacer debajo del suelo y que se distribuye por las calles de Nueva York rebotando contra cada pared, subiendo como el aire caliente, utilizando el cemento como una guía de ondas que une a toda la ciudad. A ras de suelo, el sonido apenas se percibe, el único signo de ese motor todopoderoso, seguro la turbina que mueve la capital, son unos tubos rojiblancos, unas sondas clavadas en las avenidas principales, que supuran el vapor de agua de la red del metro.

Volvemos recorriendo Broadway, hombros golpeándose y abriéndose camino, negros vendiendo tours completos por la ciudad, un tipo un poco más borracho que yo me grita mientras me señala un par de homeless, consciente de mi ignorancia: "No god in here man!", no god in here. Es difícil andar por Times Square; la turba se estanca y, como en un Commodore de los años 80, los anuncios, como putas, aparecen pixelados con exceso, con colores escandalosos, verdes, rojos y azules, M&Ms, Hershey's, La Bella y la Bestia y McDonald's. Nueva York es la elegida, la ciudad elegida, la luz y el color, el skyline, los flexos en las ventanas de los rascacielos y una marea de amarillo que amanece a las 9 de la noche cuando encontrar un taxi es más normal que encontrar una limusina, y encontrar una limusina más sencillo que un coche anónimo.

Cada rincón de Manhattan es una foto, Woody Allen parece más el resultado de una necesidad que un genio. Hasta la última hoja parece suplicar cámara y talento. La belleza anglosajona del Flatiron, el art-decó del edificio Chrysler o el hielo, a punto hibernar durante el verano de la plaza Rockefeller, son carne de blanco y negro. El cemento está ahí para el ojo sensible, se pasea gente elegante con gabardinas negras, flota humo, ruido y prisa y en el aire queda todavía una canción.

En el cruce de Lexington con la 54 está una de las sucursales de Goodburger. Según pone en el folleto de propaganda donde detallan su oferta de take-away, se trata de una escisión del Joint Burger, la pequeña hamburguesería situada en el corazón del hotel Le Parker Meridien, quizá, la mejor en su especie en Nueva York. Creía que conocía diez mil sitios como GoodBurger, antros en Alcobendas, Madrid, Barcelona, Londres, Roma o París. Lugares de mala muerte, llenos de empleados hartos de trabajar que descongelan, asan y sirven. A primera vista no es diferente. Luces mortecinas, mesas de plástico, dependientes con visera, gente solitaria y sola y una papelera donde se ha de vaciar la bandeja de los restos. Precios módicos.

Y sin embargo hay detalles. Detalles que se hacen con la situación, que hacen del sitio algo diferente. Todo está impoluto, de los baños a cada una de las mesas, el local huele sorprendentemente limpio. Y luego está el fuego. La llama se aviva con cada gota de grasa que cae e ilumina las caras de un par de chavales hispanos a la vez que, durante un segundo, acaricia la carne y la quema ligeramente, caramelizando las proteínas. Las piezas van saliendo de manera constante y se reparten con un grito seco: 'Thirty five!" y el cliente despierta de su espera, ansioso por recoger la mercancía. Hablamos, claro está, de unas hamburguesas extraordinarias. Dicen los expertos que la carne que usan no es especialmente buena. Qué sé yo. Lo que es de otra galaxia es el resultado, jugosas, ahumadas, con un regusto mineral, profundo, una delicia no especialmente grande, el total no debe llegar a los 200 gramos.

Acabo comiéndome como aperitivo todos los complementos que he pedido, el bacon, el tomate, lo que sea, todo sea por dejar libre la carne, para poder disfrutar a pequeños bocados de esa maravilla, para mí, la razón gastronómica más importante que maneja la capital del mundo. Puestos a acompañarlas, no debería olvidarse uno de los aros de cebolla que salen bien limpios de grasa de la freidora ni de una cerveza -seis opciones, entre europeas y locales.

Mientras cenamos un chico joven pasa un par de veces a recoger restos, a limpiar las mesas adyacentes, cuando hemos acabado, vacía las bandejas y deja la mesa limpia para el próximo servicio. Hace un trabajo espléndido, detallista, acaba bien todo lo que empieza. Lo hace concentrado y contento de trabajar, orgulloso de su trabajo. A punto de cerrar el local, recoge una bolsa con un par de hamburguesas y se sube en un scooter, rumbo al suburbio más allá de Queens. Apuro mi último trago de cerveza, me subo el cuello del abrigo mientras miro pasar un enorme coche de bomberos. Los gemidos de las sirenas se propagan por las calles como el láser en una fibra óptica y acompañan, durante un buen rato, nuestro paseo al hotel.

Goodburger
Manhattan- 636 Lexington Ave, New York, NY 10022, USA
Tlf: (212) 838-6000

7/12/08

Restaurante Piñera


El norte de la orilla derecha de Madrid me recuerda a mi primer trabajo, a Txistu y el Asador Donostiarra, a los años buenos de La Dorada. Al primer L'Abraccio y al inalcanzable marisco y pescado de O'Pazo. Entre toda esta tradición gastronómica, que retrata al comensal madrileño como ninguna otra zona de la capital, se encuentra el restaurante Piñera.

La primera referencia gastronómica española de gran nivel fue Zalacaín. Jesús María Oyarbide abrió este restaurante en 1973, unos pocos meses después del centenario del nacimiento de Pío Baroja, con Benjamín Urdiaín como jefe de cocina. Zalacaín alcanzó las tres estrellas en los años ochenta, fue el primer restaurante español en conseguirlo; la crisis del noventa y tres lo dejó temblando, tocado y con él un estilo de entender la relación con el cliente. La historia es larga, pero el empobrecimiento del servicio, dejó huérfana de Madrid, con pocas excepciones, no de grandes cocinas que siempre las hubo, pero sí de grandes comedores, de grandes servicios.

Piñera se cimenta sobre una de las últimas hornadas de profesionales formados en Zalacaín -mejor que nunca, me dicen-, el concepto lucha por perpetuarse, por sobrevivir. Jorge Dávila y Óscar Marcos en la sala han recogido el testigo y lo interpretan con un diapasón, un tic-tac, tic-tac, en el que no falta nada, un tic-tac personalizado que mezcla un fuerte nivel de empatía con el cliente, con dosis altas de profesionalidad. Sería mala cosa que el fantástico servicio eclipsara la cocina; no es así, oficia como jefe de cocina Óscar Portal, también formado en Zalacaín y asesorado por Urdiaín, que ofrece una cocina clásica, producto y ejecución, salsas bien trabajadas, puntos exactos, un riesgo bien calculado, regularidad.

Está muy rico el fondo de pisto con lomo de conejo y huevo a baja temperatura, el conejo es de campo, el fondo está bien conseguido y la yema está en su punto. Magnífico el huevo perigourdine -la salsa demiglacé hecha de foie-gras y a la que se le añade trufa picada- sobre tostada de pan brioche, estupendas las habitas con foie y huevo de codorniz -salsa bien ligada-, magnífica, sabrosa, la becada asada jugosa, a la que -por poner un pero-, se le podría exigir una salsa de sus intestinos que la pondría en la órbita de las mejores de Madrid -Arce, Horcher o Alboroque. Perfecto de punto el mero negro con rebozuelo, soberbia la perdiz estofada, acompañada de su jugo y garbanzos y uno de los mejores steak tartar de solomillo de vaca de Madrid.

El nivel es alto y constante desde el aperitivo de puerro con atún escabechado hasta las crepes suzette, no hay altibajos; el servicio de estas crepes, "a la rusa", en un gueridon que se acerca al cliente donde se empapan y flambean las obleas, es un paradigma de lo que es el sitio, da una idea del impacto final de la sala en lo que llega a la mesa. A la carta de vinos que es de primerísimo nivel -especialmente en la parte de pequeños vignerons de champán- que ha diseñado el sumiller Mario García, hay que añadir además un buen café y una carta de destilados bien surtida.

La primera vez que comí en Piñera, sentado solo en una mesa, conversé con otro cliente que también comía solo, un cliente habitual. Le pregunté por qué repetía: "Me siento como en casa", me dijo. Tradición, alma y ganas de hacer bien las cosas, por eso Piñera es uno de los mejores comedores de Madrid.

