Cuando la luz del amanecer ilumina la mesa de desayuno los cereales salen de su bolsa. Pizpiretos, en pequeños saltos, montando un barullo tal que despiertan a toda la cocina. A las tostadas que se desperezan con elasticidad, para recibir los primeros rayos de sol, bien embadurnadas por la mantequilla que discute con la mermelada por un trozo de superficie. La leche, abrazada por la taza, busca el tiovivo del microondas y quiere, por lo menos, dos viajes, echa las fichas y se enfurruña como un niño pequeño cuando oye el clink con el que acaba cada ronda. El horno calienta el ambiente y el zumo, delicado como un suspiro, se esconde en la parte más fresca de la nevera, refugiándose de la luz, el calor, el bullicio porque dice que el alma se le escapa. Nadie le ha dicho que los zumos no tienen alma. Al café todo esto le pone negro, se enfada e inunda la casa con aromas tostados
Los oigo desde la cama, mientras me despierto poco a poco, bizqueando los ojos con la luz que se cuela por la ventana. Me pongo mis calcetines más gordos, me lavo la cara y me uno a la fiesta. No hay nada que me haga más feliz. Cuando el amanecer ya ilumina mesa de desayuno.
1 comentario:
No tengo microondas. Es un aparato infernal. ;-)
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