6/9/18

3 de septiembre, 114 Faubourg

Viajar se ha convertido en un asunto desagradable, una pelea continua y agotadora por un asiento, un espacio para la maleta o un bocadillo. En el aeropuerto de Orly la cola de taxis es interminable y el tráfico es denso hasta llegar a la plaza de la Ópera. Encuentro Paris sucia y destartalada, aunque quién sabe, son muchos años y quizá el que haya cambiado sea yo. En los grandes bulevares se agolpan los mendigos entre restaurantes de estilo asiático, huele a especias y a mantequilla. Los deliciosos escaparates de Printemps están arrinconados.

En Le Bristol ven mi cara de cansancio y me acompañan al bar. Te acompañan, te sirven, te sonrían, te cuidan. Pido un gimlet, me dan algo de charla y sonríen, pareciera que disfrutaran con su trabajo y el contraste con el trato en el avión, donde sólo eres un trozo de carne que transportar, es brutal. Las parejas a mi lado han bebido mucho y sus reacciones son algo exageradas, no veo la realidad a través de la misma hermosa bruma que ellos, pero les entiendo. Les envidio.

Otra vez más me acompañan al bistrot del hotel –deben pensar, no sin razón, que lo normal es ir allí acompañado-, 114 Faubourg, una versión relajada del Epicure desprovista del boato y del lujo palaciego, pero llena de encanto. Alrededor de una escalera despampanante se disponen demasiado pegadas las mesas. Me han reservado una esquina, casi de frente a la barra que parece un escenario. Desde allí puedo disfrutar de la función discretamente.

Los camareros son educados y eficentes, trabajan en poco espacio, pero se desempeñan con soltura y la cocina de Cauquil, antiguo souschef de Frechon, es precisa, predeciblemente deliciosa y fina. Se abren botellas de burdeos viejo y se sirve por copas borgoña de Mugneret. Apenas encuentro fallos: una mantequilla quizá demasiado fría de aperitivo, un vino con algún grado de más, un pan que no está a la altura del resto. Acaba la cena con un milhojas relleno de  crema de vainilla bourbon tan sensacional como el resto de la cena, como el recuerdo que va a quedar, como la cuenta. Un restaurante así sólo se puede explicar desde el bolsillo del cliente

25/8/18

25 de julio, gallo negro

Vuelve la herida mojada, curada en agua con sal, ya limpia y sin pus; delicada digamos. Para secarla qué mejor que unas horas al aire de Castilla en la sobremesa del final de agosto.

Pero antes un gallo negro guisado en el hotel y restaurante EnryMary -ahora tiene otro nombre que me gusta menos. La Puebla de Sanabria es el agujero en el tiempo espacio tiempo que conecta Galicia con el universo.

20/8/18

18 de agosto, al cabo de once años, D'Berto

En el Salnés los días radiantes retumban con estruendo. El paisaje parece cincelado por los días lluviosos, pesimista en lo metereológico. Así que este sol le sienta a la ría de Arousa como un vestido blanco, cegador sobre una piel que suele lucir el gris perla. En La Toja las vendedoras de baratijas se esconden debajo de la poca sombra que hay en el paseo de la isla. Conchas, collares y amuletos de recuerdo entre mucho "ay filliño" zalamero y un poco forzado, como lo decía Beatriz Carvajal.

La ría huele a yodo, la marea está baja y el vivero parece inmenso. Apenas a doscientos metros, como una continuación natural, está el restaurante D'Berto. En la entrada hay una pecera con crustáceos enormes, que yo creo que son más mascotas que otros cosa excepto las cigalas, que van listas de papeles. Dentro, un expositor con lo que vino de la lonja.

Berto nos dice que venimos en mal día, el miércoles y el jueves no hubo mercado. Yo creo que sufre en agosto intentando mantener los precios, porque la calidad no se negocia. De hecho, esa ha sido siempre su apuesta, lo que le define: una convicción casi fanática en el producto de la ría. Siempre el mejor, siempre accesible. Es un negocio difícil porque ahora no hay marisco, pero es que hace cinco años no había clientes que lo pagaran.