Restaurante Piñera
c/ Rosario Pino, 12 (Madrid)
Tlf: 91 425 14 25

Cuadro que ilustra: Sala de Comedor de Paul Signac

21/11/08

Koy Shunka



Llegar a Barcelona en avión un día despejado le levanta a uno el ánimo, con una maniobra de ciento ochenta grados, el avión se desliza sobre miles de perlas mostrando un sinfín de calles delineadas con escuadra y cartabón, empotradas en una jaula de mar y montaña. Muy cerca la Ciudad Vieja de Barcelona va cambiando día a día, empapada por el turismo y la inmigración, se mueve cada segundo sin que nos demos cuenta. Sólo el gótico, hermoso e inmutable, se resiste a esta ósmosis forzada por el dinero que unos traen y otros necesitan. Entre miles de bares de tapas –palabra fetiche en la gastronomía barcelonesa actual de más baja estofa- se encuentra una taberna japonesa, Shunka.

Cuenta la leyenda que Ferrán Adriá, intentando encontrar un buen atún, acudió temprano a su puesto favorito de La Boquería y se encontró que ya no quedaba. Tras varios días e intentos fallidos, Ferrán descubrió que Sam, dueño de Shunka, madrugaba más que él y comenzó a visitar su barra con asiduidad. Después de varios años de éxito y colas en las reservas, Xu Zhangchao (Sam) y Hideki Matsuhisa han decidido a abrir una sucursal a pocos metros, en la calle Copons, el Koy Shunka, un local luminoso que pivota sobre una gran barra rodeada por unas pocas mesas, donde los cocineros, la mitad japoneses y la otra mitad chinos, se esmeran en una performance gastronómica, un ballet de cuchillos y fogones. Ahora desespinan un pescado, luego marcan una carne a fuego vivo, y después cortan con una precisión de cirujano una caballa. La barra está adornada por los pescados y mariscos -impecable presentación y frescura- y recuerda más que nunca a los mostradores de las marisquerías gallegas.

El menú Hideki -75 euros en octubre del 2008- comienza sazonando nuestro paladar con unos doritos naturales, flor de loto frita con alga combo. Sigue con un estupendo bonito con tomate y lascas de bonito seco acompañadas de tomate; el bonito seco, con una pinta de boniato que impone, es la sexta marcha del plato, un potenciador de sabor salvaje. Llega la ostra Gillardeau con nanami togarashi –una mezcla de guindillas japonesas-, un chupito de mar con textura mórbida y posgusto picante, delicioso. Tras el subidón que supone nuestro primer chute de yodo viene el nido de huevo al vapor con boletus, el caldo potente y concentrado es lo mejor del plato y merece la pena beberlo como si de una sopa se tratase.

Oímos cantar Hideki –simpático e hiperactivo- la salida de unas esconpinyes y nos relamemos porque los berberechos que vemos en la barra son dignos de un rey. Nos sirven en lugar de estos unas almejas de buen tamaño que vienen en una cama de sal, envueltas en llamas. Los bordes de la almeja se caramelizan y ahí se para el tiempo, una salsa de dashi, mirin y sake con el jugo de la almeja levanta el susurro quedo del tendido. Viene ahora la caballa con higos, un milhojas de pescado azul en la que el dulzor del higo compensa la salsa de soja; nada es igual después de las almejas.

Me decepciona el tartar de toro, calamar y erizos, el erizo se parece al de febrero como el Ronaldo de hoy al del año 97, el corte del calamar salva con dificultad el plato. Más decepción con la sopa de setas, un caldo insípido en el que flotaban algunas setas cocidas. Ni textura, ni sabor. Mucho mejor el salmonete con espardenyas y vainas, los lomos macerados en pasta de soja, sake y mirin que modifican su textura a cambio de hacer el sabor más complejo; no se puede tener todo en la vida. Magníficas las espardeñas que lo acompañaban, aunque empezamos a detectar que los platos pasan demasiado tiempo detrás de la barra antes de llegar a nuestros palillos y la temperatura sufre.

Y aparece la estrella, bogavante en tres preparaciones: un sushi con la cola, un caldo con la cabeza y un salteado con la carne de las patas. La misma técnica que conocimos en el Shunka y que allí recuerdo aplicada a la cigala real. Mala cosa es que el bogavante no sepa a bogavante y ninguna de las tres preparaciones recordaba a este animal. Sushi de toro a la plancha con cabeza de gamba roja y cola de gamba roja y un pescado que no identifiqué, la cola tenía demasiado wasabi y volvía a perderse en un mar de picante -si uno quiere apreciar la gamba, que para todo hay gustos-, al pescado también le sobraba jengibre; las especias y las maceraciones ganan por goleada esta noche. Acabamos con el tataki de ternera, de sabor largo y profundo, una maravilla de calor y textura.

La carta de vinos no deslumbra en la parte nacional y es curiosamente en la zona alemana y francesa donde ofrece sus mejores opciones –no demasiadas-, como ese riesling alsaciano Domaine Schoffit que le va al pelo a este menú. En cualquier caso se echan de menos más y mejores opciones en los espumosos franceses que serían de largo la mejor opción para esta cocina.

No hay apenas diferencias entre la cocina de Shunka y la de Koy Shunka y eso es a la vez una buena y una mala noticia. El entorno, la luz, una cubertería más bonita –también un precio superior- son los que justifican o no la visita, el producto es el mismo y las técnicas no han variado, un local por donde va a pasar a buen seguro el “todo Barcelona” gastronómico y donde si uno no lleva ideas preconcebidas se puede disfrutar de un auténtico festín.

Mientras subimos a acabar la noche en el Boada’s bordeamos la catedral, que en obras y entre telas que la cubren, nos enseña aquí un arco, allí un rosetón; quizá porque no sabemos lo que hay debajo o quizá porque lo recordamos, nos provoca y nos seduce con la expectativa de verla desnuda. Expectativas.

Koy Shunka
Tlf: 93 4127939
C/ Copons, 7
Barcelona



1/9/08

Tragabuches

Abro los ojos y me veo rodeado por olivos. A doscientos por hora, ni uno más, ni uno menos, dejamos la meseta para disfrutar del último aliento del verano; es el estertor que divide dos realidades que están separadas por muros de cemento.

En Ronda hace calor y hay hordas de turistas, veo tantas similitudes con mi ciudad natal que por una vez yo no me siento uno. Nos resucitan una sardina enterrada y un champán -Geoffroy Empreinte Brut Premier Cru-, vino que según nos cuenta nuestro anfitrión y amigo “por lo visto va igual de bien a las 8 de las mañana que a las 12”. Podría decir que me fui de vinos y tapas al Tragatapas, pero eso sería como decir que Phelps es un buen nadador.

Tragabuches es un caso excepcional en la gastronomía española. Tres cocineros y una estrella michelín perenne. Ha sobrevivido a la marcha de uno de los mejores cocineros españoles -Dani García- y ha mantenido sus galardones. Nada en la vida es casual y la razón de que siga manteniendo un nivel altísimo la tiene Benito Gómez y un servicio de sala atento y cálido. Mirando de reojo la aureola de Ordóñez nos plantamos en el restaurante con avidez de sensaciones.

Lo que en adelante relato no es una cena, es una fiesta, diecisiete platos, catorce vinos, casi cinco horas de placeres. Un vaso lleno de hedonismo que fue dejando recuerdos a ritmo de ametralladora que intentaré sintetizar para no aburriros en demasía.

La cena

Cae la noche sobre el Tajo de Ronda y la mesa de Tragabuches se puebla de aperitivos. Benito nos recuerda su estancia en la Alquería de la Hacienda de Benazuza: un crujiente de zanahoria y yogur, macadamia con leche merengada, polenta suflada con alga norio setas fritas. Alardes técnicos que mezclamos con chardonnay, un Franck Bonville Grand Cru Cuvée Les Belles Voyes , “muy mineral, cuando ha reposado, clavado a un Chardonnay de Puligny Montrachet”.

