29/4/09

Goodburger


Desde la última planta del Empire State se oye un ruido grave, de intensidad constante. Un rugido sordo que parece nacer debajo del suelo y que se distribuye por las calles de Nueva York rebotando contra cada pared, subiendo como el aire caliente, utilizando el cemento como una guía de ondas que une a toda la ciudad. A ras de suelo, el sonido apenas se percibe, el único signo de ese motor todopoderoso, seguro la turbina que mueve la capital, son unos tubos rojiblancos, unas sondas clavadas en las avenidas principales, que supuran el vapor de agua de la red del metro.

Volvemos recorriendo Broadway, hombros golpeándose y abriéndose camino, negros vendiendo tours completos por la ciudad, un tipo un poco más borracho que yo me grita mientras me señala un par de homeless, consciente de mi ignorancia: "No god in here man!", no god in here. Es difícil andar por Times Square; la turba se estanca y, como en un Commodore de los años 80, los anuncios, como putas, aparecen pixelados con exceso, con colores escandalosos, verdes, rojos y azules, M&Ms, Hershey's, La Bella y la Bestia y McDonald's. Nueva York es la elegida, la ciudad elegida, la luz y el color, el skyline, los flexos en las ventanas de los rascacielos y una marea de amarillo que amanece a las 9 de la noche cuando encontrar un taxi es más normal que encontrar una limusina, y encontrar una limusina más sencillo que un coche anónimo.

Cada rincón de Manhattan es una foto, Woody Allen parece más el resultado de una necesidad que un genio. Hasta la última hoja parece suplicar cámara y talento. La belleza anglosajona del Flatiron, el art-decó del edificio Chrysler o el hielo, a punto hibernar durante el verano de la plaza Rockefeller, son carne de blanco y negro. El cemento está ahí para el ojo sensible, se pasea gente elegante con gabardinas negras, flota humo, ruido y prisa y en el aire queda todavía una canción.

En el cruce de Lexington con la 54 está una de las sucursales de Goodburger. Según pone en el folleto de propaganda donde detallan su oferta de take-away, se trata de una escisión del Joint Burger, la pequeña hamburguesería situada en el corazón del hotel Le Parker Meridien, quizá, la mejor en su especie en Nueva York. Creía que conocía diez mil sitios como GoodBurger, antros en Alcobendas, Madrid, Barcelona, Londres, Roma o París. Lugares de mala muerte, llenos de empleados hartos de trabajar que descongelan, asan y sirven. A primera vista no es diferente. Luces mortecinas, mesas de plástico, dependientes con visera, gente solitaria y sola y una papelera donde se ha de vaciar la bandeja de los restos. Precios módicos.

Y sin embargo hay detalles. Detalles que se hacen con la situación, que hacen del sitio algo diferente. Todo está impoluto, de los baños a cada una de las mesas, el local huele sorprendentemente limpio. Y luego está el fuego. La llama se aviva con cada gota de grasa que cae e ilumina las caras de un par de chavales hispanos a la vez que, durante un segundo, acaricia la carne y la quema ligeramente, caramelizando las proteínas. Las piezas van saliendo de manera constante y se reparten con un grito seco: 'Thirty five!" y el cliente despierta de su espera, ansioso por recoger la mercancía. Hablamos, claro está, de unas hamburguesas extraordinarias. Dicen los expertos que la carne que usan no es especialmente buena. Qué sé yo. Lo que es de otra galaxia es el resultado, jugosas, ahumadas, con un regusto mineral, profundo, una delicia no especialmente grande, el total no debe llegar a los 200 gramos.

Acabo comiéndome como aperitivo todos los complementos que he pedido, el bacon, el tomate, lo que sea, todo sea por dejar libre la carne, para poder disfrutar a pequeños bocados de esa maravilla, para mí, la razón gastronómica más importante que maneja la capital del mundo. Puestos a acompañarlas, no debería olvidarse uno de los aros de cebolla que salen bien limpios de grasa de la freidora ni de una cerveza -seis opciones, entre europeas y locales.

Mientras cenamos un chico joven pasa un par de veces a recoger restos, a limpiar las mesas adyacentes, cuando hemos acabado, vacía las bandejas y deja la mesa limpia para el próximo servicio. Hace un trabajo espléndido, detallista, acaba bien todo lo que empieza. Lo hace concentrado y contento de trabajar, orgulloso de su trabajo. A punto de cerrar el local, recoge una bolsa con un par de hamburguesas y se sube en un scooter, rumbo al suburbio más allá de Queens. Apuro mi último trago de cerveza, me subo el cuello del abrigo mientras miro pasar un enorme coche de bomberos. Los gemidos de las sirenas se propagan por las calles como el láser en una fibra óptica y acompañan, durante un buen rato, nuestro paseo al hotel.

