30/5/08

Facturas

El 1 de enero del 2002 se produjo en España el hecho más relevante económicamente de las últimas décadas: se sustituyó la peseta por el euro. Y el hecho fue importante, porque más allá del cambio en billetes y monedas, se produjo una espiral de subidas de precios que, en el mundo de la gastronomía, ha supuesto en la práctica una duplicación en los precios. Tan sólo el mercado inmobiliario puede presumir de un incremento tan salvaje como éste.

Cuando llego a un restaurante y miro la carta de precios, la información que obtengo sobre los mismos es mínima -salvo contadas excepciones. Sí, una ración de croquetas puede valer 8 euros o 20, pero ¿Cuántas croquetas? ¿Qué cantidad de materia prima llevan? ¿De qué calidad? La lista de precios que se usa en los restaurantes es ambiguo y en mi opinión está obsoleto. Al igual que cuando uno compra mármol sabe de calidades y cantidades, la primera vez que se pisa un restaurante, nadie sabe qué va a salir a la mesa.

Es frecuente la queja de que a uno le cobren el pan en un menú de degustación; bien, a mí me parece lo más normal. Es más, extendiendo la idea, me encantaría que la factura se estructurara de una manera absolutamente diferente: por un lado querría que me detallaran el coste de la materia prima que consumo -tanto en los productos básicos como el pan en aceite, tanto en aditivos, tanto en perdiz, tanto en queso. Y hablo de coste sin incluir el beneficio para el restaurante.

A partir de aquí, se podría por ejemplo en un segundo concepto detallar el precio por el "uso" del restaurante -cocineros, vajilla, sueldos de los empleados, local-, o resumiendo, los servicios que te ofrece el restaurante. Este capítulo sería sin duda más abultado en el caso de restaurantes de nueva cocina, donde la transformación supone unos costes superiores o en el caso de restaurantes de moda, al necesitar pagar un local probablemente mucho más caro.

Por último quedaría un tercer capítulo: el beneficio del restaurante. Quizá un pago-por-minuto a la manera de los parkings con un mínimo de una hora y un máximo de 4, o un sistema asintótico y no lineal en el que las dos primeras horas fueran las caras y las siguientes el precio no subiera considerablemente.

Conseguiríamos dos efectos con esta manera de tarifar el servicio: por un lado evitaríamos que Abraham García se enfadara con los "rácanos" que se piden media ración y una jarra de agua en su restaurante, ya que no le harían perder ni su tiempo ni su dinero y además -y más importante-, los clientes tendríamos cierta seguridad sobre lo que vamos a pagar, además de permitirnos evaluar al restaurante con mucha más fiabilidad.

Son muchas las ocasiones en las que salimos con la sensación de haber pagado mucho dinero sin tener en cuenta el producto que nos han puesto en el plato y viceversa. Porque la lamprea y los percebes son caros, las vieiras y los pichones, menos.

26/5/08

Una de bravas

Podría decir que asocio San Isidro a los legendarios duelos de Ortega Cano y César Rincón en el final del siglo pasado. O a las maravillosas faenas de El Cid y sus pinchazos en hueso acompañados de un "ohhhh" quedo que caía como una sombra negra sobre la plaza. Al rabo de toro de Casa Toribio o a las cervezas fresquitas que me traen -previo unte al chico del cubo de hielo- para no pasar sed, que es tendido de sol y yo soy de piel y morro fino. Pero a lo que me huele a mí San Isidro es a las patatas bravas del restaurante bar Docamar de la calle Alcalá.

Castizas y populares, han traspasado la frontera de los bares para llegar a la alta cocina y son habituales en casi cualquier parte de España. Por ejemplo en el bar "Las bravas" en Madrid -quizá donde más ricas las hagan en Madrid- a ser parte de un menú de La Broche -cuando Arola estaba al mando- o a Casa Tomás del exclusivo barrio barcelonés de Sarriá donde usan alioli, hecho bastante diferencial en este caso.