Le siguen tres bocados entre los que destaca el huevo con chorizo -en el que el sabor del chorizo se hizo demasiado tenue- sobre pasta kataifi, lo flanquean unos ajos envueltos en una gelatina de perejil y en otro platito aparecen unas tiras de ugli -combinación de toronja y mandarina- con coco. Sin que sirva de precedente nos ofrecen un vino español, el Fino Macharnudo Alto “intenso, punzante, brisa atlántica; Pericón de Jerez, Manolo Caracol, Rancapino. Vino para la historia”.

Seguimos con unas tapas. Estupendo el sashimi de bocinegro -lo conoceréis también como pargo o pallete-, acedera, soja y wasabi, le siguen la cuajada de manzana con queso y piñones, el jugo de pepino cuajado -una gelatina del agua del pepino-, el atún de almadraba con un yogurt de curry y menta, la emulsión de patata, cresta de gallo y aceite de oliva y finalmente la delicadísima royal de setas con avellanas, soberbia, que marca un antes y un después en la cena y que acompañamos de un sancerre, el Mègalithe 2006, “pureza virginal, sin atisbo de nada que desagrade; sencillamente limpio, floral, primaveral”.

Caemos en Andalucía con un ajo blanco de piñones, caballa ahumada, caviar de arenque y setas -almendra y mar- acompañado del Planeta Cometa 2006 (Sicilia) “El contrapunto, la paradoja de la uva; mango en nariz, terciopelo azul en boca. Espero que Espeto no sea mi amigo sólo porque se lo descubrí”. Finísima la ensalada de tomate rosa con albahaca , sardinas y hoja de ostra. Hay continuidad entre las propuestas, pero también van mutando lentamente; como si fuera una secuencia de planos en fundido, vamos cambiando de registro.

Nos acercamos a la playa con un bonito en su jugo acompañado de tapioca cítrica y unos berberechos con manzana y apio. Juegos de temperaturas, de texturas, combinaciones de sabores -mezclando sin contemplaciones los salados y los ácidos. Para el frío qué mejor que la chenin blanc del Loira, por ejemplo el Vaillant Bonnezeaux Le Malabe 2005 “Observar, respetar para producir. Parece fácil, ¡pero es tan difícil!”.

Y llega el calor a la mesa. Sencillo y rico, el plato que más me gustó de la cena fueron unas alitas de pollo tripa de bacalao y ali-oli, al que siguió un estupendo lomo de conejo sobre pasta filo y finalmente unas espectaculares manitas de cerdo rellenas de cebollas ahumadas y pil-pil de cerdo que no disfruté como debiera y que a duras penas acompañamos con un syrah, el René Rostaing 2004 de Côte Rôtie , “aromático y lleno de finura en sus frutas rojas y sus violetas entrelazadas con narcisos blancos”. Se desborda el vaso.

Exhaustos como Perico Delgado cuando divisó su último Tourmalet, se agradecen las peras con mantequilla noisette y romero -magnífico postre- y nos deslumbra una crema de miel sobre una arena de pistachos acompañada de unas galletas casi etéreas. Para disfrutarlos un sauternes, el Chateau Coutet 97 “un vino con que me une un vínculo casi obsesivo; pasional su relación con el merengue de miel”.

Técnica, concepto y memoria van predominando en cada una de las tres partes que reconozco en el menú. La cocina de Benito, si no me equivoco, irá sedimentándose, cuajándose sobre su memoria. Parirá esos pucheros que a él cada día creo que le fascinan más y que con toda seguridad resultarán en platos personales y reconocibles a ciegas.

Cierro los ojos y a doscientos por hora, ni uno más, ni uno menos, dejo la serranía. El morral bien lleno de recuerdos y amigos. Pienso en qué vino dirá mi compadre que le va bien a My Skin de Natalie Merchant. Llega el otoño.

Nota: Comentarios entrecomillados de Weirdo, al que le agradezco profundamente el haberme dado la oportunidad de vivir esta experiencia.

Restaurante Tragabuches
Dirección: José Aparicio, 1. Ronda (Málaga)
Teléfono: 952 190 291

23/7/08

Aldaba

Con una sonrisa. Así le reciben a uno en Aldaba.

José Luis Pereira -jefe de sala- y Luis García de la Navarra -sumiller- lideran un equipo de sala que emana profesionalidad y calidez. Custodio aparte -no se puede competir con las leyendas-, Luis es probablemente el mejor sumiller de Madrid, sencillo y cercano, impresiona su profundo conocimiento y su sinceridad cuando te recomienda o te deja caer entre líneas que mejor éste o aquel, evitando tener que navegar por una carta tan amplia -y difícil de manejar- que abruma.

La cocina de Yolanda Olaizola continúa la excelencia que hemos descubierto en la sala. Con la temporada omnipresente, sus platos son el resultado de una sofisticación extrema de la cocina tradicional. Espléndidas las croquetas de jamón de guijuelo -auténtico emblema de la casa-, si las de Viridiana son las mejores de Madrid por textura, éstas lo son por sabor. Magnífica la menestra, con puntos diferentes de cocción en cada una de las verduras. Especial atención merecen los espárragos blancos si es temporada, piezas de impresionante tamaño que este amo de casa no ha visto en todo el año en los mercados madrileños ni por asomo.

Estando buenos los pescados, grandes piezas y con un punto de plancha de manual -el mero con ajoblanco por ejemplo-, los carnívoros no deben perderse las albóndigas, que merecen punto y aparte; carne de vaca madurada cortada a cuchillo acompañadas de salsa española y de un riquísimo y ligero puré de patatas -se puede elegir entre varios acompañamientos patatas fritas, pisto, pasta fresca o el propio puré. Este plato por sí solo justifica la visita.

Sin aristas, con la solidez del granito, el carro de postres está a la altura de los platos principales -situación ésta por desgracia, no demasiado común en España; entre las tartas destacan la de queso manchego o la tarta de chocolate tipo brazo de gitano relleno de crema de vainilla y fresas maceradas en licor. Si acaso, debían considerar la presentación de las croquetas en el mismo plato de otros entrantes -a la manera de un combinado- que acelera el ritmo de la comida y les quita el protagonismo que se merecen.

A mí Aldaba me recuerda a Zalacaín y al Serbal, las obras de José Luis Oyarbide y la herencia santanderina de Víctor Merino respectivamente -a ambos les debe una el mundo de la gastronomía, más presto últimamente a la guerra que a otras cosas. Una cocina con lo mejor de la escuela francesa, menos llamativa y creativa, que basa su appeal en una búsqueda obsesiva de la perfección del triángulo producto-cocina-sala sin utilizar el recurso fácil de la sorpresa.

La crema de patatas de Yolanda levanta el aplauso a pulso.

Restaurante Aldaba
Dirección: Avenida de Alberto Alcocer, 5 (Madrid)
Teléfono: 91 345 21 93

26/6/08

Senzone

Un tantos de diciembre, nos clasificamos para una Eurocopa tras 12-1 a Malta. Al día siguiente mi padre me trajo por primera vez a Madrid, a Abel Ópticos para ver si podían hacer algo conmigo. Desde el cincuenta y tantos de la Gran Vía me señaló al fondo y me dijo: "Ésa, es la Puerta de Alcalá".

Al lado de la Puerta de Alcalá está Senzone. Un restaurante del que es difícil esperar poco a partir de las entusiastas críticas gastronómicas que han publicado los grandes diarios; grandes expectativas desde el minuto cero. Paco Morales, su jefe de cocina, viene del restaurante Mugaritz donde estuvo cinco años a las órdenes de Andoni Luis Adúriz.

El local es apenas un pequeño pasillo con unas mesas al que se llega tras atravesar un bar. El personal, atento y eficiente, le coloca a uno enseguida en su mesa y le pregunta por aperitivos y aguas, el servicio funciona desde el principio hasta el final como un reloj. No hay nada que pensar, elegimos un menú de degustación donde queremos que Paco nos cuente, en forma de platos, cómo es su cocina.

