30/11/12

Ruiz

En Cuenca uno puede ser famoso por casi cualquier cosa. Dice la leyenda que los de la Olmeda eran capaces, los sábados por la noche, de tomarse doce whiskis. Un medio amigo motero, antes de matarse en una curva de Motilla del Palancar, se enrolló con dos hermanas; las versiones más arriesgadas decían que incluso con la madre. Hay quien dice que vio a monseñor Guerra Campos alzarse, cáliz en mano, contra unos punkis alemanes a propósito del paso de San Pedro de Semana Santa. Yo añado habitualmente que fue en el Puente San Pablo, me sale la vis cómica.

En el único aspecto en el que podía tomarse en serio a la ciudad era en las pastelerías. Los hojaldres o las bambas eran campo de debate entre el público local. Entiéndanme, no es que se usara la mantequilla más exclusiva, allí bastaba con que la clara se montara a mano y el pastel no se congelara. Me dirán ustedes que es poco y yo les diré que sí, pero que miren alrededor suyo, en su barrio hoy y ahora.

Entre todas las pastelerías lucía como el sol Ruiz, en la calle principal, conocida como Carretería. Precisamente un amigo de mi padre, del pueblo, estaba allí de camarero. Y, por eso, porque ponían unas tapas estupendas sin pagar -no se conoce un sólo conquense que haya pagado por una tapa-, una de las dos cañas que caían cada noche de fin de semana -ni una más, ni una menos-, solíamos tomarla allí. Los pasteles eran sensacionales y siguen siendo casi sensacionales, incluso después de 35 años. Allí comí por primera vez un sandwich mixto. Fue una noche de celebración y  frío amortiguado por un verdugo incómodo. Me suena que algún análisis que dio negativo, como aquella pelota de Match Point que cayó del lado feliz.

A mí Ruiz siempre me recordó a la tienda de El bazar de las sorpresas -"The shop around the corner", la película de Lubitsch. Siempre supuse que debía trabajar en la tienda una Klara Novak pretendida por algún Alfred Kralik, despistado y vestido con un abrigo de paño verde botella, de esos que vendían en Heras un poco más arriba. Si alguna vez hubo gente tan despreocupada, feliz, inocente y falta de ambición como la que rodó Lubitsch debía vivir en Cuenca.

Por desgracia no nos nació nadie como Ernesto.