25/4/08

Mozzarella y Burrata

-Amigo: "La burrata estaba buenísima"
-Ligasalsas: "¿Y qué diablos es una burrata?"


En España nos hemos comido las mozzarellas más horribles: insípidas y secas. A cuenta del prestigio de la cocina italiana -excepcional por su variedad y producto-, se han importado y fabricado imitaciones de quesos italianos, para nuestra desgracia, peores que los peores quesos manchegos industriales, hasta que el sentido común y el exceso de presencia nos han hecho cogerles tirria.

Nada que ver con los originales, claro. La mozzarella se hace con leche de búfala, es un queso fresco que se fabrica sumergiendo la cuajada en agua que se calienta a noventa grados. La cuajada se vuelve una goma que se estira y modela con las manos -formando la pasta hilada-, hasta conseguir las bolas que todos conocemos. Una vez acaba el proceso se introduce en salmuera y ahí debe conservarse mientras lo consumimos. Porque esta delicadeza dura pocos días, así que dado que nosotros lo importamos y el teletransporte todavía no se ha inventado, conviene tener en cuenta su fecha de caducidad. Se pierde en un suspiro.

Se produce en el centro y sur de Italia, es suave, delicada, ligeramente ácida, con notas lácteas, a mantequilla. La DOP sólo permite su producción a partir de búfala, un bóvido que se introdujo en Italia desde Persia en el séptimo siglo; ni que decir tiene que el 99% del que encontramos en el mercado está hecho con leche de vaca y tiene un sabor y, sobre todo, una textura absolutamente diferente de la original -más elástica- debido a la mayor presencia de grasa en la leche de búfala, casi un 7%.

Aparte de la versión básica, hay dos variaciones bastante menos conocidas: la affumicata, que como su nombre indica se ahúma y la scamorza, ahumada y madurada. La que se utiliza en las pizzas no es la versión fresca, sino una versión madura y rallada que se funde muy fácilmente. Lo que debemos esperar cuando pagamos un producto de primera calidad es la "Mozzarella Vera di Bufala ", por supuesto de la DOP.

Pero dejémonos de tonterías que en Madrid lo que está de moda en el 2008 es la burrata, y esto puede darnos pátina en un restaurante de moda y a ser posible italiano. No es que tenga mucha ciencia, en realidad este producto -¿queso?-, porque es sólo una mozzarella fresca rellena de nata . El resultado es una textura cremosa, en la que se potencia el sabor lácteo y dulce con la nata, que compensa la acidez de la base. Si la mozzarella ya es un exceso dietético, la burrata es el Sodoma y Gomorra de las calorías.

Ni el uno, ni el otro son quesos especialmente complejos; sí sutiles y agradables y sí aprovechables en recetas de aperitivos y postres, pero poco más. Como es bastante fácil encontrarlas malas, os recomiendo la marca Gioiella que fabrica tanto burrata como mozzarella y que podréis encontrar por encargo en La Boulette del Mercado de la Paz.

Pero así entre nosotros, lo que las mejora un mundo, es el tomate de la foto.

21/4/08

Bocadillos

Mientras la mayoría del resto de niños del pueblo donde me crié merendaba bollos industriales –los bollycaos y los phoskitos eran los campeones-, el primer recuerdo de mis meriendas es el de mi madre encalomándome un bocadillo enorme de queso de oveja y dejándome a cambio coger el balón de fútbol. Claro que había que andarse con tiento, porque jugar al fútbol con un bocadillo en la mano no era fácil, y la colleja si se caía un trozo de queso al suelo en un regate, podía ser importante.

Es conveniente distinguir el bocadillo de ese invento del diablo que se llama en España sandwich, en el que se sustituye el pan crujiente por una masa abriochada en el que la leche ablanda el pan y que sólo es tragable cuando se pasa por la plancha –y con suficiente mantequilla a ser posible-, aunque reconozco que un sandwich mixto no está mal de tarde en tarde. Entre sus primos cercanos se encuentran el calzone italiano o la empanada, maneras diferentes de envolver el alimento en harina y agua cocida y no tan lejos del concepto, la coca catalana o la pizza que no envuelven, sostienen. Un poco más lejos nos pillan el pan de pita o las tortas mejicanas, las de maíz son mis favoritas por su textura y dulzura.

