27/1/09

23 minutos


Fogonazo tras fogonazo, los neones impregnan mis retinas, pequeños flashes que anestesian mi cerebro. Desde Barajas hasta el Meliá Castilla hay poco más de veinte minutos, esto es lo que me dice el taxista. Edificios de empresas, grafitis y frenazos, la periferia madrileña es todavía más horrible de lo que me habían dicho y ni siquiera los nombres de las calles -Avenida de América, Serrano, Castellana-, las más cotizadas en el Monopoli, la hacen más bonita.

En mi ciudad no aprecian mi comida, me esfuerzo con desesperación por traer lo mejor a mi casa, sólo consigo que digan que soy muy caro. Estoy harto, nadie quiere pagar 22 euros por un plato de rodaballo y piensan que les timo -así me lo dicen, "me engañas"- , se ríen de mí cuando les explico que la trufa es algo exquisito y caro. Jamás reconocerán la diferencia entre un caldo mal desgrasado de cocido y mi consomé clarificado. No se lo merecen; las guías vinieron a salvarme y me han dado una oportunidad. Una cosa es renunciar a mi talento y otra renunciar al bienestar de mi familia.

Mi hijo acaba de cumplir tres años y mi mujer está embarazada, me gustaría que se criaran como yo, con un balón de fútbol en los pies y un bocadillo de queso en las manos, pero también querría que tuvieran más oportunidades, quizá puedan estudiar en un colegio privado, ójala aprendieran inglés o alemán y pudieran relacionarse con otra gente, que lo tuvieran más fácil que yo; quiero que Ana vaya a clases de ballet y estudie ICADE, que Carlos huela el césped del Bernabéu -me ha preguntado cien veces si está cerca de casa y quiere un autógrafo de Higuaín- y se vaya al extranjero a hacer un Erasmus. Tengo muchas esperanzas, he leido en internet que la ciudad bulle y está llena de oportunidades, la revista Metrópoli que sale cada viernes, habla de sitios nuevos un día sí y otro también, quiero poder demostrarles que yo puedo, que soy capaz.

No sé si tendré muchas oportunidades creativas al principio, es un hotel, pero tendré un buen sueldo, un ingreso fijo llenemos o no. Me aseguran que podré comprar los mejores productos y elegir la carta de vinos. No me lo creo del todo, pero si cumplen una décima parte de lo que prometen me daré por satisfecho. Todavía quedan restos de las luces de Navidad, las calles de Madrid de noche no son ni mejores ni peores que las de mi ciudad, es otra ciudad, son sólo negras, es una noche.

El taxista y la COPE se van y me dejan en la puerta del hotel mientras miles de alfileres de agua se clavan en mi cara. Justo al lado de dos putas viejas a escasos metros de un restaurante oriental, "¿Es así Madrid?". Me angustia no tener nadie a quien preguntarle.Tengo que decidirme ya, me gustaría tomarme un gin tonic, pero sé que no me ayudará. Hace un frío que pela en Madrid, más que en casa que ya es decir, echo de menos a mi mujer, refugiarme entre mis fogones como cada noche, fuegos tristes que sólo me traerán hambre. Mis fogones.

En el vuelo he compuesto una carta virtual en mi cabeza, he escogido un conjunto de platos de esos que impactan a los gourmets, llenas de velos y trufas, de cocciones cortas o extremadamente largas, de salmonetes bien trabajados, de gelatinas; estoy seguro de que en poco tiempo los críticos vendrán a probar mis platos. En recepción la mirada es un acero gris, indiferente, por un momento me pareciera que piensan que esta reunión es cualquier cosa. Me esperan en el salón Berlín tres hombres y una mujer que se protegen detrás de un muro de indiferencia y botellas de Solán de Cabras. No les interesa mi carta, sólo mi nombre y las siete fotocopias de las referencias que traigo mojadas en la mano.

Sé que estoy vendiendo mi alma, sé que lo hago por dinero, sé que tengo que decidir y sé que he de hacelo ahora.