Las bravas son un plato antiguo o moderno, según se mire, al utilizar dos tipos de cocción -primero una cocción en aceite a 120 grados y después una fritura a 180 grados. Mejoran exponencialmente con una patata que no sepa a nabo -esto en Madrid no es trivial- y a ser posible con una textura mantecosa y no harinosa. El tamaño ideal del lado del cubo de la patata es de dos centímetros.

Si la patata y su trabajo es importante, la salsa marca la diferencia. Creo que podría diferenciar los bares de Madrid que más me gustan por la salsa que hacen para sus bravas. Hay por el mundo gente que la hace con caldo de cocido, pimentón y harina, ni se os ocurra. La rica, la que funciona, es la que lleva tomate natural, ajo, pimienta, sal, un suspiro de azúcar para corregir la acidez, pimentón dulce, un chorretón de vinagre y cayena al gusto. Un poco de jerez o de buen coñac si queréis una salsa ilustrada o un poco de tomate seco si queréis que hablen italiano.

A mí me gustan peleonas, con el tomate muy reducido -sin apenas agua-, con bastante vinagre y con mucha cerveza; las prefiero en este caso sin pan porque la patata ya pesa lo suyo. Soy incapaz de proferir el grito enérgico : "¡Una de bravas!", sin seguirlo de -una vez conseguida la atención del camarero- un lánguido: "una de oreja". Pero eso es otra historia y necesitaría de otra mahou y ahora sí, pan.

Han pasado el dos de mayo y el San Isidro. Puede que en la del Rey pasearan manolos, barquilleros y en la de Chueca se bebiera vino de San Martín de Valdeiglesias hace dos siglos, creo que para la fecha escabechaban más francés y español que perdiz. A mí me gusta pensar que algo queda de lo que ha pasado de aquellas a ahora, que somos más hijos de nuestra tradición que de la televisión.

Me ponga una de bravas y una caña, jefe.

Cuadro que ilustra: La Gran Vía de Antonio López

21/5/08

Al vacío

Axioma 1: "Las posibilidades de comer carrillera en un menú de degustación en España son del 57,8%".

Durante unos cuantos años, el marchamo "a baja temperatura" ha sido signo de distinción. Poco importaba lo que hubiere delante, cochinillo, vieira, patata o rabo de toro, lo que de verdad importaba es que estuviera hecho "a baja temperatura". Nacidas en las universidades, la roner, la gastrovacs se introdujeron en la alta cocina en un amén y las recetas de los cocineros de postín incluían constantes referencias a esta tecnología.

Así, algunos cocineros -no está el horno para bollos-, se enamoraron de la técnica, del aparato y se apartaron del producto final, del resultado. Pero a un tragón no se le engaña así como así, no hay comparación -por ejemplo- entre una paletilla de cordero hecha en un horno de leña con una cocida con estas nuevas técnicas. Una vez superada la primera fascinación -el enamoramiento es un proceso químico-, descubrimos con estupor que en realidad todo esto se reduce a una olla que mantiene capaz de cocer los alimentos a una temperatura moderada de una manera muy estable, quizá en vacío. También descubrimos que el vacío, permite conservar los alimentos durante mucho más tiempo con una textura y sabor que no se degrada. Este concepto -cocina sous vide-, aplicado en sus orígenes en las aerolíneas, se llevaba ahora a la alta cocina de manera masiva, permitiendo reducir costes y en algunos casos mejorar los resultados.

No todo es malo, ni todo es bueno, algunos platos como la carrillera, mejoran con estas cocciones tan delicadas en su trato con el producto y, se me ocurre, que los guisos que medran con el reposo -como el rabo de toro-, pueden estar más ricos tras unos días de guarda en bolsas sin aire.