Goodburger
Manhattan- 636 Lexington Ave, New York, NY 10022, USA
Tlf: (212) 838-6000

Manhattan

Overbooking -pronúnciese "overbuquin"- el chaval argentino tenía los fonemas en los ojos antes que en los labios. Overbooking dice, casi con alegría, con voz cantarina, arrastrando con saña la u. El crochet emocional me deja KO, tanto que a partir de ahí sólo recuerdo vagamente sus frases. Quizá fuera algo como: "Vayan ustedes a la puerta de embarque y esperen un hueco, un favor, jueguen a la primitiva; hagan cuatro colas y supliquen que, con un poco de suerte, tendrán justo lo que han comprado". Una hora y un par de kilómetros después, en la esquina más alejada de la terminal 4S se agrupan unas decenas de clientes desconcertados que han tenido la mala suerte de hacer el click en el icono incorrecto, culpables de elegir una tarifa extremadamente barata, condenados a esperar. Por desgracia para nosotros, Iberia ha revendido las plazas hasta doblar su capacidad.

En la almoneda subsiguiente se reparten los sueños que, en nuestra inocencia, pensábamos haber comprado meses atrás. El mismo acento argentino recita los nombres de aquellos que pisarán esa noche Mannahatta, la tierra de las muchas colinas. Por fin suena uno de nuestros nombres, por desgracia, sólo uno; la compañía aérea ha decidido que algunos de los parias van a ser recolocados en la zona de Business. Mirando al rebaño desde su pequeño atril el tipo tacha con un boli Bic negro en el cartón agraciado el asiento 41E y escribe un enorme “7A” rodeado por un círculo. Y de la misma manera que se nos quitó, se nos devuelve; con desgana, Dios sabe el porqué, el sumo decisor derrama un poco más de tinta y accede a sellar el segundo billete. No sólo nos vamos los dos a Nueva York, sino que además lo haremos en tiempo y forma, con la oportunidad añadida de probar el catering -diseño de platos de Sergi Arola- y beber los vinos que Custodio López Zamarra ha elegido para la zona noble de este vuelo vespertino.

No somos los únicos beneficiados por el cambalache, el personal de vuelo observa con horror las dos docenas de turistas -turistas de mochila y tarifa- hambrientos de business. La mayoría son parejas de chavales jóvenes que no se han visto en otra y que llevan la alegría en los ojos. Para todos es importante es poder contarlo, los flashes retratan cada detalle: pantallas de televisión, asientos, bandejas e incluso las azafatas y el sobrecargo quedan inmortalizados. Formarán parte del álbum de fotos en la página de "mi-viaje-a-Nueva-York", justo en un el trocito virgen de la memoria que se impresiona sólo una vez y no se puede comprar; ese himen tan delicado que es la capacidad de sorpresa.

Unos minutos después del despegue, ya a más de ocho mil metros de altura, empieza un servicio de comida que apenas para hasta el aterrizaje. Se suceden platos de nombres rimbombantes que, en algún caso, esconden alguna mentirijilla. Es un buen ejemplo la “Carrillera de ternera guisada al vino tinto, gratén de patata, setas y bacon”, en realidad unas láminas de morcillo mal guisado y duro como una suela de zapato. Todo es más o menos mediocre, y quizá lo más rico sean los lomos de bacalao al horno con cardo y salsa de almendras, buen plato que cumple el enunciado a rajatabla, aunque el pescado llegue demasiado seco y templado. Este catering es un mal restaurante moderno empeorado porque todo se basa en bolsas de comida envasada al vacío, puestas en la mesa de cualquier manera.

Mejora la bebida, los vinos no están mal del todo, aunque dan para pocas sorpresas. Un albariño de viñas que más que producir, mean, y un rioja de los Eguren cumplen con un notable bajo. Queda claro que la gastronomía no es importante para Iberia y además, para qué iba a molestarse, el resultado son dos orejas y rabo: el público aplaude con gruñidos de aprobación cada una de las bandejas. Puede que yo espere demasiado de lo que considero un escaparate importante para la gastronomía española o quizá, a diferencia de la mayoría de mis compañeros de viaje, me falte inocencia, hambre e ilusión.

Entre películas, aperitivos y más aperitivos, se pasan las casi ocho horas en un pispás, mientras huimos de la noche siguiendo al sol a velocidad de vértigo. El aeropuerto Kennedy, vomita nuestras maletas a cámara lenta y la mezcla de papeleos e impaciencia convierten los minutos en horas. Al fin y al cabo nos espera Nueva York. El coche amarillo nos recoge y por fin puedo decirlo, “Please, Manhattan, 54th and 5th avenue”. Decenas de rascacielos van creciendo ante nuestros ojos, reflejando los últimos rayos de sol.