El bocadillo perfecto es crujiente por fuera, el pan a ser posible recién hecho pero no caliente, jugoso por dentro sin pasarse para que el líquido no le haga perder la textura crocante; debe ser sabroso y uniforme en sus sabores, no puede gotear, porque no hay cosa más desagradable que pringarse las manos mientras se come uno en el bocata y esa gota de aceite que resbala por la barbilla –digámoslo ya de una vez- es antiestética y da grima. También hay que evitar los bocadillos en los que en el comienzo uno se lleve a la boca unos ingredientes y en el final otros, y sobre todo, los bocadillos con poca chicha dentro, porque el pan con pan es comida de tontos.

Los hay muy sencillos, tan básicos como verter una lata de sardinas, lubricando el pan con el aceite de la lata o unos mejillones en escabeche; con una buena conserva se pueden hacer auténticas virguerías. Si se quiere aligerar de grasas, el tomate es la solución, con su acidez y su jugo nos abre las papilas y nos prepara para el sabor como el preparador masajea al boxeador entre asalto y asalto. Esta variedad la disfruto especialmente con los embutidos catalanes o los italianos –cerdo blanco, que el ibérico se come de otra manera-, mis favoritos son los de secallona y los de girella, el único embutido que conozco hecho de carne de cordero.

Mostazas, mayonesas o yemas de huevos son otras alternativas al tomate o al aceite, el de chorizo de cerdo blanco y huevo me encanta, el de mostaza con roast beef y pepinillo en vinagre cortado finamente es una delicadeza. Soy animal de costumbres y apenas utilizo los verdes, quizá en un exceso y por aquello de qué dirán, un poco de lechuga, aunque bien mirado me encantó la mezcla de rúcola con bresaola y mozzarella que probé en mi último viaje a Roma; para ser sincero mi paladar allí no es de fiar. El pepito de ternera, el de boquerones –si es posible Domínguez, con su tomate rallado por encima-, el de bacon con queso, hay mil opciones.

Una buena baguette o chapata, que sepa a masa madre, la mezcla que más nos guste y un botellín frío o un vasito de vino tinto. Hay días que en vez de regalos hago bocadillos.

Foto: http://www.nuestrogourmet.com/

15/4/08

Paisajes

Está de moda, es lo más de lo más, arrasan los paisajes en la alta cocina. Lo hacen casi todos los grandes de la última generación -o penúltima que vienen arreando detrás-, Dani García, Quique Dacosta o Xosé Cannas. Lo más tremendo visto hasta la fecha ha sido el plato en el que Joan Roca envolvía en nubes de olores los alimentos.

La cosa no tiene mayor importancia, el comensal se lo come y si le gusta bien y si no, fracaso. Sin embargo, ya que estamos de sobremesa y que han dejado la botella de pacharán y los frutos secos al lado del café, a mí me da por cuestionar el sentido de esta corriente. ¿Qué le aporta esta estética a la gastronomía? Los cocineros han ido refinando las presentaciones durante los últimos años, bien es cierto, y como bien señala el refranero español: "se come por los ojos".

Lo que ya no tengo nada claro es que un plato sea más apetecible por el hecho de que emule un edificio, el atardecer en Viena o la imagen de la luna rielando en el Atlántico. Sí me parece que hace un plato más apetecible un buen glaseado o una buena definición en las formas, en la que los ingredientes no se mezclan de manera informe. Además está el hecho de que este nuevo eje, una estética en la que el plato intenta representar la realidad, añade un enorme esfuerzo de complejidad a la composición de los ingredientes del mismo y lo fuerza; hacen falta ingredientes que aporten los sabores y las formas que se buscan.