Tras un chivatazo cualificado, y sopesando que total el paseo iba a merecer la pena para tomarse un aperitivo en la taberna "Los Jiménez" de Barbieri, me acerco a la calle Colmenares, sita en la castiza y coqueta zona de Chueca donde tras mucho luchar, conseguimos que nos abran la puerta de la tienda Al Vacío Gastronomía. La tienda se dedica a vender un poco de todo, pero su producto estrella sin duda son "los vacíos": Carrillera, rabo de toro, foie mi-cuit, callos, panaché de verduras, caracoles en salsa de foie, ancas de rana o chipirones a la mallorquina. Un arroz con leche correcto o unos coulant de chocolate con un cacao de gama alta.

Los resultados son espectaculares, con unos precios razonables, uno puede acabar en su casa una carrillera que no se distinguiría de una servida en cualquier restaurante de alta cocina, con el único trabajo de reducir la salsa y, quizá, glasear la pieza que viene ya cocida. Son absolutamente espectaculares los callos, no recuerdo haber comido unos mejores. La receta, de Martín Berasategui cuando ejerció como chef ejecutivo de El Amparo, utiliza patas de cerdo en lugar de patas de vaca, consiguiendo gelatinizar una salsa suave y ligeramente especiada. Buenísimo el hígado a media cocción, que utiliza producto de Las Landas y una textura finísima que no desmerece en nada a cualquiera de los que se sirve en el sur de Francia.

Ingredientes de primera calidad y recetas que no buscan la complejidad, sino el sabor y le permiten al cocinero casero ponerlos a su gusto; un poco de oporto en la carrillera, una cayena en los callos, un poco de vainilla en el rabo de toro, qué sé yo. Hay sobre todo, una buena elección en lo que se ofrece, porque el concepto tiene sus limitaciones

Ofrecen además cenas a grupos reducidos -seis personas mínimo- y cursos de cocina de mucho interés. Cocina peruana -ofrecido por Carmen Delgado, cocinera de La Gorda-, japonesa e incluso algún curso ofrecido por Benjamín Urdiaín. Cachivaches de cocina de todo tipo, una pequeña pero muy bien elegida selección de vinos -que utilizan supongo, más para servir las cenas que otra cosa- y algunos aceites y vinagres de primerísima calidad.

Con un poco de mano, triunfo asegurado para el cocinillas más o menos avezado.

Calle Colmenares 13, Madrid
Teléfono: 915225056
mailto:info@alvacio.es

Cuadro que ilustra, Bodegón del cardo de José Sánchez Cotán

17/5/08

Bar Cardeño

Hemos pasado una época en España en que la buena gastronomía se asociaba al foie y al bogavante, a los nombres largos y a las deconstrucciones, a las mezclas extravagantes y a la sorpresa por la sorpresa. No hay mal que cien años dure y la cultura gatronómica, la que tiene que ver con la buena cocina, va calando como un chirimiri -calabobos lo llaman en algún sitio- y el aficionado empieza a distinguir la paja del grano y aprecia de la misma manera unos buenos callos que una buena vieira, siempre y cuando ambos estén bien cocinados. Quizá en este punto convenga recordar las palabras del cronista gastronómico Punto y Coma en su Parada y Fonda:

"El verdadero gourmand come con la misma delectación unas patatas guisadas en su punto (tiernas, levemente olorosas a fragante perejil, a una brizna impalpable de ajo, quizás a un espolvoreado justo de pimentón) que una suntuosa langosta Thermidor. Pero con frecuencia prefiere las patatas guisadas."

Pasando el Bernabéu, saludando al templo, girando a la derecha y sumergiéndose en el exclusivo Viso, que es un pueblo dentro de una ciudad, se llega al Bar Cardeño: una mezcla de ladrillo visto y madera lleno de mesas con mantel de papel, apenas interrumpidas por una barra angosta. A primera vista nada lo distingue de otros veinte mil bares madrileños a excepción del tropel de gente que se agolpa esperando mesa para tomar el menú del día.

