3/3/09

Catar


Catar vino es para mí un reto, supone mirar de frente a mis limitaciones. Me gusta abordarlo de la manera más libre y naif que pueda, aislado en lo posible de cualquier influencia que pudiera sugestionarme. Por eso evito las notas de cata, las veo lejos de mis capacidades, abstractas; procuro no leer ninguna. Valoro especialmente las catas a ciegas, me gusta convertirlo en un ejercicio solitario, subjetivo, retar en un tú a tú al vino en un duelo desigual, utilizando herramientas tan torpes como mis terminaciones nerviosas y mi cerebro. Cato en soledad por egoísmo e inseguridad, para evitar sufrir cuando algo evidente se me escapa, para no oír una descripción que está a una distancia insalvable de lo que yo puedo sentir.

Me revienta oír que “este vino está sucio”, que tiene “notas cítricas” debajo de una “profunda mineralidad”, cuando yo sólo soy capaz de captar un muro de notas lácteas que, como un defensa central italiano, me tapan cualquier posibilidad de llegar a conocer a mi rival. Si cato acompañado es para compartirlo, para lo bueno y para lo malo. Ya metido en faena prefiero decir lo que pienso –con el riesgo cierto de mostrar mi ignorancia- que callarme.

Me hago mayor y prefiero ser honesto conmigo mismo, desnudar poco a poco el vino sin intentar convertirlo en lo que me cuentan, que no deja de ser lo que es en los ojos, la nariz y la boca de otros. Sea poco o mucho, quiero que sea mío. Avanzo cada día la mitad de lo que lo hice el día anterior, sé que mi paladar jamás llegará al objetivo; es el límite que nunca alcanzaré. Y yo quiero sentirlo todo, distinguir cada detalle. No conseguirlo me entristece a la vez que espolea con clavos afilados mi autoestima.

No son pocas las veces que pienso que debiera abandonar esta contrareloj y dedicarme sencillamente a disfrutar sin desesperarme por cada milímetro que avanza el vino en mi paladar sin sembrarlo de sensaciones. Estoy seguro de que distinguir más matices no me hace disfrutar más, pero a estas alturas ya no puedo parar. Ansío conocer.

Los días que hay suerte, mi sensibilidad se despierta, está especialmente viva y los vinos dejan de ser iguales. Pasan de ser chinos gemelos a tener cada uno su propia personalidad. Un haz de luz que al principio sólo es blanca, se va descomponiendo en mi cerebro en pequeños hilos de colores diferentes; sabores y aromas. Esos días, me siento como un niño con un mecano, por fin reconozco las piezas, unas me son más familiares y otras menos; trufa negra, joyas en la arena de la playa, perlas en el océano.

A veces, las sensaciones son ligeramente diferentes de las que ya conocía sin ser idénticas, otras veces –y éstas son las mejores- absolutamente nuevas. Entonces, sólo entonces, si me encuentro seguro, intento grabarlas en mi cabeza, pasan a formar parte de mi pequeño catálogo de sensaciones. Una biblioteca con pocos títulos todavía, me temo. Las guardo con avaricia, con la mayor fidelidad posible –tampoco es fácil esta fase-, quiero estar seguro de reconocerlas si un día las vuelvo a ver.

Son los pequeños éxitos que me hacen feliz en un mar de frustraciones, de defectos –por desgracia- mucho más fácilmente reconocibles que las virtudes. Cada centímetro sensitivo que adelanto, encarece la botella que me gusta. Los vinos elegantes y bien acabados me parecen un poco menos interesantes que los vinos diferentes y con personalidad. Las botellas que hace un año me subyugaban hoy me gustan a secas; ser feliz delante de una copa me es cada día más difícil. Nunca es suficiente complejidad.

¿Os imagináis que pudiésemos conocer en cada trago un racimo diferente? ¿El sol, la lluvia, su entorno, su tierra, sus recuerdos, su vida? Sería bonito.

Cuadro que ilustra: Viñedo rojo de Vincent Van Gogh

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenas tardes
Completamente identificado con el post
Una vez un cliente me dijo que mi trabajo estaba casado con la insatisfacción permanente, lo mismo me pasa con el mundo del vino, cada vez me cuesta más disfrutar de un vino, no porque cada vez entienda más, sino porque cada vez me exigo yo más, he pasado de ser un admirador desde el tendido a ser un forense del mismo.
Sea una sentencia modesta, de autocomplacencia o de pura realidad, únicamente sé que cada día sé menos
Un abrazo

Anónimo dijo...

Lo fascinante de los vinos es que, como las expresiones artísticas buenas de verdad, son una extensión de la memoria, de la energía inherente a cada individuo.
Acompañan y catalizan nuestros síntomas vitales y nuestros heterogéneos estados anímicos.