Porque si yo quiero poner -pongamos el caso-, trufa, jarrete y piñones en un plato porque descubro que es una combinación acertada, pero al mismo tiempo quiero componer un plato llamado "Santiago Bernabéu", no me va a quedar otra que utilizar acedera a trocho y mocho para conseguir el verde y algún alimento azul para darle color a las gradas. No digo nada si el plato ha de llamarse "Vicente Calderón"; entonces, el pimentón o el pimiento rojo y la mantequilla van a campar por sus respetos, destrozando nuestra trufa, el jarrete e incluso los piñones -bien es cierto que con semejante nombre no se puede esperar mucho.

Es cierto que yo carezco de la más mínima capa de sensibilidad, mi visión sanchopancista me limita en demasía, soy de los que cortan el chorizo en el plato de lentejas destrozando la elegante combinación de tonos antes de que el resto de mis compañeros digan amén, pero también creo que la mayoría de los clientes lo que quieren es comer bien, que haya sabor. Que entre por la vista también, pero sobre todo que el plato está bueno y ahí no veo demasiada aportación de los paisajes. Si encima el descomunal esfuerzo que supone una creación así, incrementa el precio del menú, la relevancia es importante y negativa.

Quizá sean inquietudes artísticas, todos hemos querido alguna vez en la vida escribir canciones pegadizas como las de Perales o diseñar cosas tan bonitas como las de Agatha Ruiz de la Prada, pero puede que la gastronomía tenga sus propias reglas, un único objetivo: el sabor, y todo lo demás, sea humo.

En diez años veremos si es moda o progreso; mientras tanto y para celebrar una fiesta familiar yo me he comprado una tarta que tiene una foto de una pin-up pintada con caramelo en la superficie. Un paisaje.

Cuadro que ilustra: Paisaje, de Claude Monet

11/4/08

La buena vida

Llueve en Chueca. La zona convertida en un ghetto limpio y alegre, está separado de la zona más seria de Madrid por la calle Barquillo, que es un hilo de electrónica y bares que no se acaba nunca y que tiene la virtud de acabar en Argensola, donde huele a queso que tumba. Una vez apagadas las luces de la Gastroteca -he llegado a pensar que en realidad se llamaba La Añorada Gastroteca- y los rescoldos de Andrés Madrigal, apenas se me ocurren referencias gastronómicas interesantes en la zona.

La Buena Vida tiene un nombre sonoro, uno no sabe si es una declaración de intenciones o un homenaje al grupo donostiarra; al local se llega casi dándose de bruces con la puerta, es muy discreto, apenas llama la atención y la cosa no cambia mucho dentro: música jazz de fondo en un entorno tranquilo y agradable, quizá demasiado oscuro. Desde que se entra hasta que se sale se percibe una honestidad extrema, tanto en lo que sale de la cocina de Carlos Torres como en la forma en la que Elisa Rodríguez te ofrece los platos -muchos de ellos fuera de carta- o te aconseja los vinos; a estas alturas tanta sinceridad casi asusta. Una barra que ocupa el centro del local, un sotanillo de donde salen los vinos y cuatro fuegos en la cocina que van pariendo delicias, una tras otra.

Se empieza con un poco de un pan excelente -se puede elegir entre tres tipos- y un magnífico aceite de la variedad picuda, además de una mantequilla que le reconcilia a uno con la leche. Se puede seguir con unas ostras gillardeau del número 3 que van acompañadas con una vinagreta de chalota que uno duda si utilizar o no; acaba resultando una combinación de éxito. Quizá unos erizos del Cantábrico presentados al natural o dentro de la cáscara de un huevo al que se añade un caldo dashi que potencia el sabor a yodo del conjunto, a los lados alga wakame hidratada que completa un plato sensacional.

¿Gurumelos, perretxicos o colmenillas? Descartando la excepcional seta onubense -no es cosa de comérselo todo-, los perretxicos se presentan crudos y limpios, pequeños altramuces con sabor a campo, contrastan con las colmenillas -morchella conica- que se cocinan con nata y mantequilla y que salen humeantes de la cocina, la boca se hace agua con el olor de la nata y la mantequilla; a ese plato conviene acercarse bien pertrechado de pan.

