19/8/15

Castellanos por Silgar

Fue hace algo más de 15 años, llegue con la firme convicción de construirme una infancia estival. Renuncié a la mía, espero haber acertado: la piscina a campo abierto en eras, las brasas o el sol parecían poca cosa. Llegue al Salnés desde la carretera que nace en Pontevedra y recorre la ría. Se alternaban las vistas a la ría con el penoso, caótico desarrollo urbanístico. Sólo según nos fuimos adentrando en el Salnés, ya pasado Poio, empecé a sentir que era el sitio adecuado.

Pude decidirme por otras opciones, pero me quedé con Sanxenxo, que es un microclima particularmente interesante, un pueblo marinero al que ha engullido el término náutico. Los hombres pasean con pantalones cortos azul marino y zapatos deportivos, los polos tienen pequeñas enseñas de anclas o animales, y los bañadores son de color pastel invariablemente para ellos; de última moda para ellas, este año con tendencia a ser de una pieza. En verano afloran las tiendas que los venden.

Nos vemos cada día en la acera que rodea la playa de Silgar, un hormiguero en julio y agosto. Alrededor, los puestos de pizza, gofres, helados o globos. Un tipo esculpe con la arena de la playa. La gente va a ver a la gente con la que ha decidido compartir espacio vital en su asueto. Nada que lo diferencie de Punta Umbría o Benidorm. 

No parece haber nada especial aquí, y sin embargo son ya tantos años que he visto crecer familias enteras. Como yo, aparcan sin falta cada año en el mismo metro cuadrado de la playa, milímetro arriba o abajo. Un enjambre del que, asombrosamente -quién me hubiera dicho que llegaría aquí-, formo parte y que envejece tomando el sol apretado, soportando la fealdad o la enfermedad del prójimo o mostrando la propia. Siempre llega. 

En Sanxenxo, qué contradicción, lo que disfruto es la soledad. Cada atardecer me siento en la terraza, miro el día, bien blanco por el sol, o azul acero si es que -sucede demasiadas veces-, el clima se tuerce. Las viñas un poco más arriba, las gaviotas carroñeando a las 7. Es hermoso y sobre todo extraño, me asombra cada día.

Ya soy parte del paisaje, del émbolo que machaca el pueblo cada agosto. Pero hay una parte de mi infancia que no consigo lobotomizar, negar. Tantos años y no me concedo un milímetro de inmersión naútica. Como si mi cuerpo o mis genes lo rechazaran. Con 28 grados por Silgar con vaqueros y zapatos castellanos.

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