27/3/08

Playa Club

Sólo soy capaz de distinguir cinco tipos de gris diferente. Los gallegos que se sientan a mi lado me corrigen, "hay muchos más, por lo menos veinte, fíjate bien donde se cruzan el cielo y el mar”. Anuncian nieves y fríos para toda la Semana Santa y me da que va a ser cierto porque el vendaval se lleva los paraguas y hace casi imposible andar en dirección contraria a las ráfagas. No recuerdo un solo viernes santo en el que hiciera calor.

La playa de Riazor es enorme, desde el estadio del Deportivo hasta donde llega la vista, el mar bate las piedras y las erosiona grano a grano; algunos valientes hacen surf y, mientras yo, calentito y refugiándome en la silla, me dedico a mirar al infinito a través de los espectaculares ventanales del privilegiado comedor del restaurante disfrutando de una Estrella de Galicia amarga, fría y bien tirada. Hay días que no queda otra que comer bien.

El Playa Club, con su estrella michelín en la proa, es un restaurante bonito, mantiene un servicio de joven, amable y extremadamente eficiente, de los que está, pero no se nota. La carta de vinos es corta –especialmente en las referencias gallegas- y me las veo y me las deseo para encontrar un vino que no desmerezca con la estupenda comida que Alejandro Blanco, jefe de cocina, nos va a preparar; un Fillaboa Selección del 2006 hará las veces. Alejandro tiene fama de manejar los puntos del pescado al detalle, ha estado trabajando en las islas Canarias y quizá de ahí venga es afición a las frutas tropicales que tanto abunda en los acompañamientos.

Empezamos con una crema de patata con huevo escalfado y aceite de chorizo y un pulpo asado con patata y pimentón –primero cocido, claro está-, ambos salen de cocina deliciosos, y los espero amenazante con un pedacito del buen pan de centeno que he escogido entre las tres o cuatro variedades que ofrecen. Si yo fuera cocinero, mediría el grado de satisfacción de mis clientes por el estado de los platos devueltos a la cocina y los nuestros vuelven como espejos.

Apetece pescado por más que el sentido común diga que llevan dos días sin faenar. El mero, procedente de una pieza grande –apuntad este detalle, es realmente importante hoy en día- aparece abundante y perfecto de textura. ¿Cómo lo conservarán tan lozano? Va acompañado de unos ajetes, un puré de chalotas y otro de aceituna negras que, creo yo, no le aportan demasiado. Pero como no cuesta apartar las salsas, el pecado es venial, un mero como éste no se ve todos los días. Disfrutamos también con el arroz negro, al que le falta un poquito de punch en el sabor y en el que los chipirones de la ría a la plancha sobresalen notablemente, hasta el punto de ganar el protagonismo en el plato por goleada, aunque lamentamos no haber pedido el rape que vemos servido en la mesa de al lado.

Por fin un postre que hay que pedir al principio de la comida, un bombón de chocolate con plátano y mandarina donde el aprendizaje canario de Alejandro -Jano le llama la camarera, que para eso le conoce más-, sale a la luz con alegría. La fusión galaico-canaria es posible.

Se va acabando el vino y arrecia la lluvia, casi horizontal contra el cristal. Petit fours, el café, una copa de un vino dulce, este sitio está pensado para poder pasar una sobremesa larga y pausada, sitio de puro y mus. Tienen tino en los puntos de cocción, buen producto –maravilloso en algún caso-,uno de los mejores comedores de Galicia y sencillez en las preparaciones a precios más que razonables –unos 60 euros por persona con un vino de precio medio-, el Playa Club es un buen sitio para dejarse caer en La Coruña. Incluso aunque no llueva.


Restaurante Playa Club
Dirección: Anderes Riazor, s/n (La Coruña)
Teléfono: 981 257128

24/3/08

Oam Thong

Tras frecuentar decenas de chinos de barrio mis prejuicios sobre el oriental medio en Madrid empezaban a tender al infinito. Debo haber comido miles de dim sums recalentados, pastas mal fritas, aceites horribles... ; un maremágnum de desastres que me habían predispuesto a lo peor cada vez que me adentraba en un local con motivos orientales.