Podría empezar por cualquier otra cosa, pero lo haré por las estupendas patatas fritas que acompañan muchos de los platos; fritas al momento, en buen aceite y con tubérculo de buena calidad, si os fijáis un poco veréis que no vuelve ni una a cocina. Muy rica la cecina, buena -con mucho sabor- o excepcional - si además veteada y jugosa- dependiendo del día, fantásticos los callos, a la leonesa, muy potentes de pimentón como corresponde a la zona, bien melosos y sin excesos ni defectos en la limpieza. La estrella: el revuelto de morcilla con huevo, sabrosísimo.

Hay mano en las preparaciones, y esto se nota especialmente en platos como la chuleta de cerdo entreasada -técnica esta no especialmente fácil de ver en Madrid-, ofrecido en el menú del día, donde la faena la hace el cocinero porque el gorrino no trae demasiado sabor o en las albóndigas, con una salsa trabada que va pidiendo pan desde que cae en la mesa. Conviene echarle un vistazo al menú, no sea que se escape algo que merezca la pena.

Una carta de vinos centrada en la Rioja y la Ribera del Duero, con algunos vinos que acompañan correctamente -algún reserva de Remelluri por ejemplo- y un servicio atento y amable, capaz de traernos una cubitera si estimamos que el vino está muy caliente o de no agobiarnos mientras nos tomamos el gin tonic aunque el servicio esté acabando y ellos estén hartos de trabajar.

El Bar Cardeño está lleno siempre, eso no es casualidad y dice mucho de la madurez del comensal medio para elegir donde come, porque no hay vulgaridad en su propuesta. Estupendas materias primas, cocina hecha al momento -tema clave éste-, sabor y buena mano. "Cocina con cuajo" dice el gourmand mientras se encamina a rematar la tarde en el San Isidro del 2008.

Bar Cardeño
C/ Alfonso Rodríguez Santamaría (Madrid)
Tlf: 91 5636 201

14/5/08

Gastronomía

Septiembre; ajo y perejil, huele a lunes por la noche. Sus manos cocinan unas sardinas que hacen honor a la etimología: xarda, basura. La carne del pescado, casi se deshace en la sartén, el limón y el aliño hacen el milagro o quizá no lo hagan. Yo hago los honores porque huele a pan y a grasa, porque es mi casa y porque no conozco otra cosa.

Ajo y pimentón, huele a veinte de diciembre, la carne del cerdo recién muerto, picada y de textura mórbida, casi caliente después de la muerte. Sus manos fríen la carne y sacan una prueba para la familia. Prueba sin devolución, digo yo. Frío en la calle y tripas de cerdo limpias de tanto pasarlas por agua con vinagre. Chorizos envueltos en tripas impolutas, en una orza para todo el año.

Bacalao con espinacas y garbanzos en abril. Ni el bacalao, tan desalado es santo de mi devoción, ni la espinaca me vuelve loco. Pasa todo lo bien que puede pasar con el vino con gaseosa, y aunque fuera pecado, no me lo parecería comerse algo que me está tan malo. Ni siquiera en Viernes Santo.

Aceite hirviendo en junio. Sus manos fríen un huevo, con puntilla como a ella le gusta. Con chorizos y lomos conservados en grasa en una orza. Con un pimiento rojo que probablemente no fuera del piquillo, ni de la denominación de origen, con unas alitas de pollo excesivamente grasientas. Con patatas fritas que no son Kennebec, más bien con sabor a nabo por falta de barbecho. Con buen pan -eso sí-, con hambre que nunca falta.

Unas gambas al ajillo en Sixto -"Al buen comer le llaman Sixto"-, una carne asada al horno, un Faustino I que es el vino de la casa y unos piononos, con "Fly me to the moon" de fondo e ilusión, mucha ilusión. Mi primera cena fuera de casa con mi novia.

