20/1/10

Penélope a lo garçon

Penélope venía contenta con su nuevo corte de pelo. "A lo garçon", le había insistido a la peluquera que intentaba colarle uno de esos peinados de revista de moda. Ésta finalmente, tijera en mano, había esbozado un gesto de resignación y accedido a cortarle la enorme mata de pelo castaño, resultado de muchos años de cuidados y de mañanas de sufrimientos en el peinado del amanecer. "Qué cómoda voy a estar", todo eran ventajas y se felicitó saliendo con paso firme de la sala de belleza.

Se dirigió satisfecha y feliz a su restaurante favorito a celebrarlo. Mirándose en cada espejo se alisaba la falda y se rozaba la graciosa melenita, que meneaba coquetamente delante del cristal de cada escaparate. Así entró, con sonrisas y saludos al personal, que ya empezaba a afanarse en el servicio de la comida. "Su mesa, señora", el jefe de sala de blanco y negro riguroso la sentó en su rincón favorito -era una cliente VIP-, donde, sin necesidad de pedirlo, a los treinta segundos ya se había servido una copita de manzanilla y unas aceitunas exquisitamente maceradas.

Penélope decidió acicalarse un poco, no se cansaba de mirarse. Por el camino saludó a una de las camareras, una niña joven que le caía especialmente bien, "está usted muy guapa, señora" le dijo sonriéndole. Fue un segundo, algo rápido, pero se dio cuenta de que le había mentido. La chica había pronunciado las cinco palabras con una sombra en los ojos mientras bajaba la mirada, un reproche apenas perceptible. "Es demasiado joven, no tiene estilo, normal que no lo aprecie", musitó lanzándose un beso al espejo del baño, mientras se atusaba el pelo en la nuca.

Volvió a su mesa y, tras elegir un buen chablis, empezó a disfrutar de la deliciosa ensalada templada de cigalas con trufa de invierno. Al tercer bocado volvió a notar una nueva mirada extraña, esta vez la de otro de los clientes habituales que, con una expresión socarrona, susurró algo al oído de su acompañante, sin apartar la vista de sus hombros, donde ya no caía melena alguna. "Más vino", exigió. "¿Me ponéis más vino, o me tengo que levantar yo?", exclamó treinta segundos después en un tono de voz demasiado elevado. Ya había sido suficiente, "retiradme el plato" le dijo al jefe de sala en voz queda, él no le miraba de manera diferente a otras ocasiones, pero ella pensaba que la estaba juzgando. "¿No le ha gustado?" le preguntó extrañado ante el plato a medias de comer. No le respondió, sólo le pidió con fiereza más vino y empezó a fijarse en todos los detalles que, en realidad, le desagradaban del restaurante.

Como si le hubieran dado el don de la vista de repente, se percató de que eran demasiadas las cosas que no le gustaban. La ensalada le había parecido esta vez demasiado vulgar, las paredes olían a tabaco, el vino estaba demasiado caliente y la decoración era espantosa. El ambiente se volvió agobiante, caluroso. "Dios mío, ¿Por qué me he cortado la melena? ¿Por qué?" gimió hacia dentro desesperada. Acabó con la comida abruptamente, pagó y dejó apenas unos céntimos de propina. Apartó la silla de un golpe al levantarse y se marchó sin despedirse, ante la mirada incrédula del servicio de sala. A su espalda imaginaba susurros y risas de gente que se mofaba de un corte de pelo antiguo y ridículo.

Corrió cien metros más allá y empezó a llorar desesperada. Juró no volver nunca a semejante antro, Madrid entera sabría el repugnante sitio en el que se había convertido, mandaría una opinión demoledora a cada uno de los periódicos que conocía hasta conseguir que se publicara. Se enjugó las lágrimas y levantó la cabeza, dándose cuenta de que se había parado delante de una tienda de ropa con un enorme espejo. Allí vio a una mujer fea y vieja. Una figura anacrónica con un peinado a lo garçon.

Cuadro que ilustra: Marguerite Kelsey de Meredith Frampton

Nota: Título inspirado en el cuento de F. Scott Figzgerald, Bernice a lo garçon

14/1/10

Miércoles de enero

El limpiaparabrisas automático de mi coche no sabe a qué velocidad barrer. No hay patrón o rutina en esta lluvia racheada y lo despista, ahora con una ráfaga violenta, ahora una cortina fina e imperceptible. El invierno está empezando a resultarme especialmente pesado y oscuro; falta de costumbre, supongo.