Sin embargo, las recomendaciones de un conjunto de personas con muchos tiros pegados en esto de lo oriental, me llevaron a la calle Corazón de María, casi a la sombra de la gran multinacional de informática, a un local amplio y bien dispuesto. Po Hai Chiu, dueño y cocinero, es de esa gente que cae bien a la primera, de las que dan buen rollo; su cocina recorre gran parte de las localizaciones geográficas de Thailandia y los expertos -gente viajada- me dicen que mantiene rigor y autenticidad en las preparaciones.

Esperamos a las entradas esperamos con una cerveza thailandesa Shinga y elegimos un albariño para acompañar, que pienso que le va al pelo a este tipo de cocina. Nos decidimos por el nivel cuatro de picante en las preparaciones -con el nivel cinco se arde a lo bonzo literalmente- y compartimos un menú donde se mezclan la sutileza y la contundencia a partes iguales; un menú que tiene como hilo conductor la leche de coco y las especias y que comienza con una fantástica sopa de crema Tom Yam con Langostinos, un espectáculo la fragancia que desprenden los chiles, el galanga -un tipo de jengibre-, la lima kaffir, el lemon grass y por supuesto la leche de coco y el cilantro. El plato más complejo -exuberante diría yo- de la comida donde se agradece que el punto de cocción del langostino sea el correcto.

Seguimos con unos rollitos de pescado, langostinos y vieiras, digamos un ravioli de pasta de arroz, otra vez sutileza en el bocado y contundencia en las salsas que lo acompañan; ricos. Tremendos los langostinos crudos marinados, el ajo y el cilantro marinan al marisco crudo consiguiendo un plato refrescante -¿Os recuerda al ceviche? A mí sí. Los comemos a la par que uno de los mejores Pad Thai que yo haya probado en Madrid, con los fideos de arroz y el huevo en su punto, que no es poco.

Pasamos a un buen bacalao desalado en hoja de banana -bien de punto otra vez, aunque no es el bacalao pescado que sufra demasiado con los excesos en mi opinión-,contrastaba en sabor con todo lo que habíamos comido hasta el momento y lo hará más con el conjunto de curries que siguieron; es casi sorprendente sentir un poco de sabor salado en esta cocina.

Llegamos por fin al momento del sabor y los contrastes, fantástico el curry Massaman de Venado. En mi opinión, la caza le va muy bien a este tipo de cocina -pesos pesados en los sabores- destacando la salsa que baña al venado en la que se deja notar la sangre de la pieza; ¿Se podrán hacer curries de perdiz, jabalí o liebre?. Dado que no hay pan, uno se apaña mojando el arroz como buenamente puede, esperando que la salsa lo empape en lo posible. Muy rico el pato con curry rojo , destacable la textura del pato que se deshace en la boca, con matices de leche de coco y lima kaffir. Picante, sabroso, adictivo, el tigre llorando de ternera -aunque aquí el que llora no es el tigre, soy yo-, donde Po demuestra que se ha adaptado perfectamente a los puntos de cocción que usamos por estos lares y deja el entrecot poco hecho.

No creo que la autenticidad en la cocina sea un valor por sí misma -ya podrá ser auténtica la cocina escocesa que no la disfrutaré-, sin embargo en este caso se aúnan esa autenticidad y complejidad, sabor y delicadeza, chiles y lima kaffir. Una gama amplia de sorpresas a precio razonable -unos 50 euros por persona, con un vino de precio medio y si uno come mucho- le esperan al comensal español detrás de esta cocina, que a veces vuela como una mariposa, y a veces pica como una abeja.

