7/6/10

Delirio (y III)


Comenzado el servicio se pudo sentir cómo crecía una tensión salvaje, un latido desbocado que iba cogiendo velocidad, los comensales pedían más y más, y cuanto más querían, más salía de la cocina. De repente se oyó un grito pidiendo auxilio y la locomotora en marcha que era la noche, una orgía gastronómica fuera de control, se frenó en seco. En una de las mesas dos personas se encontraban mal, en otra a varios de los comensales les costaba respirar. Entre el pánico, los camareros corrían de lado a lado del comedor reanimando a los clientes a base de sales y bofetadas. No llegaron a tiempo a uno de los reservados, donde un conocido constructor murió entre espasmos. La rubia que lo acompañaba –experta en cócteles y corbatas- estaba congestionada, se reía a grandes carcajadas ante su braceo desesperado y en apenas unos minutos la calle se convirtió en una discoteca de sirenas de policía y luces del SAMUR.

La noticia fue portada en la prensa local: “famoso empresario fallece por exceso de presión arterial en el restaurante revelación de la temporada”, ponía en el pie de la foto. “Muere por un abuso de placer que le revienta el corazón”, sintetizó vulgar y afinadamente el titular. Del chaval que todos recordaban como “delgado y con una mirada negra e intensa” no se volvió a saber, había huido sin dejar la más mínima pista, ninguno de los datos personales que había firmado en su contrato era real. Las inspecciones sanitarias que se sucedieron durante varias semanas tampoco encontraron indicio alguno de las causas de la desgracia.

Aunque para ser más exactos lo que habría que decir es que no encontraron nada. Nada. La cocina estaba vacía. No había hierbas, sal o pimienta, ni siquiera aceite o un mal cuchillo. Habían desaparecido los utensilios y los ingredientes, estaba impolutamente limpia, parecía del todo absurdo pensar que aquello hubiera sido una cocina. Quedaba un pañuelo con unos cabellos rubios y un cuaderno en el que aparecían unas cuantas recetas escritas con grafos extraños, infantiles. Garabatos casi ilegibles que debían corresponderse con los ingredientes y que, sin embargo, el reconocedor digital de escritura, que la policía utilizaba para casos extremos, se empeñaba en transcribir como “envidia”, “soberbia”, “lujuria” o “gula”. Se repetían en cada fórmula, en cada página y tenían asignado un peso en gramos.

Casi un año después, a principios de julio el restaurante volvió a abrir. Regresaron los antiguos camareros, con su pajarita y su chaqueta negra, a pisar sin garbo el comedor. Sólo sirvieron una mesa esa noche, cuatro personas para los que un becario que se afanaba torpemente en los fuegos descongeló cocochas y chuletas de cordero. En cuanto se fueron, Juan recogió con parsimonia los cincuenta céntimos de euro de propina que tintineaban en el plato, mientras la puerta, perezosa y chirriante, se cerraba. Sintió con alivio que esos cinco dedos de madera maciza le protegían del calor del cemento y del bullicio del presente.

Cuadro que ilustra: Little Clues por Karen Hollingsworth.

Nota: Cuento inspirado en plato "Steak tartar con helado de mostaza" de El Celler de Can Roca. Un delirio.

2/6/10

Delirio (II)

Durante el invierno el rumor creció en la capital y el ambiente se fue animando. Como una bola blanca de billar abriendo el juego, se sucedieron decenas de reacciones que a su vez despertaron a otras decenas. Primero fueron los ejecutivos del barrio, luego los aficionados a la gastronomía, más tarde el gran público y finalmente los críticos. Había llegado el momento, su momento, el teléfono empezó a sonar y no dejó de hacerlo, llenando con una velocidad desaforada las páginas del libro de reservas que antes sólo servía como pisapapeles. Ya no había carta, sino un larguísimo menú de degustación que aparecía escrito cada mañana en una servilleta de papel. Se componía de una secuencia de tapas de nombres escuetos: “bruma”, “melancolía”, “azahar” o “ella”. Jamás se repetía un plato de un día para otro por más que los clientes se lo suplicaran al personal de sala que, desbordado, se encogía de hombros sin saber qué decir. A estas alturas la entrada a la cocina, oscura como una noche gallega, se había convertido en un muro infranqueable para los camareros. Desde el pequeño ojo de buey las pupilas, que hoy parecían de un verde marino, se clavaban en los platos que los fogones vomitaban frenéticamente.

El día a día se volvió una locura, no había relación alguna entre la comida que se servía y los productos que llegaban cada mañana en camiones. El personal más antiguo, intuyendo cosas raras, empezó a sentir miedo; más que despedirse, huyó. Tampoco los expertos entendían bien lo que pasaba, no se ponían siquiera de acuerdo sobre lo que comían y sólo los más arriesgados hablaban de microesferificaciones unidas por una sustancia desconocida. Cada cucharada estaba construida por miles de picotazos, texturas y sabores que evolucionaban con el centrifugado de la lengua y la garganta, cambiando a velocidad de vértigo; sinfonías de moléculas infusionadas armoniosamente.

Los servicios se convirtieron en un largo festín de pequeños bocados –apenas unos gramos en cada plato- que variaban el ánimo de los comensales. A los clientes les invadía al principio un sentimiento de envidia, luego de euforia y finalmente una melancolía profunda que se transformaba en rabia apenas salían del restaurante. De tanto en tanto algún inconsciente parecía mantener un mínimo espíritu crítico. Bastaba una mueca de desagrado en su reacción para que los perros del vecindario se unieran con sus gemidos a un rugido grave que nacía del sótano del edificio. Aquellos que podían sentirlo hablaban de una queja desesperación inmensa que nacía de las alcantarillas.

El anuncio del menú de primavera fue todo un acontecimiento en la ciudad. Juan, siguiendo instrucciones detalladas del cocinero publicó varios anuncios en los periódicos sin más descripción que su título: “Magia negra”. La noche del estreno, la lista de espera era de centenas de personas y en el comedor se reunió una buena muestra de la gente más influyente y poderosa de la capital. Habían recurrido a todos sus contactos para poder estar allí. Los que quedaron fuera hubieran dado una mano por poder vivirlo.

(continuará)