El 2018 se ha convertido en una nueva locura como fueron los primeros años del siglo, dan 90 cubiertos como podrían dar 150. Mientras mi hijo pide que le destrocen un solomillo -el gourmet se hará, en el mejor de los casos-, una pareja al lado discute el menú con la naturalidad de quién va cada día a comer allí. Que van. Las bandejas de cigalas y bogavantes vuelan en la sala y a mí me sale el asombro castellano: cuánta riqueza.

Cada año descubro algo maravilloso, que no sé si volverá a suceder. El agosto pasado unas zamburiñas que  habían filtrado toda la ría, hoy unos percebes que tienen en la uña un tacto líquido, aterciopelado y viscoso, como el del liquen en la piedra húmeda y resguardada del sol. La medida del producto.

Compré dos velas en la cerería de San Román para pedir que a la Michelin no le llegue el presupuesto o el conocimiento para llegar hasta aquí.

19/8/18

16 agosto, el ocio en Pontevedra

Una de las cuestiones fundamentales que hay que resolver en las ciudades de provincias es qué hacer con el tiempo de ocio. En Madrid está chupado, uno lo pasa en un par de atascos y si le sobra visita el Prado o va a ver ópera.

En el norte de España han resuelto este problema a base de gastronomía. Siempre me fascinó el hecho de que los emigrantes gallegos de Orense, inmensamente ricos y ya mayores, volvieran en agosto a su tierra en aviones privados a comer marisco. No al alterne ni al exceso salvo que por tal se tenga echar la partida, que siempre fue una excusa para tomar licor café mientras hablas de más comida y de tu infancia.

Yo debí haber dirigido la sucursal del Banco de España de Pontevedra, pero llegué algo tarde. Hubiera en ese caso disfrutado de Juncal con desmesura. Un ultramarinos maravilloso, hecho para viajar entre un océano de conservas y el mejor cerdo ibérico; entre todo lo de hace falta para construir un caldo gallego excesivo, descomunal, sabroso, capaz de disipar brumas y de crearlas aún más profundas. De darle sentido con los mejores vinos y licores a un domingo. Y luego está ese olor, el de la tienda de conservas, indefinible pero que cualquiera reconoce, aquí refinado por la nobleza de la chacina.

Pero llegué tarde, y ya no me llamarán Don Carlos en las cafeterías de la Michelena. Tampoco sortearé el atasco de las diez en los soportales.

4/8/18

4 de agosto, La moda ideal

Pontevedra ha sido ciudad de
funcionarios, bares y tiendas al minorista. Las tiendas están desapareciendo a ojos vista. Tocadas por la edad e internet, por las grandes superficies. Hasta por la mala suerte.

Fue el caso de La moda ideal que hace un par de años ardió. Estaba en una esquina bajo los soportales de la plaza de la Herrería, un pequeño comercio fundado a finales del XIX en un edificio precioso que vendía unas telas, un género estupendo. Todo buen gusto, desde el nombre. Un símbolo hasta en la manera de consumirse.

Apenas a unos metros, partiendo de la Herrería, está la Rúa de San Román, mi calle favorita de Pontevedra. Desde la imprenta y librería Pueblo, que mantiene esa deliciosa y desasosegante mezcla de olores del papel de los libros y el plástico de las carteras escolares nuevas -el olor del primer otoño- a la extraña y a su manera hermosa farmacia de Eiras Puig, la primera botica de la ciudad, también del XIX. Una época en la que Pontevedra recibió inmigración catalana que trabajó los salazones, el bacalao y los licores, pero sobre todo la  sardina. En Bueu queda el museo Massó para dar fe.