"Oh-oh-oh-oh, caught in a bad romance...", canturrea una rubia en los altavoces mientras esquivo coches en el centro comercial. Las ruedas mojadas gimen en cada giro, la gente se pelea por cada sitio como si fuera una trinchera y los cedas al paso se vuelven invisibles bajo la avalancha de la desesperación de conductores que matan por cinco minutos y dos metros.

"You and me could write a bad romance...", tatareo yo, evitando la planta de las rebajas como la peste. El supermercado del centro comercial es un invernadero perpetuo, la negación absoluta de las temporadas, cementerio inmutable. No sólo es que jamás varíe la disposición física del género, no; me refiero a que los productos son idénticamente iguales día tras día, o al menos lo parecen. Alcachofas con las hojas abiertas, clones de piñas con las hojas secas, besugos gemelos, el mismo tamaño, la misma mancha, el mismo ojo a punto de enturbiarse para siempre. En verano florecen en la estantería de verduras las setas shiitake, de la misma manera que, incluso en el enero más frío, los pimientos del Padrón jamás faltan a su vera, impecablemente verdes y lustrosos.

No hay nada menos apetecible que su pescadería. Apenas hay variedades y los ejemplares de captura más interesantes -siempre los mismos: rape, corvinas, meros o merluzas- tienen un precio que supone una condena de oxidación pública durante cuatro, cinco, seis días, hasta que un alma incauta decide darse un lujo. Las especies de piscifactoría, más asequibles y frescas, requieren de un gran cocinero que sea capaz de exprimirles un alma que no tienen. Así que mejor huir a la estantería de la carne, criada con diferente pienso, pero igualmente criada. Entre decenas de pequeños paquetes hoy hay una novedad: el jarrete viene con su hueso. El hueso es la promesa de un buen fondo, de un guiso caliente que espante la sensación de que este miércoles por la noche del invierno va a ser igual que demasiados otros.

Dorar la carne y especias, cortar verduras, tostar, desglasar con vino. Boyle-Mariot y la olla rápida cumplen sin compasión con su labor de apisonadora y a los cuarenta minutos la carne aparece humeante y melosa, sin la textura mantecosa de las versiones hechas con mimo, quizá demasiado deshilachada. La cocina huele a cebolla dulce y ajo, a carne de segunda en todos los sentidos. Todavía así soy feliz de que, al menos, mi cuchillo se deslice por la pieza como si fuera mantequilla y de que el colágeno no se haya consumido.

En la cocina hace calor y el humo que sale de la olla empaña la ventana. Apenas me deja ver los restos de hielo y nieve que remolonean en el suelo, resistiéndose a desaparecer.

Cuadro que ilustra: Ciudad y niebla de Raquel Sáez Fliquete

1/1/10

Se irán


Apura el penúltimo sorbo, dejando los labios pegados al cristal fino y templado, la tarde lleva en el útero un feto de noche negra. Recorre con la mirada la sala, las mesas de las seis de la tarde impecablemente montadas. "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais", dice su mirada. El armañac resbala por la comisura de sus labios, confundiéndose con absenta milímetro a milímetro.

La luz se apaga. Del alma, la paloma, consomé del ave, volatería confitada, cocida al vacío y, finalmente, asada. "He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser", balbucea mutado en un albino borracho. El humo huye por los ventanales del restaurante, "naves en llamas más allá de Orión", el ballet del servicio se desdibuja lentamente, faisandé del 2012.

"Todos esos momentos se perderán en el tiempo". Le duele más alejarse de las galaxias descubiertas que dejar de descubrir nuevos lugares y ahí está el problema; con un punto de indolencia y rabia aparta la copa. El ambiente languidece entre la lluvia y la muerte del otoño, nuevamente de trufa y borgoña. "Hay otras constelaciones, pero no me apetece descubirlas".

El tiempo toca los timbales como un metrónomo, oxidando el pan. Migas ásperas como eras manchegas, desperdicio del penúltimo servicio. Le besa una clienta, entregada e ignorante, "nunca volverá a haber ningún sitio así". Decodifica cada textura, cada sabor, su concentración, sus aromas, intenta conciliar el color, el sabor, el aroma, la perfección. "Lo han transcrito mal en el libro de recetas, no saldrá bien". Se lleva en el último récodo de su memoria el porqué nadie lo conseguirá.

En la la orilla del mar, niebla y nada. Pureza, kaiseki. Sensaciones cortadas a navaja, como en sus platos. "Todos esos momentos se perderán en el tiempo". Como en un concierto de piano, na-na-na-na-na, los dedos dejan de golpear las teclas y la pieza se acaba, se cierra el libro de reservas. El perpetuum mobile tenía truco.

"Se irán, como lágrimas en la lluvia". Hora de dejarlo.

Referencias en negrita tomadas de la película Blade Runner.