23/1/09

Trayectoria


En una zona apartada del restaurante, bajo una luz tenue, se va llenando una mesa grande, el jefe de cocina se sienta y bromea con el resto de comensales, jóvenes en esto del comer y en esto del servir; llegaron hace muy poco. Viene a cenar, insiste en que comer no es juzgar, que en una mesa hay que disfrutar; me convence. Hay treinta años largos de gastronomía en sus ojos, si él quisiera podriá valorar cada virtud y cada defecto con la precisión de un cirujano, lo ha visto todo. Pero se niega, el tipo es tozudo, se empeña en disfrutar, debe haber una frontera detrás que los que empezamos ni siquiera avistamos y que él ha superado hace tiempo.

Llegan los entrantes, calientes, ricos, están buenísimos y además el hambre es la mejor de las salsas. El jefe de sala, forjado en la mejor casa de Madrid, sabe bien lo que cuesta sobrevivir en este mundo, le mira con admiración, respeta y conoce su trayectoria, está contento porque sabe que es un grande, yo también lo creo: lo es. Creo en la experiencia, creo en la historia, creo en el esfuerzo de una familia, pasando por épocas de crisis y cambios generacionales; la gastronomía está llena de cadáveres de otras épocas y él ha sabido renovarse, luchar por un tipo de cocina innovador en una zona donde lo que se compra es la cocina de siempre.

Un vino, dos, es el primero en darle buen ambiente a la mesa, en valorar el servicio y disfrutar de cada bocado y sorbo, no pierde ocasión de decir que algo está rico. Hay días para todo y hoy es un día para aprender: humildad, respeto, cariño al trabajo y sentido del humor. Se acaba la comida, grabo cada detalle en mi agenda, en la S de "saber estar", pasa por mi cerebro en un flash lo fácil que es juzgar e intuyo que seguramente sea igual de fácil ser juzgado.

En un mundo lleno de casquería y de envidias, todos sus compañeros hablan bien de él. Contrasta con lo que veo en Madrid, que es una trituradora de aprendices de cocinero y crítico, de cualesquiera venidos a más en dos días, que apenas han demostrado nada exigen el reconocimiento y las tres lunas. En dos dimensiones, espacio y tiempo, sus colegas hablan de él como la columna vertebral de una zona y de una época. Bodegueros, cocineros y críticos que no es moco de pavo. La persona flota sobre la gastronomía.

Cada día me cuesta más hablar de restaurantes. Hoy ni me apetece, ni me atrevo a hablar del suyo. Hoy vengo a hablar de respeto, el que se ha ganado. Hoy he venido a fijarme y aprender, anoto lo que pesa su arroba. Pesa mucho.

Cuadro que ilustra: The brick wall restaurant de Valerie Vescovi.

14/1/09

Ducassear


Alain Ducasse mira al resto del mundo con soberbia, la destila en las entrevistas. No es para menos. Más de veinte restaurantes en París, Tokyo, Nueva York, Las Vegas, Mónaco, Beirut o Hong-Kong. Sus negocios barren desde la cocina francesa más elitista al bistrot más sencillo. El cocinero ha mutado y ha ido escalando posiciones en el negocio hasta que su oficio ha dejado de ser la cocina, Ducassee tiene una varita mágica, o mejor dicho, un manual bien detallado de operación de cómo-hacer-que-un-restaurante-funcione. Eso que los ingleses llaman el know how.

Hay más casos, claro: Bocuse, Robuchon, Santamaría, Ruscalleda. Cuando la Michelín pone el tercer sello en la cartilla, el nombre se convierte no sólo en una marca, sino en una marca exportable y la tentación de expandirse es inevitable. También los cocineros tienen derecho a hacerse ricos.