Pero sin duda hay dos lugares donde merece la pena detenerse. El primero es la cuchillería y paragüería La Orensana, ya cerrada pero que dejó su colorista cartel -así es cómo el comercio está dejando su firma en las ciudades. Y sobre todo queda la Cerería de San Román; el olor a incienso y cera, su escaparate lleno de exvotos y símbolos con aroma a santería.

Ataré el final de la morcilla como la empecé, con una mercería: Apenas a unas decenas de metros, en la Plaza do Teucro, está el bar La tienda de Clara, que fue en el rodaje de Los gozos y las sombras el comercio de Clara Aldán, o sea de Charo López, porque me es difícil pensar en otra Aldán. Un buen bar para iniciar hoy la noche de peñas en la que centenas de adolescentes van a arder entre el calor y el alcohol para celebrar que empiezan las fiestas de agosto, la Peregrina.

30/7/18

30 de julio, a las 9 en Pontevedra

La lluvia cubre como un gasa traslúcida la iglesia de San Francisco, en la Plaza de la Herrería. Es una capa tan delgada que parece poder vencerse con un soplido.

El centro de Pontevedra es casi peatonal, silencioso. La gente anda con parsimonia. Tienen ese flow que da no intentar ganarle una décima a cada segundo que ya no sé si te lo da Madrid o lo arrastro yo. Llevan paraguas y el calzado adecuado.

Con bermudas y esparteñas, de manga corta, tengo frío y parezco gilipollas, así que me doy la vuelta. Tenía pensado descubrir la manera correcta de llegar al parking, a ser posible sin coger alguna calle en dirección contraria, porque el ayuntamiento de Pontevedra modifica con una frecuencia y saña los sentidos de circulación que va a conseguir volvernos locos a los de Google y a mí.

El hotel es vetusto, los camareros, con chaquetilla blanca y pajarita, invitan con el café a un aperitivo de bollería. Son las nueve y media y un grupo de chicas morenas abre Zara. A mi lado un tipo mayor subraya el ABC y toma notas, viste un traje muy antiguo y una corbata a rayas diagonales marrones, ancha en el extremo inferior. Dos clientes habituales bromean con el camarero sobre la boda en la que coincidieron ayer: "¿Echaste mucha gasolina? ". Es todo analógico, con más pasado que futuro, si flotara el humo del tabaco  podríamos pasar por extras para una película de Garci.

Llueve mucho pero ellas se deslizan sin prisa, calladamente y con suavidad, la piel ajada de la playa, el sol y la lluvia, tras la cortina.

28/7/18

28 de Julio, Benavente

La A6 se despliega delante de nosotros como una alfombra caliente y gris enorme. Este año ya no oiremos a Íñigo en la radio, además la señal de la emisora se pierde justo cuando las cuatro torres se hacen pequeñas en el retrovisor, apenas a treinta kilómetros de Madrid. Castilla empieza a ensanchar, del color del trigo.

Pero el único que oye la radio soy yo, Sonia y Gabriel discuten sobre la mejor opción entre la lista de películas que he descargado en la tablet. Vamos pesados de equipaje, a unas vacaciones largas, como las de Verano Azul; llevamos la maleta llena y un Euromillón en el bolsillo, acaso no hubiera que volver.

La autopista despalilla vehículos hacia Segovia y Ávila; son los que van "al pueblo". Llegando a Tordesillas. toca parar, ójala Google Maps.en lugar de recomendar bares por su comida lo hiciera por la limpieza de los baños. Suelo elegir la cafetería con menos camiones.

Llegamos por fin a Benavente. No hay más: el hotel es una maravilla, el clima inmejorable, la gente amable y qué precios. Además venden ancas de rana en las carnicerías. Durante unas horas soy, oficialmente, el Rhodes de Benavente.

Comemos en el mesón del Pícaro, uno de esos pequeños milagros que suceden de tanto en tanto en Castilla: el marisco es estupendo y el cordero, al que le sobran unos minutos en el horno, de un tamaño política y deliciosamente incorrecto.