14/4/09

Sueños


El tren siempre le daba sueño. Los traqueteos eran latidos, la despertaban y la adormecían, como una sacudida o como un arrullo, dependiendo de la violencia. Se subía al tren forrada de su abrigo de plumas, con el paraguas en el bolsillo, con el libro en la mano, acompañada de un pequeño neceser donde guardaba el tesoro más preciado, sus bocadillos para la comida. En el asiento se sentía tranquila, a resguardo, calentita.

Le gustaba aislarse, cosas de la vida, encontraba más interesante la ficción que la realidad. Por eso agarraba su maleta, bien llena de su almuerzo, con fuerza, mientras leía un día cuentos de Borges, otro historias de ciencia ficción de Asimov. Se quedaba atrapada entre los clásicos de misterio de Conan Doyle o de Agatha Christie, para esos momentos, el buffet del Orient Express se mezclaba con filetes empanados que hacía con la receta de su madre, dejándolos descansar en una cama de pimientos verdes, asados en el horno. Con Chandler siempre hamburguesas y coca-cola y con Enyd Blyton y sus Cinco, recordaba sus merendolas pantagruélicas con sándwiches de roast beef. A cada escritor le encontraba una armonía, un mordisco frío. A las dos de la tarde, siempre en soledad, abría su morral, sonaba el clapssss de la chapa de la Fanta de naranja que declaraba la apertura de la fiesta de palabras y sabores y que acababa en un postre que consistía -los días de fiesta, días en los que no importaban las calorías- en un cantero de pan crujiente bien untado en Nocilla. Se lo reservaba para cuando recordaba a Carmen Kurtz a Óscar y a su oca Kina.

Se había sorprendido mucho al leer, que en el funeral de un irlandés , como describía Joyce en su cuento “Los muertos”, la gente a diferencia de España -donde todo eran lloros- se ponía tibia en un festín, tradiciones bien diferentes a la de su Castilla natal excepto en lo de los llantos. Si se sentía exótica, se preparaba un pollo laqueado, que iba estupendamente cuando se arrimaba a Julio Verne; tanto da miles de kilómetros, como años luz. Incluso disfrutaba con la miel que describía Camilo José Cela en Viaje a la Alcarria. Viendo a Camilo en la tele le parecía que nunca había sido capaz de trasladar toda la satisfacción que sentía comiendo a sus libros. Su cómic favorito era la última página de cualquier Astérix y Obélix, justo el momento en el que asaban un jabalí que goteaba jugoso y que Obélix se ocupaba de dejar en nada más que huesos. Recordaba el placer, inexplicable, del olor de los libros de la Casa de la Cultura de su pueblo, perdido en La Mancha. El color amarillento de las páginas llenas de aventuras que podía disfrutar acompañadas de ese olor característico que adoraba infinitamente más que el de la trufa más cara.

Le gustaba comer, pero era incluso más feliz si se lo contaban. Una comida podría ser estupenda, pero sólo formaría parte de su memoria si alguien le prestaba un trozo de alma, si se transformaba en ideas hermosas. Pensaba que un gran banquete no debía causar placer sólo en una ocasión, las palabras debían quedar escritas para proporcionar ese placer una y otra vez, tan sólo con leerlas. Una persona afortunada podría tomar algún día un gran champagne, millones la leerán y lo disfrutarán si alguien lo cuenta con tino.

Por eso, cada noche, y al llegar a casa, escogía un cuento para su bebé al que le habían dicho que quizá no pudiera viajar nunca, tan imaginativo y fantástico como fuera posible, lleno de sensaciones, uno que abriera su imaginación, su apetito, que estimulara su inteligencia y masajeara su cabecita, tan pequeña, perezosa y frágil. Un relato que le hiciera dormir y viajar, reir y soñar con cosas preciosas. Un cuento que le hiciera feliz, que guapo ya era.

P.D: Dedicado a Álvaro.

4/4/09

Gris

Era mediocre y era consciente. Había sobrevivido con dignidad gracias a toneladas de esfuerzo, de amor propio. Cuando los demás se iban, él se quedaba trabajando y las horas de sueño, le habían acabado confundiendo. A base obsesionarse con lo bueno que era, había desarrollado una visión distorsionada de sí mismo, que repetía, por si colara, a quien quisiera oírle. Se miraba al espejo con los ojos entrecerrados, apretándolos fuerte a veces hasta hacerlos llorar, para que las lágrimas filtraran la luz y pudiera moldear las formas tal y como su imaginación las proyectaba. Había decidido ser una estrella y nada se iba a interponer, ni siquiera su mediocridad.