Restaurante Oam Thong
Dirección: Corazón de María, 7 (Madrid)
Teléfono: 91 5151049

16/3/08

Torrijas, alajú y resoli

Preparan los tambores y los clarines en Cuenca. Mientras al este sacan los cohetes y mascletás por primera vez en doscientos años para estas fechas, cuando en el norte de Castilla avían el morado que ha acompañarles en un duelo adusto, severo y silencioso de una semana, en tanto en el sur ya se atisban los primeros ecos de las saetas, mi madre se mete en la cocina a preparar torrijas; de leche, de vino y de miel; se ha acabado la Cuaresma. Siempre me llamó la atención que hubiera tanto dulce en época de luto.

Hay un poco de pobreza y un mucho de tradición en ese postre. Tan tonto como guadar el pan que sobra, empaparlo en leche o vino si procede, rebozarlo en huevo batido y freírlo en aceite; finalmente se pueden bañar con un jarabe de miel -miel diluida en agua o simplemente en azúcar. Casi se ha perdido la versión en vino en la que basta con cambiar la leche por un vino joven y afrutado, la favorita en mi casa de toda la vida y que con azúcar fue postre, y sin azúcar desayuno de posguerra en las zonas más pobres.

La miel. La que baña calentita a unas nueces machacadas, a la que se le añade un poco de pan rallado, canela, clavo y alcaravea y finalmente unas gotas de un caramelo de naranja. Es el alajú, delicia empalagosa, una bomba calórica, que dicen que los chinos enseñaron a los árabes y que siendo prosaico, se pega en el paladar. Ojo que tiene truco: sólo pasa por el gaznate con resoli.

El resoli. Café, anís, canela, naranja y mucho azúcar para engañar al paladar, garantiza una resaca inolvidable, de las que se recuerdan de por vida -medio litro supone un infierno, merecido seguramente-, pero que cuando la noche del jueves santo intuimos que tercian bastos para el judío, ayuda para mantenerse en pie entre tanta turba; especialmente si uno enfila la noche desde las cuatro de la mañana y desde un río y una hoz que escupe un relente que quita el aliento.

Alajú en la pastelería Rúiz de la calle Carretería en Cuenca, resoli en cualquier chiringuito, que cualquier lugar es bueno para que le envenenen a uno cuando tirita, torrijas en los restaurantes de Berasategui, pillan esquinados, pero merece la pena. O eso me ha dicho Iñigo Pérez que anduvo por allí un tiempo y que hace una versión estupenda en su Urrechu de Pozuelo, bien empapadas y acompañadas por una suerte de crema de chocolate fría. Me gustan también las que hacen en el Horno de San Onofre, en la calle de S. Onofre,3 en Madrid y no están nada mal, aunque sean caras, las que venden en las tiendas de la cadena Mallorca.

Me agarro como un clavo ardiendo a los dulces y a mi herencia gastronómica y cultural, que no quiero que me la quiten; me voy a poner tibio de torrijas esta Semana Santa y hasta me voy a comer el potaje de garbanzos, espinacas y bacalao de Viernes Santo.

11/3/08

La ley de la Viña y el Vino del 2003

Leía hace unos días, que se ha abierto la veda de las variedades de uva blanca que se pueden utilizar en La Rioja; sauvignon blanc, verdejo y Chardonnay entre ellas. Como no podía ser de otra forma, ha habido un fuerte debate entre los tradicionalistas y los innovadores sobre si esto tiene sentido.

Últimamente hemos aprendido mucho de vinos alemanes, italianos y franceses, cada uno de ellos con sus propias características y etiquetados a veces complejos. Sin embargo en España, aparte de leer la denominación de origen en la etiqueta, somos muchos los que no conocemos demasiado bien lo que nos estamos bebiendo: la última clasificación recogida por el BOE se refiere a la Ley de la Viña y el Vino del 2003.

Excluidos vinos de mesa y vinos etiquetados como “Viñedos de España” –el escalón más bajo y que raramente incluyen algún vino de calidad- , nos encontramos con un primer estrato formado por los Vinos de la Tierra; en ellos están regulados las zonas de producción, las variedades permitidas y la graduación máxima. Como ejemplo, el Pago Florentino es un VT de Castilla y el Mauro un vino de la VT de Castilla y León; grandes vinos fuera de la uniformidad de las D.Os.