La cocina de Senzone se mueve en el verano del 2008 entre dos corrientes: un minimalismo feroz que se manifiesta en platos como el chipirón asado con arroz venere crujiente o la gamba roja marinada con lima, cebolla y guindilla y que luce especialmente en la caballa con escabeche "al minuto" y algas fritas. Cocina basada en producto, veraniega, ligera, donde el producto luce en todo su esplendor. Irrelevantes en algún caso como en el caso del tomate kumato con su agua, cereza y mojama o en el de la criadilla de tierra con arbequina, pimienta negra y acedera.

Más complejos y más interesantes son sin duda el salmonete con salsa de manitas de cerdo y garbanzos o los taquitos de ventresca con sandía y praliné de sésamo negro y por supuesto el pichón con crema al whisky y anguila ahumada. Más allá de los aciertos en las combinaciones -es algo subjetivo- es aquí donde se muestra la personalidad del cocinero, donde se la juega.

A Senzone le han forzado -la prensa y los severos precios- a competir en las grandes ligas y es ahí donde lo hemos de comparar. El producto es, sin duda, de primer nivel. Del servicio se pueden poner pocas pegas. Con cualquier restaurante el gran público, el que llena cada día, noche y fin de semana, se pregunta algo trivial: ¿Por qué volver? La respuesta para Senzone la debe resolver Paco Morales y, creo yo, ha de venir de sus intestinos, de su alma.

Senzone muestra hoy por hoy dos caras, una más ligera y otra profunda, con cuajo. Los fogonazos mediáticos no llenan día a día, la fauna gastronómica llena pocas mesas. Senzone ha de luchar por sobrevivir, por el día a día y eso se consigue a base de apostar por el talento -que a Paco le sobra- que lo diferencie del resto -diferencia que a día de hoy sólo se balbucea- y de trabajo, que a buen seguro tampoco faltará.

Delante de la Puerta de Alcalá se extiende una alfombra roja. Senzone tiene que querer pisarla con garbo.

Restaurante Senzone
Dirección: Plaza de la Independencia 3, Madrid
Teléfono: 91 432 29 11

17/5/08

Bar Cardeño

Hemos pasado una época en España en que la buena gastronomía se asociaba al foie y al bogavante, a los nombres largos y a las deconstrucciones, a las mezclas extravagantes y a la sorpresa por la sorpresa. No hay mal que cien años dure y la cultura gatronómica, la que tiene que ver con la buena cocina, va calando como un chirimiri -calabobos lo llaman en algún sitio- y el aficionado empieza a distinguir la paja del grano y aprecia de la misma manera unos buenos callos que una buena vieira, siempre y cuando ambos estén bien cocinados. Quizá en este punto convenga recordar las palabras del cronista gastronómico Punto y Coma en su Parada y Fonda:

"El verdadero gourmand come con la misma delectación unas patatas guisadas en su punto (tiernas, levemente olorosas a fragante perejil, a una brizna impalpable de ajo, quizás a un espolvoreado justo de pimentón) que una suntuosa langosta Thermidor. Pero con frecuencia prefiere las patatas guisadas."

Pasando el Bernabéu, saludando al templo, girando a la derecha y sumergiéndose en el exclusivo Viso, que es un pueblo dentro de una ciudad, se llega al Bar Cardeño: una mezcla de ladrillo visto y madera lleno de mesas con mantel de papel, apenas interrumpidas por una barra angosta. A primera vista nada lo distingue de otros veinte mil bares madrileños a excepción del tropel de gente que se agolpa esperando mesa para tomar el menú del día.

Podría empezar por cualquier otra cosa, pero lo haré por las estupendas patatas fritas que acompañan muchos de los platos; fritas al momento, en buen aceite y con tubérculo de buena calidad, si os fijáis un poco veréis que no vuelve ni una a cocina. Muy rica la cecina, buena -con mucho sabor- o excepcional - si además veteada y jugosa- dependiendo del día, fantásticos los callos, a la leonesa, muy potentes de pimentón como corresponde a la zona, bien melosos y sin excesos ni defectos en la limpieza. La estrella: el revuelto de morcilla con huevo, sabrosísimo.

Hay mano en las preparaciones, y esto se nota especialmente en platos como la chuleta de cerdo entreasada -técnica esta no especialmente fácil de ver en Madrid-, ofrecido en el menú del día, donde la faena la hace el cocinero porque el gorrino no trae demasiado sabor o en las albóndigas, con una salsa trabada que va pidiendo pan desde que cae en la mesa. Conviene echarle un vistazo al menú, no sea que se escape algo que merezca la pena.

Una carta de vinos centrada en la Rioja y la Ribera del Duero, con algunos vinos que acompañan correctamente -algún reserva de Remelluri por ejemplo- y un servicio atento y amable, capaz de traernos una cubitera si estimamos que el vino está muy caliente o de no agobiarnos mientras nos tomamos el gin tonic aunque el servicio esté acabando y ellos estén hartos de trabajar.

El Bar Cardeño está lleno siempre, eso no es casualidad y dice mucho de la madurez del comensal medio para elegir donde come, porque no hay vulgaridad en su propuesta. Estupendas materias primas, cocina hecha al momento -tema clave éste-, sabor y buena mano. "Cocina con cuajo" dice el gourmand mientras se encamina a rematar la tarde en el San Isidro del 2008.

Bar Cardeño
C/ Alfonso Rodríguez Santamaría (Madrid)
Tlf: 91 5636 201

10/5/08

Viridiana

Escribir de Viridiana sin excederse sería tan extraño como que pasase Angelina Jolie por mi vera sin echarle un vistazo lateral. Abraham García, su jefe y propietario, se ha pasado la vida sin cederle un centímetro al personal, sin transigir, o dicho de otra manera, sin pasar por el aro. Unos puestos de menos en las listas y menos soles, estrellas o cometas de las que le tocarían si tuviera algo más de paciencia con la caprichosa fauna gastronómica madrileña. Viridana, al contrario de lo que es habitual, mide a las guías y a los críticos.

A la vera del parque del Retiro, Abraham se esconde detrás de un sombrero y un verbo florido. Jamás hubiera reconocido a la persona detrás de los textos, quizá por la timidez, quizá por esa socarronería que en persona es mucho más evidente que en lo que escribe. Detrás de todo ello hay un tremendo gourmet, un bon vivant -con debilidad por los caballos y las féminas-, con una sensibilidad que, como no puede ser de otra manera, da lugar a un cocinero de primer nivel. No dejemos que el personaje nos oculte su enorme talento.

Vale, no está de moda, vale, no es un tipo dócil. Pero es que en Viridiana se come maravillosamente. Los embutidos que de tanto en tanto se trae de Can Ravell, sus huevos con crema de hongos y trufa, la carne de toro de lidia del encaste Domecq, sea en brocheta o en carpaccio, las impresionantes croquetas de oveja latxa -la misma con la que se hace el estupendo Ossau Iraty y las que él dice que "con total inmodestia son las mejores del mundo"-, el foie ahumado en madera de arce con chutney de naranjas amargas y sauternes, el estupendo gazpacho con fresones y arenque del Báltico, las lentejas estofadas al curry, sus platos de cerdo -la presa, como nadie-, los sabrosísimos caracoles a la "llauna", sus arroces -los mejores de Madrid en mi opinión-, la caza, la casquería, tan difícil de encontrar bien tratada y sobre la que va a escribir un libro que no acaba de salir; los quesos, la inmensa carta de vinos, los mejores destilados. No, no es un sitio minimalista Viridiana.

Comer en Viridiana es una fiesta, es una liturgia, es la gastronomía en mayúsculas, va del aperitivo al puro y al destilado, son cuatro de las mejores horas que se despachan en Madrid. Es fácil vender exceso, lo difícil es hacerlo con la concreción con la que lo hace Abraham, porque podría parecer que las cosas son como son por azar y sin embargo no hay ni productos mediocres ni casualidades en su cocina. Con influencias peruanas, orientales, italianas, con mucho de su infancia plasmado en cada receta, su cocina era la fusión antes de que el personal de a pie poco viajado descubriera la fusión.

Aunque apoyemos a la nueva hornada recién llegada, -una cosa no quita la otra- yo creo que es el momento de empezar a reconocerle su inmensa categoría; ha enseñado a comer a toda una generación de gourmets, ha sido el maestro de algunos de los mejores cocineros que están brotando en Madrid -DiverXO y El Antojo como punta de lanza- y treinta años después sigue en cabeza de la gastronomía madrileña, con al menos un cuerpo de ventaja sobre el siguiente y con el desgaste que ello supone. No es moco de pavo.