En España, esto de ver medrar a un cocinero -todo hay que decirlo- lo vemos casi feo. La descalificación es casi siempre la misma: “Se nota que hoy el cocinero no estaba”. La frase igual sirve para descalificar al contrario –“hay que ver qué disperso está este chico con sus negocios”- que para justificar al amigo –“es que hoy le daban un premio”, “tenía una conferencia” o “está con gripe”-, por cierto que casi siempre se pronuncia después de saber de la ausencia. Creo que poquitos aficionados serían capaces de saber en una degustación a ciegas si el cocinero andaba por allí o no.

Cuando sí nos ha gustado la comida, la postura es otra: “Este tipo sabe hacer unos equipos estupendos”. Pues claro, ¿De qué otra manera podría funcionar un restaurante que tiene diez o veinte profesionales en una habitación? Al igual que en cualquier otra empresa, el profesional pasa los escalones: ahora programador o pinche, luego analista o segundo de cocina, más tarde jefe de cocina o jefe de proyecto hasta que se llega al último paso: el desarrollo de negocio.

Desarrollarse como profesional es humano y hasta admirable, yo creo que el reproche que se le debe realizar al cocinero que quiera expandirse –cada uno es cada uno y no a todos les da por ahí-, no es que se coma mal porque él no esté, sino que se coma mal porque no ha sabido formar un grupo humano que plasme en la mesa sus ideas, su filosofía, que no alcance la exigencia que sí tiene el grupo cuando él está.

Un cocinero madrileño galardonado por la Michelín va a asesorar/gestionar un restaurante que fue de campanillas hace unos años y que en la actualidad boquea, preso de la racanería de un grupo financiero-gastronómico, que cuida mucho más lo primero que lo segundo; me imagino que para no variar nuestras costumbres crujiremos al chef, los mismos que cuando tengamos la oportunidad de pisar el Luis XV en Mónaco saldremos con los ojos en blanco y agitando con salero la boina al aire.

Aunque Ducasse no esté en el principado.

Cuadro que ilustra: Pastry Chef, de Kim Roberti

9/1/09

En la cocina


A las ocho de la mañana, la Nespresso infusiona el café como un martillo neumático abre una acera. Sin compasión.

La cocina se llena de aromas de Colombia, Kenya o Méjico, se mire como se mire es una adicción. Soletillas que sobraron del tiramisú empapadas de insomnio mientras miro amanecer, es la última habitación en coger el calor de la calefacción; será el trasiego de apaños al trasterillo que tiene empotrado y que está abierto a la calle. Hago la masa y la dejo reposar, levadura de panadería, harina y agua. Pongo la cazuela en el fuego, las carnes desaladas, el pollo y el jarrete, los garbanzos, todo sin sal. Miro con miedo los vinos mal conservados en la nevera, demasiado frío.

Los minutos se pueden medir con el aroma que va desprendiendo el guiso, recuento las cicatrices de mi nevera, ganan los imanes del bar Varas de San Sebastián de las Reyes y los de Telepizza. Notas de hace un año o de hace una semana, enciendo el extractor, zummmmmm. Evalúo si es peor el ruido o el olor. Desespumo la cazuela, me pienso una reforma que le hace falta como el agua, me hago otro café, debería tomar un descafeinado pero no lo hago.

En la televisión repiten por décima vez los capítulos de los Simpson, o de Shin Chan. La televisión es sólo un ruido de fondo. En el edificio de enfrente, apenas a cinco metros, se desperezan, suenan las persianas, se oyen los gritos de un niño pidiendo leche y sábado por la mañana. Este jarrete no vale nada o quizá sea el calor de la vitrocerámica, va demasiado rápido. Clac-clac, los fuegos se encienden y se apagan, no es el fuego que hipnotiza, es sólo un color rojo que me recuerda a la fábrica de celulosa que está a las afueras de Pontevedra. Se encienden y se apagan sin preguntarle a nadie cuándo debe dar calor.

