El restaurante se iba llenando poco a poco. Un sitio que se jactaba de reunir a los clientes más adinerados de la ciudad, a los más exclusivos. Ella brillaba entre todos. Sus sesenta y cinco años recubiertos de joyas, su piel estirada y brillante, su olor casi dulce, casi amargo, su mirada exigente, el odio que exudaba, bastaba para concentrar toda la atención en unas décimas de segundo.
Los camareros temblaban a su paso, el medio gin tonic que tomaba como aperitivo iba retrasado en cuanto ella abría la puerta. El resto de los clientes miraban al jefe de sala con una media sonrisa, como al novillo que se torea una y otra vez en el espectáculo del Bombero Torero. El pobre hombre que por edad y peso ya no se ponía el uniforme, sino que se lo enfundaba, debía rezarle a Santa Marta –patrona de la hostelería- cuando veía su nombre en las reservas. Eran demasiados años bregando con lo mismo. No dejaba de tener gracia verla rechazar primero el aperitivo de jamón ibérico que le ofrecían por ser cuaresma -y por tanto demasiado ostentoso- y después el plato de trufa que ella misma pedía por no ser de buena calidad.
Tenía claro a qué iba al restaurante; por supuesto no se trataba de comer, le parecía vulgar y apenas probaba unos bocaditos de lo que le ponían en el plato, le importaba un bledo si estaba bueno o malo. Al restaurante se iba a ver y ser visto, a exigir cada céntimo de los euros –no demasiados, sería de nuevo rico- que iba a poner en la bandeja de plata. Con lo que de verdad disfrutaba era con dos huevos fritos y no se le ocurriría en la vida mojar un pedazo de pan en una salsa. Al menos en público. Allí con lo que se conformaba era con que la trataran un poquito mejor que al resto. A restregar su desprecio y su frustración a gente que no podía volverle la cara.
Quienes la veían desde fuera coincidían en la descripción: caspa, alcanfor, vinagre o rancia era algunas de las palabras favoritas que utilizaban para describirla. El sentimiento era mutuo: ellos la compadecían y viceversa. Hoy la platea tenía suerte e iba acompañada de su marido, un hombrecillo calvo que se hizo rico en el estraperlo de la posguerra y que le dio chapa y pintura a su apellido en la transición financiando un poco a unos y otro poco a los otros. Si no se hubiera casado con ella hubiera sido feliz, claro, pero le había faltado carácter para ponerla en su sitio y suerte para no encontrarla en el camino. La justificaba pensando que por algo la crueldad era femenina. Él era un hombre sencillo, hubiera disfrutado más en De la Riva con sus guisitos, pero puestos a tener que ponerse corbata no hubiera despreciado el cocidito de la casa, aunque lo hubiera tenido que cortar con cubiertos de plata.
Pero nada, no había manera: “Olerás a ajo”, “te subirá el colesterol”, “te dará gases”. Eran parte del repertorio favorito de un catálogo de humillaciones que recibía desde que su memoria alcanzaba y que concluía con la petición por parte de su señora de un vaso de agua, donde ante la guasa del personal, diluía una pastilla de Aerored. Obediente, sumiso, se tomaba la medicina bajando la mirada a sabiendas de que era conocido como “el pedorrín” en media ciudad. Pero hoy tenía prevista una venganza. Iba a ser una buena sorpresa, se iba a enterar. Había elegido bien el día, un domingo a la hora de comer, con el todo Madrid llenando el local, iba a tomarse la revancha.
Mientras remoloneaba con el plato de judías verdes que, dicho sea de paso, le daban asco, llamó al camarero. Le hizo acercarse ante la sorpresa de ella y le cuchicheó algo al oído. El camarero, blanco, dudó un segundo y se fue a la cocina. Volvió a los cinco minutos sujetando un plato donde había un chorizo, mientras una mirada enfurecida le fulminaba. El cortó un pedacito, el extremo más churruscado, lo olió y con extremo deleite se lo llevó a la boca. Lo disfrutó sólo unos segundos, con los premolares machacando la grasa, el pimentón, mientras recordaba la vida que no había tenido; de esta manera, feliz y sonriendo, decidió morirse.
Y así sucedió, ante el alborozo general y los gritos de ánimo que le jaleaban cuando boqueaba presa de los espamos de un ataque al corazón o de un exceso de pena.
Mientras, ella, gritaba exigiendo que alguien le solucionara la papeleta y un futuro de culpabilidad y explicaciones, a ser posible con un Alka Seltzer o un Gelocatil -por no pedir receta.
Él la miró a los ojos y le susurró: “Me muero por no aguantarte”.
Cuadro que ilustra: Devil Painting by Anneke Hut.
10/3/09
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13 comentarios:
No sé si es lo mejor que te he leído; seguramente no, recuerdo cosas muy buenas, pero algo tiene esto para haberse colado por resquicios pequeños, para arrancar sonrisas que a la vez son amargas. Se ha metido hasta el fondo. Me ha encantado.
Gracias.
espectacular, como siempre....
Eres un genio
No se me ocurre nada que pueda estar a la altura. Espero, con avidez, la próxima publicación.
Retrato de la purita España que parece que desaparece dando algunos Dos de pecho como este que relatas...
Eres bueno puñetero... que bien escribes...
Os agradezco un montón los halagos y los ánimos a todos. Yo pensé que esto no lo iba a leer ni Dios, así que me alegra sobremanera ver que sí hay gente que lo aprecia.
Y hablando de cuentos os recomiendo la recopilación que la editorial Navona ha publicado de Scott Fitzgerald. Tiene, además, un prólogo sensacional de Vicente Campos.
Me lo haces pasar bien Carlos!!!!
Supongo que para llegar a esa situación, al protagonista le pasó algo parecido a aquel cuento de la mosca y el espejo del maestro Cortázar.
Excelente Carlos.
D. Liga, estupendo texto. Felicidades.
Gracias Juan Luis, Embonpoint, Melitón.
Me resulta fascinante, sonoro y hasta divertido, con un toque amargo... como el de una buena gin extra dry. De la profesión soy... de la sala. Ese saber estar e intentar complacer sin llegar a la servidumbre.. es mi reto. Afortunadamente, señoras así desaparecen. Pero cuidado, llegan los nuevos ricos. Los que piden una sopa para compartir. O las sobras para la cena...
Paciencia, mucha paciencia Mäîtres!
Anónimo, le digo que los mejores profesionales de sala que conozco, son gente a la que respeto reverencialmente. Me impresiona ver trabajar a un buen jefe de sala. Diré más, disfruto viendo trabajar a un buen profesional.
A mí, que me gusta comer, pero que sobre todo me gusta disfrutar de la comida y de lo que hay alrededor, me apetece mucho hablar un día de los grandes, grandísimos profesionales que Madrid sí tiene.
Un activo vital, porque en la capital los grandes restaurantes han tenido tanto que ver con la cocina como con la sala.
¿Cuánto podrían contar José María Marrón o de José Jiménez Blas? Estoy seguro de que ellos podrían diseccionar la gastronomía madrileña infinitamente mejor que cualquier crítico o aficionado.
Muchas felicidades, Carlos. Espero que disfrutes de un cumpleaños especial, con buena comida, buena bebida y mejor compañía.
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