Restaurante Viridiana
Dirección Juan de Mena, 14 (Madrid)
Teléfono 915 234 478

11/4/08

La buena vida

Llueve en Chueca. La zona convertida en un ghetto limpio y alegre, está separado de la zona más seria de Madrid por la calle Barquillo, que es un hilo de electrónica y bares que no se acaba nunca y que tiene la virtud de acabar en Argensola, donde huele a queso que tumba. Una vez apagadas las luces de la Gastroteca -he llegado a pensar que en realidad se llamaba La Añorada Gastroteca- y los rescoldos de Andrés Madrigal, apenas se me ocurren referencias gastronómicas interesantes en la zona.

La Buena Vida tiene un nombre sonoro, uno no sabe si es una declaración de intenciones o un homenaje al grupo donostiarra; al local se llega casi dándose de bruces con la puerta, es muy discreto, apenas llama la atención y la cosa no cambia mucho dentro: música jazz de fondo en un entorno tranquilo y agradable, quizá demasiado oscuro. Desde que se entra hasta que se sale se percibe una honestidad extrema, tanto en lo que sale de la cocina de Carlos Torres como en la forma en la que Elisa Rodríguez te ofrece los platos -muchos de ellos fuera de carta- o te aconseja los vinos; a estas alturas tanta sinceridad casi asusta. Una barra que ocupa el centro del local, un sotanillo de donde salen los vinos y cuatro fuegos en la cocina que van pariendo delicias, una tras otra.

Se empieza con un poco de un pan excelente -se puede elegir entre tres tipos- y un magnífico aceite de la variedad picuda, además de una mantequilla que le reconcilia a uno con la leche. Se puede seguir con unas ostras gillardeau del número 3 que van acompañadas con una vinagreta de chalota que uno duda si utilizar o no; acaba resultando una combinación de éxito. Quizá unos erizos del Cantábrico presentados al natural o dentro de la cáscara de un huevo al que se añade un caldo dashi que potencia el sabor a yodo del conjunto, a los lados alga wakame hidratada que completa un plato sensacional.

¿Gurumelos, perretxicos o colmenillas? Descartando la excepcional seta onubense -no es cosa de comérselo todo-, los perretxicos se presentan crudos y limpios, pequeños altramuces con sabor a campo, contrastan con las colmenillas -morchella conica- que se cocinan con nata y mantequilla y que salen humeantes de la cocina, la boca se hace agua con el olor de la nata y la mantequilla; a ese plato conviene acercarse bien pertrechado de pan.

Fantástica la preparación del sablefish, el bacalao negro que no es bacalao, perfecto el punto de cocción, separándose en lascas sabrosas. Un rodaballo de 5 kilos o un lenguado que daría perfectamente para cuatro raciones -no le calculo menos de 2 kilos- son otras opciones que da pena dejar pasar. Y estando estupenda la carne de vaca madurada -bien de maduración y de punto de cocción-, las reinas son las patatas que la acompañan, asadas con su piel en mantequilla hasta volverse marrones, con abundante sal y pimienta.

La carta de vinos está muy bien elegida, con referencias extranjeras interesantes como algunos vinos del productor Göettelmann o un vendimia tardía de Anselmann que hubiera ido estupendamente con el tiramisú o las tartas de queso o tatin que tomamos de postre.

A Carlos y Elisa les gusta comer y beber bien y eso se nota en cada detalle, empezando por el magnífico producto que utilizan y siguiendo por las preparaciones sencillas, sabrosas, de gourmet fino. El restaurante tiene alma y es por tanto inevitable que el concepto recuerde a Sacha, si ese es el camino de Elisa y Carlos estamos de enhorabuena en Madrid.

Restaurante La Buena Vida
Dirección: Conde de Xiquena, 8 (Madrid)
Teléfono: 91 5313149

1/4/08

D'Berto

El 13 de noviembre del año 2002 el Prestige soltó toneladas de mierda en el mar. Miles de kilos de una manta negra que iba tapando poco a poco el mar y que amenazaba con entrar en las rías a su ritmo, pausado, continuo y asesino. Dejadas de la mano de Dios, las cofradías se echaron al mar construyendo una línea que intentó como pudo parar la marea, con cubos, artilugios extraños o con las manos si no había otra; se jugaban su pan y mientras en Madrid llorábamos delante de la televisión, ellos no esperaron y le echaron cojones, lucharon hasta que ganaron. Para que luego digan que el pescado está caro.

Por eso hoy la ría de Arosa huele a yodo y a vida. No es de extrañar que el viajero del interior, mientras llega atravesando el Salnés, fascinado por las viñas de albariño que casi llegan al mar, piense que en los restaurantes de El Grove los bogavantes deben abundar por docenas y que los bivalvos han de ser grandes, sabrosos y baratos. La realidad es completamente diferente, hay decenas de bares y restaurantes donde la calidad deja mucho que desear y los precios no son especialmente competitivos. El Crisol, La Posada del Mar y D'Berto son la maravillosa excepción.

La fachada de D'Berto mira a la isla de La Toja, con una decoración cuidada -casi minimalista pero mantiendo cierta calidez-, sorprende la disciplina casi germánica que impera en la sala. Berto, el dueño, rompe con esta seriedad y se acerca a las mesas ofreciendo toda la información que el cliente requiera. La carta es casi testimonial, una declaración de intenciones trufada del denostado cartel S/M, que, en este caso, sólo dice la verdad: hay lo que hay en el mercado por la mañana.

Auténtica obsesión por el producto -"lo haremos mejor o peor, pero lo que hay es de aquí, de la ría"-, se busca la excelencia. Esta afirmación, que sorprenderá al viajero poco avisado, no es trivial; mucho del marisco que se consume en Galicia viene de cualquier sitio menos de las rías y así campa por sus respetos el bogavante canadiense -o el caribeño-, el pulpo y el percebe marroquí o la almeja de criadero francés. Sabrosas y de buen tamaño las almejas abiertas en aceite con ajo finamente picado -"no me gustan las almejas en esta época, no son suficientemente grandes"-, impresionante la empanada de cigala y chipirón de la ría, especialmente la masa -"la hacemos nosotros, en ningún sitio está tan buena"-, estupendas y contundentes las croquetas de marisco. Buenas cigalas, de aproximadamente un tercio de kilo, cobradas, eso sí, a 180 euros el kilo; que nadie espere regalos con el marisco en ningún sitio y que sospeche si los encontrase.

Las piezas de pescado se le enseñan al comensal cuando está decidiéndose -si así lo requiere-, no hay trampa ni cartón, sólo producto de muy buena calidad o excelso dependiendo de la plaza. Descartando la lubina, el rodaballo -"menos de dos kilos", nos dice Berto con cara de decepción- o el escacho, nos traen unas raciones de merluza y mero a la gallega, presentadas con una ajada que no desmerece de la que yo considero la mejor de Galicia, la de su vecino El Crisol, grelos sabrosos y amargos y patatas kennebec. Todo de primera, fresco y muy abundante. Si acaso y ya que este restaurante está para competir en las grandes ligas, hay algún minuto de cocción de más en los pescados. Muy finas las filloas, presentadas sin más avío que una crema pastelera muy delicada, quizá con un toque de leche condensada que la suaviza.

D'Berto es una de las mejores marisquerías de Galicia, se puede ir con la absoluta seguridad de que lo que se vende es excepcional. Mantiene, además, una excelente selección de vinos de la zona y más que correcta de vinos nacionales y extranjeros -bien conservados en un armario- , donde se pueden encontrar las últimas perlas que Galicia está produciendo tanto en blancos como en tintos. Una joyería en el Salnés.