Entre medias de los anteriores y de las D.Os está la clasificación de Vinos de Calidad. Básicamente un estadio intermedio para aquellas zonas que quieran alcanzar el estatus de denominación de origen, que requiere cinco años de mili y que permiten utilizar la calificación de crianza, reserva o gran reserva.

Por fin llegamos a los grandes monopolios, las Denominaciones de Origen. Nacen en España con el Estatuto del vino del año 1932, reformado por la Ley 25/1970 del Estatuto de la Viña, vino y alcoholes. Cada denominación de origen tiene un consejo regulador, que se ocupa de asegurar la calidad y apoyar la salida al mercado del vino. También son los responsables de decidir qué uvas se pueden usar y en qué cantidades, así como de elegir las zonas donde se pueden plantar las vides –con la aprobación del ministerio de Agricultura. Dentro de las denominaciones de origen españolas hay dos que además son Denominación de Origen Calificada –con producción completamente embotellada y unos exigentes estándares y de calidad: la Rioja y el Priorato

Y por último llegamos a una clasificación más apasionante: los Vinos de Pago. En la Ley del 2003 los define como los pagos como “paraje o sitio rural con características edáficas y de microclima propias que lo diferencian y distinguen de otros de su entorno”. Además debe cumplir que: “que existe vinculación notoria con el cultivo de los viñedos, cuando el nombre del pago venga siendo utilizado de forma habitual en el mercado para identificar los vinos obtenidos”. Por último, “la producción de uva, elaboración y embotellado (con excepciones) deberán realizarse dentro del pago”. ¿Notorio? ¿Que lo diferencian? ¿Cuánto? ¿Cómo? Mucha poesía, es ambiguo y comercial a más no poder.

Cada una de las clasificaciones tiene sus ventajas e inconvenientes. La fuerza de las D.Os, , con sus imposiciones castradoras en cuanto a la clasificación entre “reservas”, “grandes reservas” o “crianzas”, el glamour de los vinos de Pago -cada día más discutidos-, apoyados por el Marqués de Griñón con todo lo que ello supone y la independencia de los Vinos de la Tierra.

Extraña, disforme, da libertad o la restringe según las inquietudes de cada uno –comerciales o de búsqueda de calidad en el resultado. En cualquier caso, no viene mal saber lo que nos estamos bebiendo.

7/3/08

Sushi Bar 99

Anda la gastronomía madrileña revuelta alrededor de un conjunto de restaurantes que han decidido apostar por un concepto que hasta la fecha en España, se trataba con cierto desdén: la fusión. Que levante la mano quien no mirara de reojo a los restaurantes que se autodenominaran como “de fusión” hasta hace unos meses; quizá haya un algo de moda en su éxito actual, pero el caso es que este tipo de cocina parece estar aquí para quedarse.

El concepto “fusión”, que en sí mismo significa poco, se ha resuelto –exceptuando Sudestada que tiene acento porteño- en Madrid basándose en tres ejes, tres cocinas diferentes y complementarias: la peruana, la oriental (japonesa casi siempre) y la mediterránea. Cuando se atina en la mezcolanza el resultado es espectacular. DiverXO aparte –que es a la gastronomía madrileña lo que El Bulli a la española-, la revelación nos llegó con Kabuki; ahora, uno de sus discípulos, Luis Arévalo, está brillando en el segundo local que el Sushi Bar ha abierto en Madrid. El restaurante se maneja exactamente parecidos parámetros que su modelo primigenio… con la notable diferencia de que el precio es sensiblemente inferior.