"And let me sing forever more". Un avión que huele a un perfume que embriaga, es dulce, extraño y una comida en un Lyon que apesta a mantequilla, a medias me desagrada y a medias me vuelve loco; higado medio cocido y caracoles, salmón, mantequilla y una ración de Bocuse a precio de oro pagada por la empresa, carne madurada a la plancha, vino de la ribera de "La Rhone" mediocre -¿De verdad era aquello syrah?. Un poco de glamour, un poco de Francia y quizá es que para llegar a Lyon haya que pasar por la Luna. Silbo lo que Frankie me sugiere por los altavoces dela T-4 donde pierdo mucho tiempo buscando algo que llevarme a la boca, a la libreta o a la cabeza.

Un San Pedro que apenas sé desespinar, no aprendo por más tiempo que pase, una botella de Pazo de Señorans, un atardecer que no se acaba nunca -cuesta un mundo que anochezca últimamente. Un libro de novela negra de un cínico que dispara frases de trece palabras que te sacuden a esa distancia que está a un palmo de la cabeza y a unos milímetros del corazón; allí se cuenta cómo hacer el gimlet perfecto y cómo despedirse de la rubia con elegancia e incluso sin ella.

Un final de julio y un agosto que huele otra vez sardinas -en la ciudad del viento-, es el fin de la temporada, un Fillaboa o quizá sea un Zárate, puede que un Leirana, me voy a mi otra casa, llena de mar, de percebes y berberechos, de olor a yodo y de barquillos que los niños recogen a las 8 de la tarde en Silgar, cuando las cabronas de las gaviotas me recuerdan que toca emigrar.

Y en septiembre una cena en Sacha con mi mujer, sofisticada y sencilla. Falsa lasaña y falsa botillería. Un gin tonic de Schweppes y Bombay amargo, un grito obsceno, un Hallelujah sensual que es un eco que resuena hipnótico en los altavoces, casi tan amargo como el combinado o como un chocolate negro.

Sus manos mechan un lomo de cerdo, ni la carne ni el relleno valen demasiado, el conjunto es sensacional. Un Berberana, un mojete hecho con tomate pera -como ha de hacerse-, una ensalada de espárragos blancos de lata mediocre, una maravillosa tarta portuguesa que un día, si queréis, os cuento cómo sale perfecta.

Sus manos.

Cuadro que ilustra: Santa Rufina de Murillo

10/5/08

Viridiana

Escribir de Viridiana sin excederse sería tan extraño como que pasase Angelina Jolie por mi vera sin echarle un vistazo lateral. Abraham García, su jefe y propietario, se ha pasado la vida sin cederle un centímetro al personal, sin transigir, o dicho de otra manera, sin pasar por el aro. Unos puestos de menos en las listas y menos soles, estrellas o cometas de las que le tocarían si tuviera algo más de paciencia con la caprichosa fauna gastronómica madrileña. Viridana, al contrario de lo que es habitual, mide a las guías y a los críticos.

A la vera del parque del Retiro, Abraham se esconde detrás de un sombrero y un verbo florido. Jamás hubiera reconocido a la persona detrás de los textos, quizá por la timidez, quizá por esa socarronería que en persona es mucho más evidente que en lo que escribe. Detrás de todo ello hay un tremendo gourmet, un bon vivant -con debilidad por los caballos y las féminas-, con una sensibilidad que, como no puede ser de otra manera, da lugar a un cocinero de primer nivel. No dejemos que el personaje nos oculte su enorme talento.

Vale, no está de moda, vale, no es un tipo dócil. Pero es que en Viridiana se come maravillosamente. Los embutidos que de tanto en tanto se trae de Can Ravell, sus huevos con crema de hongos y trufa, la carne de toro de lidia del encaste Domecq, sea en brocheta o en carpaccio, las impresionantes croquetas de oveja latxa -la misma con la que se hace el estupendo Ossau Iraty y las que él dice que "con total inmodestia son las mejores del mundo"-, el foie ahumado en madera de arce con chutney de naranjas amargas y sauternes, el estupendo gazpacho con fresones y arenque del Báltico, las lentejas estofadas al curry, sus platos de cerdo -la presa, como nadie-, los sabrosísimos caracoles a la "llauna", sus arroces -los mejores de Madrid en mi opinión-, la caza, la casquería, tan difícil de encontrar bien tratada y sobre la que va a escribir un libro que no acaba de salir; los quesos, la inmensa carta de vinos, los mejores destilados. No, no es un sitio minimalista Viridiana.