Fantástica la preparación del sablefish, el bacalao negro que no es bacalao, perfecto el punto de cocción, separándose en lascas sabrosas. Un rodaballo de 5 kilos o un lenguado que daría perfectamente para cuatro raciones -no le calculo menos de 2 kilos- son otras opciones que da pena dejar pasar. Y estando estupenda la carne de vaca madurada -bien de maduración y de punto de cocción-, las reinas son las patatas que la acompañan, asadas con su piel en mantequilla hasta volverse marrones, con abundante sal y pimienta.

La carta de vinos está muy bien elegida, con referencias extranjeras interesantes como algunos vinos del productor Göettelmann o un vendimia tardía de Anselmann que hubiera ido estupendamente con el tiramisú o las tartas de queso o tatin que tomamos de postre.

A Carlos y Elisa les gusta comer y beber bien y eso se nota en cada detalle, empezando por el magnífico producto que utilizan y siguiendo por las preparaciones sencillas, sabrosas, de gourmet fino. El restaurante tiene alma y es por tanto inevitable que el concepto recuerde a Sacha, si ese es el camino de Elisa y Carlos estamos de enhorabuena en Madrid.

Restaurante La Buena Vida
Dirección: Conde de Xiquena, 8 (Madrid)
Teléfono: 91 5313149

6/4/08

El pisto

Eligiendo el menú en un afamado restaurante de la frontera entre Madrid y Toledo, en una comida pensada para agasajar a unos amigos que nos visitan de allende los mares, el primer plato que me vino a la cabeza fue el pisto. Quizá porque esto es Castilla, quizá porque es primavera y el pisto está hecho de verdura y color -aunque no sea ni temporada de pimiento o de tomate-, es difícil no pensar en este plato cuando uno compone una idea de lo que debe ser un menú castellano.

Hay una versión de pisto por huerta, al fin y al cabo es el cocido de la verdura. Alboronía, pisto murciano, alcarreño, sanfaina o ratatouille -hasta Remy enamoró a Antón Ego con este plato-, con y sin berenjena, presentado con la carne -sensacional el conejo o la asadurilla con pisto-, incluso le va bien al bacalao, que el canalla es un vampiro de sabores. Mil nombres, una receta en cada mandil.

¿Y cómo debe ser un pisto? Pues depende de si uno es hijo de las nuevas técnicas o si mantiene la tradición más ortodoxa. No son pocas las versiones que he tomado en los últimos años en las que la verdura estaba hecha al dente, el calabacín perceptible, el pimiento crocante, no sé si lo que se busca es que el plato esté bueno o que se conserven las vitaminas; pero esa no es la receta de la que he venido a hablar hoy, la dietética y el placer raramente van de la mano.

En mi casa, tras arrimar el lomo y recoger el tomate, el pimiento y la cebolla del huerto, se pochaban el ajo y la cebolla picados finamente en un suspiro de aceite, se le añadían pimiento y el calabacín cortados en cuadraditos y se dejaba cocer el conjunto lentamente durante horas hasta conseguir una mermelada de verduras; un poquito de caldo de jamón o un hueso en el caldo ennoblecían el plato -en Castilla el cerdo era sinónimo de lujo. En los últimos quince minutos se añadía un puré de tomate despepitado previamente. Sólo cuando la familia estaba casi sentada a la mesa, se escalfaba encima de las verduras un huevo que tardaba en cuajarse un suspiro, justo el tiempo en el que el vino con gaseosa tardaba en abrirse y mostrarse expresivo, largo y chisposo.

Decir que mejora hecho en sarmientos es poco decir, que está mejor encima de buen pan es evidente, si no os gusta el "tinto del verano" -nadie es perfecto-, un vino de maceración carbónica le va al pelo, el Luberri es sensacional. Es estupenda la versión francesa que Ange García hace en el Lavinia o la más tradicional que se puede tomar en El Almirez -ambos en Madrid-, fantástica también la versión más moderna de El Ermitaño de Benavente.

Así que yo no sé si a mis amigos les gustará, yo creo que sí, lo que sé es que cuando uno quiere agradar saca lo mejor que tiene y en este caso no hay dudas: de la huerta castellana, el pisto.