Periódicos, cervezas y encurtidos. La masa se ha levantado, hay que hornearla. Las crónicas de Capel, de De la Serna, el artículo de Martín Ferrand, las reflexiones de Cristino. No me gusta cómo queda el jarrete cociéndolo de esta manera, el calor de la vitrocerámica va demasiado lento. Abro un vino caro, aromas de reducción, un golpe de calor excesivo, lo decanto a ver si se puede hacer algo. La fruta sale, los tostados de la mala conservación se quedan en el fondo, lo suficiente para bebérselo y no devolverlo, lo suficiente para saber que me he perdido algo grande.

Mejillones en escabeche, el pan recién hecho con el olor ácido de la levadura flotando en el ambiente, el cocido está casi a punto. Abro el aparador, ahí dentro debe haber cadáveres, pero no es cosa de molestar en el cementerio. El vino mejora, nunca llegará a ser lo que pudo ser, pero algo es algo, no lo voy a devolver.

Miro a ver si han publicado algo las chicas de bytheway.tv o el Cerdoagridulce, evito los sitios que destilan rabia o soberbia y me acerco a los que sonríen. Me tomo el último sorbo de Mahou esperando leer que el Madrid se refunda en el Marca o en el As. Me protejo el estómago con un álmax, como si fuera la cabeza de un niño recién nacido, saco la oreja de cerdo desalada, la aliño con aceite y pimentón y la tomamos de aperitivo.

Servimos el cocido, no está como yo quiero, es culpa de los fuegos: van demasiado rápido. Mientras sirvo el arroz con leche, pongo el lavaplatos. Lavo con mimo mi cazuela de hierro fundido y apago la televisión. La cocina guarda los aromas y los guarda para siempre; cada festín firma en su libro de visitas y deja una huella indeleble; hay gotas de grasa en sitios insospechados.

Reflexiono sobre mi cocina, no hay nada que se parezca tanto en la vida a mí como esta habitación, también lo hago sobre los puntos de cocción, jamás están a mi gusto. La culpa es de los fuegos.

2/1/09

Cinco metros


En diciembre del 2008, la parte más chic de París está oscura, cosas de la crisis. La Place Vendôme luce como un diamante, como lo que es, entre tanto negro. Quinientos metros más alllá, quizá un kilómetro, está Lafayette que compite mano a mano con el centro comercial más exclusivo, Printemps. Este año Printemps se ha esforzado de verdad, escaparates de Lagerfeld, el diseñador de Rue Cambon. De los tres o cuatro que propone me impacta el de unas muñecas marcianas, pequeñas Coco Chanel plateadas, con peinados garsón y minifaldas, una delicia.

Un poco más allá hay decenas de niños, Lafayette ha diseñado una coleccion de escaparates que se inspiran en Alicia en el País de las Maravillas. A veces surrealistas, a veces tiernos, siempre hermosos. Ositos dando vueltas en un carrusel de posiciones extrañas, ahora tocan el tambor, luego hacen piruetas gimnastas; una maniquí tiene mariposas en el pelo, otra, como Alicia al otro lado del espejo, se refleja en el suelo acompañada de un dado que ha caído en el seis, un poco más allá.

Los niños se agolpan luchando por la posición sin interferencias, son pequeños satélites que reflejan en las sonrisas alegría, felicidad; los padres, de diferentes etnias se pelean por ese momento especial, la foto de las Navidades del 2008.


Y de repente algo cambia, el ecosistema, o más bien mi ecosistema, se tambalea. Un anciano de unos ochenta años arrastra una maleta y una bolsa. Como si los escaparates fueran marcándole el camino, él se para cada cinco metros, recorre un escaparate y medio en cada tirada, es un superhéroe, es invisible.

El tipo no acepta caridad, su vida no es la mendicidad. Intercambiamos un algo, un nada, cinco segundos de mi vida y de la suya, es del Languedoc. Retira la mirada y busca sus próximos cinco metros; yo olvidarme de lo que he visto. Paso por delante del Ritz, Vendôme es algo realmente hermoso, durante un segundo pienso en Scott Fitzgerald, y en este momento se me ocurre que no era otra cosa que un imbécil con mucho talento.

En La Sourdiere, los caracoles a la bourguignon están, como cada año, estupendos.