Comer en Viridiana es una fiesta, es una liturgia, es la gastronomía en mayúsculas, va del aperitivo al puro y al destilado, son cuatro de las mejores horas que se despachan en Madrid. Es fácil vender exceso, lo difícil es hacerlo con la concreción con la que lo hace Abraham, porque podría parecer que las cosas son como son por azar y sin embargo no hay ni productos mediocres ni casualidades en su cocina. Con influencias peruanas, orientales, italianas, con mucho de su infancia plasmado en cada receta, su cocina era la fusión antes de que el personal de a pie poco viajado descubriera la fusión.

Aunque apoyemos a la nueva hornada recién llegada, -una cosa no quita la otra- yo creo que es el momento de empezar a reconocerle su inmensa categoría; ha enseñado a comer a toda una generación de gourmets, ha sido el maestro de algunos de los mejores cocineros que están brotando en Madrid -DiverXO y El Antojo como punta de lanza- y treinta años después sigue en cabeza de la gastronomía madrileña, con al menos un cuerpo de ventaja sobre el siguiente y con el desgaste que ello supone. No es moco de pavo.

Restaurante Viridiana
Dirección Juan de Mena, 14 (Madrid)
Teléfono 915 234 478

8/5/08

Patatas a la riojana

Cuentan las hemerotecas que Paul Bocuse se pasó por España en el año 79, en un acto promocional y de apadrinamiento a la nueva cocina vasca y -harto de mantequilla, supongo yo-, decidió darse un homenaje a base de patatas a la riojana, previamente a un sarao en el que oficiaba él: "son ustedes tontos, porque esto está mucho mejor que lo que les voy a dar luego" espetó.

Las patatas a la riojana son la quintaesencia de la cocina popular, sabrosas, sencillas en su preparación, pequeños milagros de la naturaleza que nadie podía explicar, pero que sucedían todos los días en un puchero sobre cocinas de hierro forjado o en fuegos hipnóticos y reparadores, al ritmo de un chup-chup que, en el siglo XXI, se convierte en un eco casi olvidado; que viva el vacío. La clave de la receta está en el corte de las rodajas de patata: el corte ha de iniciarse con el cuchillo pero acabarse con las manos, será la única manera de que sude el almidón; aquí la Xantana es trampa.

Pochando una cebolla cortada finamente y unos dientes de ajo le vamos dando aire a la cocina, son el ambipur de la gastronomía. Añadimos una hoja de laurel, un algo de pimiento verde y un poco de pimiento choricero -al gusto-, incorporamos las patatas teniendo buen cuidado de que no se nos peguen y, tras dos o tres minutos, lo bañamos todo con un golpe de pimentón dulce y un majado de ajo y perejil. Rezamos un padre nuestro o cantamos una canción de Bisbal -si laicos- y lo cubrimos todo con agua muy caliente, casi hirviendo.

A partir de aquí subimos todo lo rápido que podamos la temperatura de nuestro guiso hasta que empiece a borbotear, añadimos un chorizo -el de la marca Palacios podría no estar del todo mal- y bajamos el fuego con la certeza del trabajo bien hecho y la esperanza del triunfo en el horizonte. Conviene ir removiendo el guiso, espesándolo lentamente; a veces pienso que quizá no mejore el resultado tanto movimiento y que es a mí a quien le hace feliz empaparme del sudor de la comida.

