14/4/09

Sueños


El tren siempre le daba sueño. Los traqueteos eran latidos, la despertaban y la adormecían, como una sacudida o como un arrullo, dependiendo de la violencia. Se subía al tren forrada de su abrigo de plumas, con el paraguas en el bolsillo, con el libro en la mano, acompañada de un pequeño neceser donde guardaba el tesoro más preciado, sus bocadillos para la comida. En el asiento se sentía tranquila, a resguardo, calentita.

Le gustaba aislarse, cosas de la vida, encontraba más interesante la ficción que la realidad. Por eso agarraba su maleta, bien llena de su almuerzo, con fuerza, mientras leía un día cuentos de Borges, otro historias de ciencia ficción de Asimov. Se quedaba atrapada entre los clásicos de misterio de Conan Doyle o de Agatha Christie, para esos momentos, el buffet del Orient Express se mezclaba con filetes empanados que hacía con la receta de su madre, dejándolos descansar en una cama de pimientos verdes, asados en el horno. Con Chandler siempre hamburguesas y coca-cola y con Enyd Blyton y sus Cinco, recordaba sus merendolas pantagruélicas con sándwiches de roast beef. A cada escritor le encontraba una armonía, un mordisco frío. A las dos de la tarde, siempre en soledad, abría su morral, sonaba el clapssss de la chapa de la Fanta de naranja que declaraba la apertura de la fiesta de palabras y sabores y que acababa en un postre que consistía -los días de fiesta, días en los que no importaban las calorías- en un cantero de pan crujiente bien untado en Nocilla. Se lo reservaba para cuando recordaba a Carmen Kurtz a Óscar y a su oca Kina.

Se había sorprendido mucho al leer, que en el funeral de un irlandés , como describía Joyce en su cuento “Los muertos”, la gente a diferencia de España -donde todo eran lloros- se ponía tibia en un festín, tradiciones bien diferentes a la de su Castilla natal excepto en lo de los llantos. Si se sentía exótica, se preparaba un pollo laqueado, que iba estupendamente cuando se arrimaba a Julio Verne; tanto da miles de kilómetros, como años luz. Incluso disfrutaba con la miel que describía Camilo José Cela en Viaje a la Alcarria. Viendo a Camilo en la tele le parecía que nunca había sido capaz de trasladar toda la satisfacción que sentía comiendo a sus libros. Su cómic favorito era la última página de cualquier Astérix y Obélix, justo el momento en el que asaban un jabalí que goteaba jugoso y que Obélix se ocupaba de dejar en nada más que huesos. Recordaba el placer, inexplicable, del olor de los libros de la Casa de la Cultura de su pueblo, perdido en La Mancha. El color amarillento de las páginas llenas de aventuras que podía disfrutar acompañadas de ese olor característico que adoraba infinitamente más que el de la trufa más cara.

Le gustaba comer, pero era incluso más feliz si se lo contaban. Una comida podría ser estupenda, pero sólo formaría parte de su memoria si alguien le prestaba un trozo de alma, si se transformaba en ideas hermosas. Pensaba que un gran banquete no debía causar placer sólo en una ocasión, las palabras debían quedar escritas para proporcionar ese placer una y otra vez, tan sólo con leerlas. Una persona afortunada podría tomar algún día un gran champagne, millones la leerán y lo disfrutarán si alguien lo cuenta con tino.

Por eso, cada noche, y al llegar a casa, escogía un cuento para su bebé al que le habían dicho que quizá no pudiera viajar nunca, tan imaginativo y fantástico como fuera posible, lleno de sensaciones, uno que abriera su imaginación, su apetito, que estimulara su inteligencia y masajeara su cabecita, tan pequeña, perezosa y frágil. Un relato que le hiciera dormir y viajar, reir y soñar con cosas preciosas. Un cuento que le hiciera feliz, que guapo ya era.

P.D: Dedicado a Álvaro.

8 comentarios:

Jorge Díez dijo...

Precioso homenaje a la palabra escrita, también cuando es útil. Aunque no sea exactamente eso lo que le pidamos. Y aunque muchas veces se caiga en el onanismo intelectual al escribir.
(No entro en los motivos de la dedicatoria pero espero que un día se les pueda escribir un final feliz)

Manu dijo...

Leo tu magnífico cuento, miro por la ventana, el día está gris y llovizna. Me acerco a la bilioteca, dudo, al final me decido, voy a releer "El palacio azul de los ingenieros belgas".

Gracias, por encenderme la mecha de la lectura que últimamente tengo un poco apagada.

Matoses dijo...

Manu,
Excelente libro ese. A mi me lo descubrió Abraham García y, como la mayoría de sus recomendaciones literarias, un gran deleite.

Alfredo dijo...

Ligasalsas,

Tengo mucha imaginación o estuviste en Pontevedra en Semana Santa?

Carlos dijo...

No Alfredo. Por desgracia no he subido a Galicia desde el verano pasado y no lo haré hasta este agosto.

Alfredo dijo...

Carlos,

Ok, perdón por la confusión. Es que leyéndote he visto que tenías familia en Pontevedra (yo soy de Pontevedra) y se dio la casualidad de que en el Bagos coincidí cenando con alguien del que me comentaron que tenía un blog gastronómico y pensé que podías ser tú. (Además, a través de esa persona me llegó la recomendación de visitar Sudestada, local que no conozco, en mi inminente visita a Madrid).

Reitero mis disculpas por la confusión.

Carlos dijo...

Buen sitio ese Bagos Alfredo, un saludo.

Carlos dijo...

A Álvaro tendré que contarle lo bonita que es Venecia. O Roma. O Cuenca. Pero lo sabrá.