Materia prima de calidad -quizá no de tanto lujo en la parte de mariscos como en el Kabuki-, sencillez en las preparaciones, conceptos híbridos que sorprenden y crean adicción y una carta de vinos muy bien pensada para este tipo de cocina en la que destacan los vinos blancos y los espumosos. Dejados que fuimos en las manos y los cuchillos del sushiman, el festín fue largo empezando por un espléndido carpaccio de pulpo con salsa de miso, jengibre y aceite de sésamo con un punto en el pulpo que hubiese satisfecho a cualquier gallego de Tierra de Montes, una tempura de erizo, presentado en una copa de cóctel que mantenía en el fondo una salsa de huevo y mantequilla, otra vez más el huevo y el erizo esta vez presentados de otra manera y otra vez maravillosos.

Riquísimo el niguiri de pulpo con patata -en realidad una reinterpretación de la causa peruana con la patata y el ají amarillo-, menos convincente a mi gusto el de vieira en el que el delicado molusco se pierde -difícil de tratar este bicho- entre tanto sabor, una delicia el de toro que se acaba con un golpe de soplete que saca aromas y sabores que creo que se pierden cuando se presenta crudo.

Acertado el temaki de foie y mango -gran combinación- y de no parar de comer una tempura de langostinos con una salsa que causa adicción -si la pusieran encima de las palomitas en el cine, se harían ricos. Muy bien otra vez el maki de cangrejo de concha blanda con aguacate y furikake que aporta un punto crujiente y fantástico el wagyu a la plancha con salsa de melocotón y sésamo. Brilla la combinación de lubina con queso brie o azul –yo prefiero el primero- en el que el pescado blanco casi se convierte en un pescado azul por arte de birli birloque.

Los dueños del restaurante han etiquetado al restaurante en su página web como “La cocina reposada”, y sí, es reposada porque a Luis le sale Perú por los ojos y se traslada a los platos -es mejor cuanto más cerca anda de lo suyo- y es reposada porque Mónica Fernández lleva la sala con acierto y simpatía; entre la selección que ha hecho, destaca alguna perla de Nicolás Joly que funciona estupendamente en un menú tan largo y complejo.

Nota: 7,75
Emoción: 8,00

99 Sushi Bar
C/Ponzano, 99 (Semiesquina Raimundo Fdez. Villaverde)
Tlf: 91 5360567
Madrid

3/3/08

Un paseo por Roma

No hay caos más bello que Roma; desde el mismo momento en el que uno pisa Fiumicino sabe que la experiencia va a ser al tiempo inolvidable y complicada. Atravesando una de las periferias más espantosas que he visto, asombrado por las miles de antenas en los tejados –una por piso- y por los graffitis, voy penetrando capa por capa hacia el interior de la ciudad.

Con los ojos abiertos como platos, presencio en la Plaza de Venecia un espectáculo que es una auténtica demostración de intenciones, los romanos no conducen, esquivan peatones. Manejarse en Roma supone dejar de lado cualquier tipo de esquema de comportamiento ordenado, porque allí, no hay reglas y todo está por negociar. Rápidamente me adapto a este espíritu de anarquía y me acostumbro a andar por el centro de las calles, a cruzar los semáforos en rojo, a tomarme los cafés -que van de lo bueno a lo excepcional, vayas donde vayas- como chupitos en menos de treinta segundos entre un ciao y otro y a subirme a los autobuses sin pagar, siempre con un ticket sin usar por si viniera el revisor. Y como yo, hay hordas de turistas, sobre todo españoles, norteamericanos y japoneses, que vienen a cumplir con cada uno de los rituales: comer pizza, lanzar la moneda a la fuente, hacerse fotos delante de cada monumento y visitar San Pedro; a veces creo que miran pero no ven, y que en realidad donde de verdad son felices es comprando en Dolce y Gabbana.

De todos las zonas de la ciudad, me quedo sin duda con la Roma de las plazas. Desde la Piazza Navona hasta el Campo di Fiori, pasando por el Panteón o por la Fontana di Trevi -descomunalmente hermosa, que se hizo perfecta el día que se bañó Anita Ekberg-, en cada plaza me encuentro esculturas sensuales, obscenas o religiosas, belleza insondable, profunda y descuidada que conmueve al más frío.