Restaurante D'Berto
Dirección Avda. Teniente Dominguez, 84, O Grove (Pontevedra)
Teléfono: 986 733447

27/3/08

Playa Club

Sólo soy capaz de distinguir cinco tipos de gris diferente. Los gallegos que se sientan a mi lado me corrigen, "hay muchos más, por lo menos veinte, fíjate bien donde se cruzan el cielo y el mar”. Anuncian nieves y fríos para toda la Semana Santa y me da que va a ser cierto porque el vendaval se lleva los paraguas y hace casi imposible andar en dirección contraria a las ráfagas. No recuerdo un solo viernes santo en el que hiciera calor.

La playa de Riazor es enorme, desde el estadio del Deportivo hasta donde llega la vista, el mar bate las piedras y las erosiona grano a grano; algunos valientes hacen surf y, mientras yo, calentito y refugiándome en la silla, me dedico a mirar al infinito a través de los espectaculares ventanales del privilegiado comedor del restaurante disfrutando de una Estrella de Galicia amarga, fría y bien tirada. Hay días que no queda otra que comer bien.

El Playa Club, con su estrella michelín en la proa, es un restaurante bonito, mantiene un servicio de joven, amable y extremadamente eficiente, de los que está, pero no se nota. La carta de vinos es corta –especialmente en las referencias gallegas- y me las veo y me las deseo para encontrar un vino que no desmerezca con la estupenda comida que Alejandro Blanco, jefe de cocina, nos va a preparar; un Fillaboa Selección del 2006 hará las veces. Alejandro tiene fama de manejar los puntos del pescado al detalle, ha estado trabajando en las islas Canarias y quizá de ahí venga es afición a las frutas tropicales que tanto abunda en los acompañamientos.

Empezamos con una crema de patata con huevo escalfado y aceite de chorizo y un pulpo asado con patata y pimentón –primero cocido, claro está-, ambos salen de cocina deliciosos, y los espero amenazante con un pedacito del buen pan de centeno que he escogido entre las tres o cuatro variedades que ofrecen. Si yo fuera cocinero, mediría el grado de satisfacción de mis clientes por el estado de los platos devueltos a la cocina y los nuestros vuelven como espejos.

Apetece pescado por más que el sentido común diga que llevan dos días sin faenar. El mero, procedente de una pieza grande –apuntad este detalle, es realmente importante hoy en día- aparece abundante y perfecto de textura. ¿Cómo lo conservarán tan lozano? Va acompañado de unos ajetes, un puré de chalotas y otro de aceituna negras que, creo yo, no le aportan demasiado. Pero como no cuesta apartar las salsas, el pecado es venial, un mero como éste no se ve todos los días. Disfrutamos también con el arroz negro, al que le falta un poquito de punch en el sabor y en el que los chipirones de la ría a la plancha sobresalen notablemente, hasta el punto de ganar el protagonismo en el plato por goleada, aunque lamentamos no haber pedido el rape que vemos servido en la mesa de al lado.

Por fin un postre que hay que pedir al principio de la comida, un bombón de chocolate con plátano y mandarina donde el aprendizaje canario de Alejandro -Jano le llama la camarera, que para eso le conoce más-, sale a la luz con alegría. La fusión galaico-canaria es posible.

Se va acabando el vino y arrecia la lluvia, casi horizontal contra el cristal. Petit fours, el café, una copa de un vino dulce, este sitio está pensado para poder pasar una sobremesa larga y pausada, sitio de puro y mus. Tienen tino en los puntos de cocción, buen producto –maravilloso en algún caso-,uno de los mejores comedores de Galicia y sencillez en las preparaciones a precios más que razonables –unos 60 euros por persona con un vino de precio medio-, el Playa Club es un buen sitio para dejarse caer en La Coruña. Incluso aunque no llueva.


Restaurante Playa Club
Dirección: Anderes Riazor, s/n (La Coruña)
Teléfono: 981 257128

24/3/08

Oam Thong

Tras frecuentar decenas de chinos de barrio mis prejuicios sobre el oriental medio en Madrid empezaban a tender al infinito. Debo haber comido miles de dim sums recalentados, pastas mal fritas, aceites horribles... ; un maremágnum de desastres que me habían predispuesto a lo peor cada vez que me adentraba en un local con motivos orientales.

Sin embargo, las recomendaciones de un conjunto de personas con muchos tiros pegados en esto de lo oriental, me llevaron a la calle Corazón de María, casi a la sombra de la gran multinacional de informática, a un local amplio y bien dispuesto. Po Hai Chiu, dueño y cocinero, es de esa gente que cae bien a la primera, de las que dan buen rollo; su cocina recorre gran parte de las localizaciones geográficas de Thailandia y los expertos -gente viajada- me dicen que mantiene rigor y autenticidad en las preparaciones.

Esperamos a las entradas esperamos con una cerveza thailandesa Shinga y elegimos un albariño para acompañar, que pienso que le va al pelo a este tipo de cocina. Nos decidimos por el nivel cuatro de picante en las preparaciones -con el nivel cinco se arde a lo bonzo literalmente- y compartimos un menú donde se mezclan la sutileza y la contundencia a partes iguales; un menú que tiene como hilo conductor la leche de coco y las especias y que comienza con una fantástica sopa de crema Tom Yam con Langostinos, un espectáculo la fragancia que desprenden los chiles, el galanga -un tipo de jengibre-, la lima kaffir, el lemon grass y por supuesto la leche de coco y el cilantro. El plato más complejo -exuberante diría yo- de la comida donde se agradece que el punto de cocción del langostino sea el correcto.

Seguimos con unos rollitos de pescado, langostinos y vieiras, digamos un ravioli de pasta de arroz, otra vez sutileza en el bocado y contundencia en las salsas que lo acompañan; ricos. Tremendos los langostinos crudos marinados, el ajo y el cilantro marinan al marisco crudo consiguiendo un plato refrescante -¿Os recuerda al ceviche? A mí sí. Los comemos a la par que uno de los mejores Pad Thai que yo haya probado en Madrid, con los fideos de arroz y el huevo en su punto, que no es poco.

Pasamos a un buen bacalao desalado en hoja de banana -bien de punto otra vez, aunque no es el bacalao pescado que sufra demasiado con los excesos en mi opinión-,contrastaba en sabor con todo lo que habíamos comido hasta el momento y lo hará más con el conjunto de curries que siguieron; es casi sorprendente sentir un poco de sabor salado en esta cocina.

Llegamos por fin al momento del sabor y los contrastes, fantástico el curry Massaman de Venado. En mi opinión, la caza le va muy bien a este tipo de cocina -pesos pesados en los sabores- destacando la salsa que baña al venado en la que se deja notar la sangre de la pieza; ¿Se podrán hacer curries de perdiz, jabalí o liebre?. Dado que no hay pan, uno se apaña mojando el arroz como buenamente puede, esperando que la salsa lo empape en lo posible. Muy rico el pato con curry rojo , destacable la textura del pato que se deshace en la boca, con matices de leche de coco y lima kaffir. Picante, sabroso, adictivo, el tigre llorando de ternera -aunque aquí el que llora no es el tigre, soy yo-, donde Po demuestra que se ha adaptado perfectamente a los puntos de cocción que usamos por estos lares y deja el entrecot poco hecho.

No creo que la autenticidad en la cocina sea un valor por sí misma -ya podrá ser auténtica la cocina escocesa que no la disfrutaré-, sin embargo en este caso se aúnan esa autenticidad y complejidad, sabor y delicadeza, chiles y lima kaffir. Una gama amplia de sorpresas a precio razonable -unos 50 euros por persona, con un vino de precio medio y si uno come mucho- le esperan al comensal español detrás de esta cocina, que a veces vuela como una mariposa, y a veces pica como una abeja.

Restaurante Oam Thong
Dirección: Corazón de María, 7 (Madrid)
Teléfono: 91 5151049

7/3/08

Sushi Bar 99

Anda la gastronomía madrileña revuelta alrededor de un conjunto de restaurantes que han decidido apostar por un concepto que hasta la fecha en España, se trataba con cierto desdén: la fusión. Que levante la mano quien no mirara de reojo a los restaurantes que se autodenominaran como “de fusión” hasta hace unos meses; quizá haya un algo de moda en su éxito actual, pero el caso es que este tipo de cocina parece estar aquí para quedarse.

