31/5/10

Delirio (I)


El viento calmado del verano iba remitiendo. Acariciaba ya con suavidad la cara del aparcacoches del restaurante que, aburrido, observaba a los transeúntes con la seguridad de que sus ojos se pasearían por encima sin posarse del todo sobre la carta. Por cierto, la misma desde hacía lustros, tostada debido a la exposición prolongada al sol.

Juan, el jefe de sala, era el guardián –todo sea dicho, un cancerbero con poco empeño- de uno de esos restaurantes que aparecía en la publicidad de las emisoras de radio de los años ochenta. De tanto en tanto algún borracho gracioso le cantaba el ripio con el que el local se anunciaba. Casi todos los que pasaban les miraban como una rareza, como se mira a una antigua belleza de cine. Sin más pasión que la curiosidad morbosa.

Los empleados habían aceptado la situación con naturalidad. Lo que quedaba del personal, apenas un reducto de la impresionante brigada que trabajaba en su inicio, entendía con lógica funcionarial la falta de actividad. Los ruidos marcaban el paso del día: el gemido de la puerta, la alarma del microondas que calentaba la chistorra de aperitivo o el chac-chac en los dedos del portero cada vez que un cliente entraba. Juan intentaba hacer su trabajo con cierta dignidad, sabía bien lo que debía vender -"gambas al ajillo, croquetas y carne en salsa son las especialidades de la casa"-. No es que sufriera cuando le pedían un cordero asado al horno de leña o un cogote de merluza fresca de pincho a la bilbaína -así mentía la carta-, pero se sentía más cómodo sin engañar en exceso; algo le quedaba de su pasión adolescente por la hostelería. Una vocación que nació en bares de suelos cubiertos de serrín y servilletas usadas, decorados con fotos del Real Madrid de finales de los años 70 y copas de torneos de mus; en garitos así empezó a extasiarse ante cervezas bien tiradas bien acompañadas de tapas de mollejas de pollo.

Mientras se abría la puerta del Mercedes antediluviano del propietario, el aire se agitó bruscamente desde el sur, un sucedáneo de calima que ensuciaba con polvo sahariano el norte de la ciudad, cosa que no sucedía desde hacía muchos años. Por la puerta de trasera del coche se apeó con chulería un chaval alto, rubio y delgado envuelto en una gabardina negra, parecía seguro de sí mismo. Llegaba el nuevo chef, un chico joven cuya única petición para aceptar el trabajo fue que nadie más que él pisaría la cocina, no quería segundos o ayudantes; una bendición para los dueños que le aceptaron de inmediato. Arrogante, no miró a nadie mientras entraba, o quizá sí, un iris azul, concreto, de esos que evalúan, puntúan, desprecian, hielan. Nada extraño sucedió aquella noche que fue un nuevo bostezo largo y sosegado.

A Juan le extrañó sin embargo ver, a la mañana siguiente y bien temprano, la cocina a plena actividad con la puerta cerrada a cal y canto. La mirada azul acero le había intimidado, tanto, que no se atrevió a entrar para ver lo que sucedía. Al habitual perfume a lavanda que desprendían los manteles recién lavados –era el único lujo que mantenía la casa desde sus comienzos-, se le añadía el aroma de los caldos borboteando desde el amanecer, el del pan horneándose; pensó que por fin olía a comida hecha aquí y ahora. Se indignó sin embargo al ver que, fuera cual fuera el pedido, de la cocina sólo salían platos que se parecían muy levemente a lo que rezaba su enunciado. No le quedó más remedio que callar al ver las reacciones de los comensales: comían exhalando suspiros de satisfacción.

(continuará)

Nota: Primera de las tres partes en las que se publicará este cuento.