Al principio y con el comienzo de cada temporada se ponía delante de la cacerola, un lienzo en blanco, pensando en parir una obra maestra. Odiaba las hojas vacías, necesitaba decir algo cada poco. Pasaron los meses y se dio cuenta de que sólo era capaz de pochar una triste cebolla, freir unos pobres ajos, confitar un esto o un aquello, sus platos eran frases mil veces dichas, hiladas como buenamente podía, sabores que la gente olvidaba a los pocos segundos. Decían las malas lenguas –las entendidas- que incluso cuando no utilizaba Avecrem, sus guisos sabían a Avecrem. El cóctel era peligroso, ambición y falta de capacidad.

Pero era un alma fuerte, o al menos contumaz. En lugar de hacer lo que la mayoría -resignarse a su medianía-, fue desarrollando una suerte de comportamiento provechoso, podría decirse que encontró su verdadero don. Primero empezó a echarle una mirada de reojo a los libros de alta cocina que recolectaba con ansiedad y que memorizaba a base de esfuerzo, aunque con poco aprovechamiento. Cogió un algo de aquí y de allá, componiendo de oídas. La cosa no fue del todo mal, sus clientes empezaron a felicitarle y lo que al principio hacía con inocencia y casi sin darse cuenta, se convirtió en una costumbre insana, ¿Quién se iba a enterar? Como si fuera un grupo opositor a Eurovisión plagió sin compasión y con descaro. Con habilidad, sólo hasta el séptimo acorde, sin llegar al octavo. Lo justo para que no le descalificara el jurado o lo que es peor, el juicio público.

Poco a poco, más y más. Compuso una carta enorme, descomunal, de nombres complejos que leía en libros que no acababa de entender. Llena de platos en los que incluía, sin ton ni son, ingredientes asiáticos de moda. "Oscurezcámoslo". Basó su cocina en el mundo asiático, un universo suficientemente desconocido que no haría fácil compararle, pero a la vez llamativo y extraño; no sabría hacer un caldo oscuro pero se jactaría de hacer el mejor pad thai de la ciudad. Su ambición poco a poco dejó de ser mejorar, se conoció a sí mismo y se dio cuenta de que lo que le hacía feliz era ser famoso, estar. Añadió a sus trapacerías la costumbre de hablar mal de los de su gremio y a ser posible destacar su restaurante en cada ocasión en la que le dejaran. Hizo de la palabra "yo" una carrera profesional.

Y llegó su momento: empezó a ser conocido en el mundillo local. Por supuesto no hablamos de un reconocimiento de su obra, poco tenía que decir y sus "creaciones" siempre causaban más sonrisa que interés real. El talento es díscolo e irreverente, sólo reconoce al talento, desprecia la mediocridad y él no formaba parte de la logia más exclusiva; sentía que le miraban sin verle, pero ocupaba dignamente el espacio que iba entre la columna de la entrada y la puerta y se afanaba en rellenarla cada día. Se convirtió en un imprescindible en cada fiesta, en las voces en off de la comedia de la tele, y eso le daba una oportunidad única, practicar la especialidad que había practicado durante años, que no era otra que la sumisión. Eran demasiados años de práctica que no podían quedar en vano, haría de sus rodillas encallecidas su principal activo. Él, amigos, no esperaba que llovieran estrellas michelín, pero exigía su presencia en cada evento por el sólo hecho de ser parte del mobiliario; un funcionario de las cacerolas exigiendo escalafón. Estar.

Primavera del 2009. Tocaba reinventarse una vez más, una nueva carta y una presión brutal, la de la gente con talento que salía –"maldita sea"-, como setas. Gente que leía y estudiaba, que mejoraba cada día, y que sobre todo creaba, componiendo platos complejos que él no podría siquiera soñar. Talento inaccesible. Sin embargo hoy estaba contento, la semana entera se había justificado porque había visto en un programa de televisión una receta de unos dim sum de higadillos acompañados de unos ajíes; esta vez iba a ser sencillo, cambiaría los higadillos por riñones y los ajíes por pimiento seco de la Rioja. Se le había ocurrido hacer una "versión" españolizada de un plato del plato, nadie se atrevería a decirle que había copiado y si lo hicieran, impondría sus galones. No tenía ni la más mínima intención de referenciar a su autor; la regla número uno de su manual de superviviencia era reconocer la obra sólo si era imprescindible -"ni un centímetro". Bien al contrario, ya se encargaría de ir deslizando insidias sobre el autor, procurando mirarle por encima del hombro, subiéndose en toneladas de excrementos para poder mirarlo desde bien alto.

Y al fin y al cabo, ¿Qué había de malo? ¿Qué hubieras hecho tú con tan poco? Sin talento ahí andaba: en el ajo. Aunque fuera blanco y chino.


Cuadro que ilustra: Low lying clouds de Scott Andrew Spencer