Tras cada recodo, en cada giro, contengo la respiración ante la posibilidad de que aparezca otra maravilla; quizá una hornacina con su perla dentro, a lo mejor unos frescos en alguna pared, puede que un patio lleno de bicicletas, vegetación y ropa tendida que esconda alguna fuente, seguramente en mal estado, cubierta por los musgos que bajan por las ventanas tapando paredes de tonos alegres y descoloridos. Roma seduce, enamora y empiezo a sospechar que no se acaba nunca, que es infinita.

Es muy fácil comer bien en Roma, hay centenares de pizzerías y trattorías que van provocando a los jugos gástricos desde media mañana. El olor a pan y café inunda las calles y cuesta contenerse ante la perspectiva de una pasta recién hecha, del color rojo intenso de las salsas de tomate. Me llaman la atención la gran cantidad de enotecas o wine-bars que se pueden encontrar durante el camino, hay mucha afición en Roma al vino a pesar de los exagerados precios que se manejan para algunas de las denominaciones de origen. Suelen ofrecer, además, algo de comida, así que a mí y para el aperitivo, me parecen la mejor opción; elegimos la primera enoteca que nos salió al paso y tomamos un vaso de un buen chianti recomendado por el dueño, acompañado por un pequeño bocadillo de bresaola -la delicada cecina italiana-, mozzarella fundida y rúcula verde, fresca y amarga; así abrimos fuego en Roma.

Tras mitigar la sed de belleza apenas calmada por la primera mañana de largos paseos, al lado del Panteón me encuentro con una pequeña casa de comidas, precisamente Armando al Panteón se llama; pocas mesas y una oferta de cocina romana entre la que incluye un menú del día. Destacaré de todo lo que tomamos una maravillosa alcachofa a la romana –es temporada, confitada en aceite-, grande y tierna de la que apenas hubo que separar hojas duras, un sabroso saltimbocca con un punto de salvia muy acentuado y un bacalao que, además, es el plato del día -es viernes y aquí la Cuaresma no se toma en broma- y que viene acompañado de una deliciosa reducción de tomate cuyo secreto es el tomate seco; tiene por añadidura, una carta de vinos con recorrido y opciones para todos los bolsillos. Sugiero acabar con un café, excepcional, y servido en una vajilla muy graciosa. Se trata, como en tantos otros sitios de la ciudad, de cocina sencilla y sabrosa, sin grandes complicaciones y con buen producto. Veinticinco euros –si no incluimos el vino- por persona bien aprovechados.

De entre todas las tiendas gastronómicas que me tiran los tejos durante los paseos, yo me quedo con Castroni. Para mí entrar allí es un sinvivir; especias y sales de todo tipo, chocolates, salsas para acompañar la pasta que engañarían al gastrónomo más ilustrado, todas las pastas que se puedan imaginar y una gran variedad de harinas y arroces; cómo maldigo en estos casos mi ignorancia sobre vinos italianos, me gustaría poder elegir un par de botellas aún con el riesgo de que me revienten en el vuelo y me perfumen la ropa para los restos –oler a nebbiolo no debe ser tan malo. Al final mi gula y mi cerebro llegan a un acuerdo y me conformo con un kilo de arroz carnaroli, unos bombones gianduja deliciosos, un poco de sal ahumada Halen Môn, un bote de tomates secos Sotto Olio en aceite de oliva, una crema de tomate y un paté de alcachofas ambos del productor Frantoio di Sant'Agata Doneglia para compañar cualquier carne o pasta y unos tallarines negros. Como me conozco, salgo por piernas que no es cosa de tentar a la bestia consumista que llevo dentro.

Peregrinando con mi bolsa hacia el Vaticano, se me ocurre mientras vagabundeo por la plaza de San Pedro debajo de una fina lluvia, a punto de ser atropellado por dos monjas motorizadas que van como locas, que el pan, el aceite, el tomate y la leche, simbolizan la idea que tengo de la gastronomía romana. Quizá, porque son la base de la pizza.