El concepto “fusión”, que en sí mismo significa poco, se ha resuelto –exceptuando Sudestada que tiene acento porteño- en Madrid basándose en tres ejes, tres cocinas diferentes y complementarias: la peruana, la oriental (japonesa casi siempre) y la mediterránea. Cuando se atina en la mezcolanza el resultado es espectacular. DiverXO aparte –que es a la gastronomía madrileña lo que El Bulli a la española-, la revelación nos llegó con Kabuki; ahora, uno de sus discípulos, Luis Arévalo, está brillando en el segundo local que el Sushi Bar ha abierto en Madrid. El restaurante se maneja exactamente parecidos parámetros que su modelo primigenio… con la notable diferencia de que el precio es sensiblemente inferior.

Materia prima de calidad -quizá no de tanto lujo en la parte de mariscos como en el Kabuki-, sencillez en las preparaciones, conceptos híbridos que sorprenden y crean adicción y una carta de vinos muy bien pensada para este tipo de cocina en la que destacan los vinos blancos y los espumosos. Dejados que fuimos en las manos y los cuchillos del sushiman, el festín fue largo empezando por un espléndido carpaccio de pulpo con salsa de miso, jengibre y aceite de sésamo con un punto en el pulpo que hubiese satisfecho a cualquier gallego de Tierra de Montes, una tempura de erizo, presentado en una copa de cóctel que mantenía en el fondo una salsa de huevo y mantequilla, otra vez más el huevo y el erizo esta vez presentados de otra manera y otra vez maravillosos.

Riquísimo el niguiri de pulpo con patata -en realidad una reinterpretación de la causa peruana con la patata y el ají amarillo-, menos convincente a mi gusto el de vieira en el que el delicado molusco se pierde -difícil de tratar este bicho- entre tanto sabor, una delicia el de toro que se acaba con un golpe de soplete que saca aromas y sabores que creo que se pierden cuando se presenta crudo.

Acertado el temaki de foie y mango -gran combinación- y de no parar de comer una tempura de langostinos con una salsa que causa adicción -si la pusieran encima de las palomitas en el cine, se harían ricos. Muy bien otra vez el maki de cangrejo de concha blanda con aguacate y furikake que aporta un punto crujiente y fantástico el wagyu a la plancha con salsa de melocotón y sésamo. Brilla la combinación de lubina con queso brie o azul –yo prefiero el primero- en el que el pescado blanco casi se convierte en un pescado azul por arte de birli birloque.

Los dueños del restaurante han etiquetado al restaurante en su página web como “La cocina reposada”, y sí, es reposada porque a Luis le sale Perú por los ojos y se traslada a los platos -es mejor cuanto más cerca anda de lo suyo- y es reposada porque Mónica Fernández lleva la sala con acierto y simpatía; entre la selección que ha hecho, destaca alguna perla de Nicolás Joly que funciona estupendamente en un menú tan largo y complejo.

Nota: 7,75
Emoción: 8,00

99 Sushi Bar
C/Ponzano, 99 (Semiesquina Raimundo Fdez. Villaverde)
Tlf: 91 5360567
Madrid

17/1/08

El Antojo

Primero es el estruendo, las primeras críticas y la novedad. Luego pasa el tiempo y casi siempre llega el olvido. A esta dinámica se ha sabido sobreponer El Antojo, que lleva ya más de tres años abierto en el centro de Argüelles, encajonado entre restaurantes más llamativos, se encuentra este pequeño local que César y Cristina regentan. El restaurante es apenas un pasillo con algunas mesas a un lado que desembocan en un saloncito situado al lado de la cocina, es coqueto y tranquilo.

Después de un largo viaje en tren y metro, tiritando de frío, me recompongo en Cuenllas con la necesaria cerveza y me adentro en el universo de El Antojo, con la esperanza de que todo lo bueno que me han contado del sitio se cumpla. Con la mitad me valdría, fantaseo.

Luz indirecta, New Age de fondo, que me transforma a mi infancia universitaria y un Guitián fermentado en barrica -26 euros- que elijo de una carta de vinos un poco justa, en la que echo de menos un poco más de profundidad en la lista de blancos y espumosos. Hay tres menús y yo elijo el más largo -65 euros+IVA-, que no es cosa de desperdiciar el tiro; cinco entrantes, pescado, carne, quesos y dos postres.

Empezamos con una ostra al natural con algas y gin fizz, fantástica la ostra, tanto que me da pereza tomarme el cóctel y remoloneo un poco con el yodo en el paladar. El legendario gin-fizz me refresca y me prepara para el siguiente plato: vieira a la plancha con trufa sobre crema de puerros y crujiente de morros de cerdo. Cuando el producto es de este porte, se olvidan las modas y los prejuicios; tremenda la vieira, enorme, y riquísimos los morros. Si César preparase estos morros como aperitivo en un bar de Mahou y serrín tendría cola de espera en la puerta. Me guardo el coral como un tesoro, como mi último bocado y lo mezclo con la parte de morro más crujiente, algo exquisito.

Huevas de erizo al natural sobre base de batata y yuca asada. La batata y yuca aportan un ligero dulzor que suaviza la enorme potencia del erizo -capaz de hacer un plato sublime o de cargárselo por su misma potencia- y se acompaña de un alioli de rocoto, un ají peruano de tremendo sabor que le da una gracia especial al plato. Disfruté mucho de este plato y si acaso, el único pero que se le podría poner, es que el erizo sale de la cámara excesivamente frío. Minucias en cualquier caso.

Seguimos con uno de los dos platos que pedí me incluyeran en el menú, el ravioli de gallina en pepitoria. El ravioli, unas almendras, una reducción de jerez, una crema de acedera –sabor a rúcula, verde y amargo- y un poco de parmesano reggiano, conciso y concreto, no sobra nada, gran plato que se mantiene en la carta desde que el restaurante se abrió.

Nidos de perdiz con crema de alubias de tolosa y emulsión de chiles. ¿Vive usted en Madrid o cercanías? ¿Se considera usted un foodie, gourmet o gastrónomo, o simplemente alguien que disfruta de la comida? ¿No ha probado este plato? ¿No? Un escabechado ligero, sabor a perdiz de campo, la cremosidad de las alubias de tolosa –qué maravilla es esta legumbre-, y un poco de un ají hilado con sabor a pimentón cuyo nombre he olvidado y que corona la espléndida presentación del plato. Serio candidato a plato del año para un servidor y estamos a pocos de enero.

Llegamos a los principales, y como pescado me ofrecen un lomo de salmonete con unos fideos udon -unos fideos gordos- acompañados de salsa romesco. No acabo de coger el concepto de este plato, porque tanto los fideos como el salmonete están buenos –otra vez un producto de calidad-, pero conviene no mezclarlos, se matan, creo que cada uno podría ser un plato diferente del menú y satisfacer al comensal.

Por último lomo de corzo con trompetas de la muerte ennogadas y crema de queso de cabra y granadina. Tierno y sabroso, el corzo se complementa bien con el queso, un poquito de granadina de vez en cuando aporta el toque dulce y fresco que tan bien le va al corzo y al queso; si me hubieran puesto tres veces más granadina en el plato, tres veces más hubiera comido.

Ahíto y boqueando, llego al plato de quesos y voy anunciando que me doy mus y que renuncio a uno de los dos postres. Barruntaba que el plato de quesos sería algo serio al ver la calidad del queso de cabra anteriormente mencionado. Se nota que a César le gustan los quesos, riquísimos los cuatro que me propone, especialmente el cabrales, tan maltratado por la restauración española, el plato se acompaña de un membrillo casero muy rico. Un postre de piña caramelizada y un último trago de un moscato al que me invitan en los postres completan una pitanza maravillosa, de las que se recuerdan durante mucho tiempo.

Yo no sé qué inocula Abraham a sus discípulos, pero de su escuela sale pasión por la gastronomía con mayúsculas. César Rodríguez me parece a mí un grandísimo cocinero, sus platos son complejos, me he debido dejar mil detalles que un paladar más sensible y educado sin duda percibirá, se trata de un cocinero técnico, capaz de hacer, por ejemplo, uno de los mejores panes de Madrid con ese sabor a masa madre que tanto echamos de menos en estos tiempos –ya no digo en restaurantes, en panaderías. Hay mucha verdad en la cocina de El Antojo.