1/4/08

D'Berto

El 13 de noviembre del año 2002 el Prestige soltó toneladas de mierda en el mar. Miles de kilos de una manta negra que iba tapando poco a poco el mar y que amenazaba con entrar en las rías a su ritmo, pausado, continuo y asesino. Dejadas de la mano de Dios, las cofradías se echaron al mar construyendo una línea que intentó como pudo parar la marea, con cubos, artilugios extraños o con las manos si no había otra; se jugaban su pan y mientras en Madrid llorábamos delante de la televisión, ellos no esperaron y le echaron cojones, lucharon hasta que ganaron. Para que luego digan que el pescado está caro.

Por eso hoy la ría de Arosa huele a yodo y a vida. No es de extrañar que el viajero del interior, mientras llega atravesando el Salnés, fascinado por las viñas de albariño que casi llegan al mar, piense que en los restaurantes de El Grove los bogavantes deben abundar por docenas y que los bivalvos han de ser grandes, sabrosos y baratos. La realidad es completamente diferente, hay decenas de bares y restaurantes donde la calidad deja mucho que desear y los precios no son especialmente competitivos. El Crisol, La Posada del Mar y D'Berto son la maravillosa excepción.

La fachada de D'Berto mira a la isla de La Toja, con una decoración cuidada -casi minimalista pero mantiendo cierta calidez-, sorprende la disciplina casi germánica que impera en la sala. Berto, el dueño, rompe con esta seriedad y se acerca a las mesas ofreciendo toda la información que el cliente requiera. La carta es casi testimonial, una declaración de intenciones trufada del denostado cartel S/M, que, en este caso, sólo dice la verdad: hay lo que hay en el mercado por la mañana.

Auténtica obsesión por el producto -"lo haremos mejor o peor, pero lo que hay es de aquí, de la ría"-, se busca la excelencia. Esta afirmación, que sorprenderá al viajero poco avisado, no es trivial; mucho del marisco que se consume en Galicia viene de cualquier sitio menos de las rías y así campa por sus respetos el bogavante canadiense -o el caribeño-, el pulpo y el percebe marroquí o la almeja de criadero francés. Sabrosas y de buen tamaño las almejas abiertas en aceite con ajo finamente picado -"no me gustan las almejas en esta época, no son suficientemente grandes"-, impresionante la empanada de cigala y chipirón de la ría, especialmente la masa -"la hacemos nosotros, en ningún sitio está tan buena"-, estupendas y contundentes las croquetas de marisco. Buenas cigalas, de aproximadamente un tercio de kilo, cobradas, eso sí, a 180 euros el kilo; que nadie espere regalos con el marisco en ningún sitio y que sospeche si los encontrase.

Las piezas de pescado se le enseñan al comensal cuando está decidiéndose -si así lo requiere-, no hay trampa ni cartón, sólo producto de muy buena calidad o excelso dependiendo de la plaza. Descartando la lubina, el rodaballo -"menos de dos kilos", nos dice Berto con cara de decepción- o el escacho, nos traen unas raciones de merluza y mero a la gallega, presentadas con una ajada que no desmerece de la que yo considero la mejor de Galicia, la de su vecino El Crisol, grelos sabrosos y amargos y patatas kennebec. Todo de primera, fresco y muy abundante. Si acaso y ya que este restaurante está para competir en las grandes ligas, hay algún minuto de cocción de más en los pescados. Muy finas las filloas, presentadas sin más avío que una crema pastelera muy delicada, quizá con un toque de leche condensada que la suaviza.

D'Berto es una de las mejores marisquerías de Galicia, se puede ir con la absoluta seguridad de que lo que se vende es excepcional. Mantiene, además, una excelente selección de vinos de la zona y más que correcta de vinos nacionales y extranjeros -bien conservados en un armario- , donde se pueden encontrar las últimas perlas que Galicia está produciendo tanto en blancos como en tintos. Una joyería en el Salnés.

Restaurante D'Berto
Dirección Avda. Teniente Dominguez, 84, O Grove (Pontevedra)
Teléfono: 986 733447