Probando y probando -hasta la fecha, el único instrumento de medida que conozco para saber si algo está bueno-, las patatas se van deshaciendo hasta que el fondo queda casi como un puré, con las patatas manteniéndose como un boxeador rendido en el último asalto, a punto de deshacerse. Yo lo sirvo en una olla de hierro fundido, el único lujo estético -desde el punto de vista gastronómico-, del que disponemos los usuarios de vitrocerámica, dejándolo en la mesa un par de minutos para evitar quemaduras; el hambre y la comida hirviendo juntas son peligrosas. Et voilá, acompáñese de un buen vino del año, con sabor a mosto recién ordeñado y de pan candeal.

Tenía buen gusto el Sr. Bocuse, entendió -como han entendido siempre tan bien los franceses-, que en la cocina popular está lo único cierto, que la miseria ha parido platos de una sofisticación extrema; el minimalismo que resulta de la necesidad. Quizá porque el hambre, agudiza el ingenio.

Cuadro que ilustra: Mujer pelando patatas de Vincent Van Gogh

1/5/08

Reservas

Viernes, 14,30. El dueño del restaurante se desespera porque una de las mesas, ni más ni menos que de seis personas, se retrasa ya media hora y no responde al teléfono móvil. Duda de si ofrecerla o no al público que llama por teléfono, tiene una última oportunidad. Una hora después los clientes no se han presentado y consigue colocar dos de las seis plazas a una pareja que entra a las 15,30, a la que no puede ofrecer el menú de degustación largo por ser ya demasiado tarde

Se trata de un restaurante de veinticuatro plazas, esa mesa suponía un 25% de la ocupación, por tanto casi un octavo del negocio del día. ¿Dramático para un negocio, no? Arzak ha decidido no volver a pasar por este calvario y exige 60 euros por persona en la reserva, en Estados unidos es común y a finales de junio del año pasado leí que la hostelería barcelonesa había alineado su posición para exigir entre 50 y 100 euros por adelantado -no he vuelto a saber más de este tema desde entonces.

No es nada revolucionario, se hace lo mismo cuando se alquila un piso o cuando se reserva un viaje, si se mira fríamente lo raro es que la práctica no esté generalizada. Desde el punto de vista tecnológico la implementación es sencilla, con el móvil o con internet se puede realizar el pago de manera sencilla. Hay aspectos mucho más delicados sin embargo, a menos que se utilizara una firma electrónica en la transacción -no todos la tenemos-, el restaurante no puede asegurar quién ha hecho la reserva, lo único que conoce es un número de teléfono y una tarjeta de crédito, ¿Qué le impide al usuario asegurar que no ha sido él quien ha hecho la reserva?

Aunque el sentido común exige una solución a un problema tan serio -y más en tiempos de crisis-, tengo serias dudas de que una acción que no esté consensuada por la mayoría del sector tenga éxito. Arzak puede permitírselo, El Bulli puede permitírselo, puede que incluso DiverXO pueda permitírselo, pero ¿Los restaurantes que no llenan a diario pueden? Las acciones coercitivas no funcionan si no es una regla asumida por el consumidor, si esa misma vara no la usa el restaurante A y el restaurante B, similares en situación, precio y calidad.

Es un problema difícil de resolver, no sé si esta solución es la mejor, pero sí creo que es necesaria. Lo complicado no es que yo lo asuma, al fin y al cabo creo entender hasta las últimas consecuencias cuáles son las consecuencias de una mesa colgada, lo complicado es transmitírselo al grueso de la clientela, que ni está acostumbrada, ni entiende como algo normal pagar un contrato de servicios por adelantado.

Una mesa de seis en la que se hubieran cobrado 50 euros por persona, hubieran supuesto 300 euros que quizá no se correspondan con la facturación que el dueño hubiera esperado por esa mesa, pero que al menos hubieran cubierto los costes de servicio -y puede que de producto- que significa tener ese servicio, esos metros cuadrados, abiertos al público día sí y día también.

Puede que sólo hiciera falta algo más de respeto, pero ésa, es otra historia.

Ilustración: detalle del cuadro Dos recaudadores de impuestos, del pintor flamenco Marinus Reymerswaele