Su cocina podríamos definirla como la combinación de producto, sabor y fusión. Y ya que hablamos de fusión, aquí hay un ejemplo claro de ese camino que se empieza a intuir en Madrid, de una integración de culturas, no necesariamente ligada a lo oriental, que probablemente inició el propio Abraham, que continúan otros y que parece encajar como un guante con la cocina de origen mediterráneo y castellano. Hay ya muchos síntomas.

Fuera de modas, El Antojo es un lujo para Madrid.

Nota: 7,75
Emoción: 8,00

Restaurante El Antojo
Calle de Ferraz, 36 (Madrid)
Tlf: 91 5474046

14/12/07

DiverXO

Si todos pusiéramos en un papel la apertura que más nos ha impresionado esta temporada, DiverXO, ganaría por goleada. David Muñoz ha impactado en la línea de flotación de la gastronomía madrileña, frescura en sus propuestas y sabor; apuesta por la gastronomía en su estado más puro. Su cocina, me parece la representación perfecta del lugar, uno de los barrios madrileños más castizos, rodeado de decenas de opciones gastronómicas inmigradas y de asadores del más rancio abolengo (con hincapié en lo de rancio), bien provistos de amigos famosos. Zona donde convive lo de aquí y lo de allí.

Tras un paseo mañanero por el mercado Maravillas con la cara rosada como la de David el Gnomo por el intenso frío mañanero, nos llegamos a La Máquina, bar donde vacilan de producto y te vacilan con la cuenta.

A cuentagotas, con y sin imperdible, con el móvil en la mano y una mirada ligeramente nerviosa, los peregrinos gastronómicos acaban llegando. Donde esperábamos estar sólo tres o cuatro, de repente nos encontramos los ocho; un par de cervezas o manzanillas (de las buenas y de las malas que alguno vino en precariedad de condiciones) y unos platos de arroz a los que se les hizo poco aprecio -qué de Avecrem desperdiciado-. Veamos, dos cabezas, dos brazos... bien, todos éramos medio normales.

Así que más relajados, con la sonrisa en la boca y apretando el paso (tanto que los bilbaínos se nos perdieron, hay que ver qué tranquilos son por el norte), nos arrimamos al DiverXO. La sala es pequeñita y lo primero que a uno se le viene a la cabeza al recordarlo es la sonrisa de Angela y del resto del equipo de sala. El concepto del restaurante es divertido, está lleno de color, se siente el calor y el cariño que le están poniendo al tema. En una ciudad donde las sonrisas se prodigan con cuentagotas, DiverXO es un oasis de alegría.

Le pido perdón a David de antemano, porque me gustaría describir con detalle, plato por plato, el arco iris de sabores, colores, sensaciones que es capaz de provocar . Es sorprendente el altísimo nivel culinario de todos y cada uno de los platos, es una curva ascendente, con variedad en las propuestas, se pasa de lo más mediterráneo a lo asiático, a la mezcla de ambos. Se maneja con alegría en los pescados, en la caza, en el marisco, a veces occidentaliza y a veces es extremadamente riguroso con la receta original. Sumamente diverso, apabullante

Pero si los platos desafiaban mis sentidos, técnicamente me desbordaban. ¿Cómo hizo el de los chipirones? ¿Y el dim sum de spanish toltilla? ¿Y el dim sum de chipirones? Es difícil la crítica cuando el plato está tan lejos de las posibilidades del usuario.

Y a partir de aquí, será el champán, será la cocina, todo se acelera como cuando miramos las luces desde el tren en marcha, se acelera y no lo puedo controlar. Hilos de color amarillo que impresionan nuestra retina, que dibujan las rayas que van de los ojos hasta el cerebro, sensaciones que van del paladar al corazón.

Dim sum de spanish toltilla, de cine con la trufa hilada. Los jugos de la cabeza de la gamba roja de palamós sobre el dim sum de civet de liebre (para mí el plato de la comida), carne bien prieta, que casi eclipsaba a la propia gamba que venía hecha a la plancha. Dim sum de conejo estofado con zanahorias en cuatro texturas, excepcional, sacándole especial partido a la espuma de la zanahoria, maravillosa la gamba frita al revés, con la gamba en carpaccio cocinada con aceite hirviendo derramado por encima del marisco. Nos cantan los platos con mucha gracia, nos dicen cómo comerlos aunque yo no hago ni caso, intento capturar cada detalle pero no lo consigo y me desespero.

El dim sum de chipirones con tuétano, quizá el tuétano sólo aportaba textura, pero es que los chipirones estaban bárbaros, para algunos lo mejor de la tarde. Un plato, tras otro, una copa tras otra, un amontillado, un oloroso -los dos de Tradición, los dos maravillosos-, bromas y risas, un riesling australiano que no nos emociona, resumen del estado del arte del panorama de los blogs de Internet actual, alguna pregunta indiscreta, quizá dos, al menos una sin responder, pero doy pistas. La raya asada con salsa XO (una maravilla esta XO a la que se le añade jamón ibérico y mojama rallada) y tirabeques, polvo de carbón por encima del pescado, sabor del verano al lado de la playa.

El tartar de salmonete magnífico, el hígado de rape en daditos y a uno le da por pensar que un poco de pan no le vendría mal para untarlo, la espina del salmonete, crujiente, sabrosa, la cola lo último, una botella de La Lune, una chenin blanc biodinámica gentileza de Angel, maravillosa, va bien con la raya, va bien con el tartar de salmonete. Fantástico el bogavante con jengibre y los noodles, impresionante el suquet de rape, si el pescado estaba rico, el suquet estaba, eso, de mojar hasta los dedos, sabor, sabor y más sabor la panceta estilo Dong-Po, de textura cremosa que provoca la controversia entre el gourmet que se sentaba a mi izquierda y un servidor que ya va aprendiendo -con esfuerzo-, ¿Nos gusta la baja temperatura (72 horas de cocción)? ¿Cómo queda la textura? ¿Se suaviza el sabor?

Ternera gallega tierna, con sus trompetas de la muerte, se deshace en la boca, una copa de la petit verdot del Marqués de Griñón, tan personal ella, ¿mucha madera, poca? ¿Tipicidad o terruño? Está duro, es diferente, dos postres, más risas. Uno siempre piensa que la gente que disfruta de la comida debe tener sentido del humor y aquí hay gente que disfruta mucho de la comida y que se ríe mucho.

David saber perfectamente lo que hace, tiene las ideas sorprendentemente claras para su edad y no creo que haga falta que le den consejos, es el futuro de Madrid. Su cara tras el servicio lo dice todo, cansancio y satisfacción, su cocina parece ahora el resultado de la tercera guerra mundial, disfruta de su trabajo y nos hacemos una foto que guardaré como oro en paño. Hay veces en la vida que hay que tener la humildad de saber reconocer que algo le sobrepasa a uno; bien, a mí esta experiencia me pasó por encima como España le pasó a Malta hace 25 años; ese día, yo estrenaba mis primeras gafas, David probablemente no había nacido.

Un puro, un gin tonic y nos quedamos solos en la mesa, toca emigrar no sin antes agradecerle a todo el equipo tremendo esfuerzo por hacernos sentir bien. Son casi las siete. Una última copa en un bar de la Castellana, dos valientes que se van a Sacha, un servidor que coge un metro, que hace un intercambio, que equivoca y coge el metro de vuelta al origen en un transbordo infame, que llega a casa, que se compra una hamburguesa del Mc Donalds para sobrevivir con hombría. Miro la lata de pimientos que nos ha traído Yerga –gracias gourmet-, y ya voy pensando en la vaca con la que los voy a acompañar.

El Barcelona gana, ¿Y qué? ¿Quién me quita la sonrisa de la boca a mí ahora?

Ni la resaca del domingo.

Restaurante DiverXO
Dirección: Francisco Medrano, 5, Madrid.
Teléfono: 91 570 07 66.

Foto del restaurante: Paula Villar, http://www.elpais.com/
Resto de fotos: Eldiletante, http://cigalitas.blogspot.com/