Durante el invierno el rumor creció en la capital y el ambiente se fue animando. Como una bola blanca de billar abriendo el juego, se sucedieron decenas de reacciones que a su vez despertaron a otras decenas. Primero fueron los ejecutivos del barrio, luego los aficionados a la gastronomía, más tarde el gran público y finalmente los críticos. Había llegado el momento, su momento, el teléfono empezó a sonar y no dejó de hacerlo, llenando con una velocidad desaforada las páginas del libro de reservas que antes sólo servía como pisapapeles. Ya no había carta, sino un larguísimo menú de degustación que aparecía escrito cada mañana en una servilleta de papel. Se componía de una secuencia de tapas de nombres escuetos: “bruma”, “melancolía”, “azahar” o “ella”. Jamás se repetía un plato de un día para otro por más que los clientes se lo suplicaran al personal de sala que, desbordado, se encogía de hombros sin saber qué decir. A estas alturas la entrada a la cocina, oscura como una noche gallega, se había convertido en un muro infranqueable para los camareros. Desde el pequeño ojo de buey las pupilas, que hoy parecían de un verde marino, se clavaban en los platos que los fogones vomitaban frenéticamente.
El día a día se volvió una locura, no había relación alguna entre la comida que se servía y los productos que llegaban cada mañana en camiones. El personal más antiguo, intuyendo cosas raras, empezó a sentir miedo; más que despedirse, huyó. Tampoco los expertos entendían bien lo que pasaba, no se ponían siquiera de acuerdo sobre lo que comían y sólo los más arriesgados hablaban de microesferificaciones unidas por una sustancia desconocida. Cada cucharada estaba construida por miles de picotazos, texturas y sabores que evolucionaban con el centrifugado de la lengua y la garganta, cambiando a velocidad de vértigo; sinfonías de moléculas infusionadas armoniosamente.
Los servicios se convirtieron en un largo festín de pequeños bocados –apenas unos gramos en cada plato- que variaban el ánimo de los comensales. A los clientes les invadía al principio un sentimiento de envidia, luego de euforia y finalmente una melancolía profunda que se transformaba en rabia apenas salían del restaurante. De tanto en tanto algún inconsciente parecía mantener un mínimo espíritu crítico. Bastaba una mueca de desagrado en su reacción para que los perros del vecindario se unieran con sus gemidos a un rugido grave que nacía del sótano del edificio. Aquellos que podían sentirlo hablaban de una queja desesperación inmensa que nacía de las alcantarillas.
El anuncio del menú de primavera fue todo un acontecimiento en la ciudad. Juan, siguiendo instrucciones detalladas del cocinero publicó varios anuncios en los periódicos sin más descripción que su título: “Magia negra”. La noche del estreno, la lista de espera era de centenas de personas y en el comedor se reunió una buena muestra de la gente más influyente y poderosa de la capital. Habían recurrido a todos sus contactos para poder estar allí. Los que quedaron fuera hubieran dado una mano por poder vivirlo.
(continuará)
2/6/10
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7 comentarios:
Coñe, Carlos, vaya giro que pegó la peli...
En "ajcuas" me tienes.
A ver si te gusta el final, Compangu. Sube la intensidad, creo.
Brillante. Espero el final con impaciencia aunque algo del desenlace me sospecho.
Gracias, Espeto. A ver si os puedo sorprender...
Carlos, deberías hacer una encuesta con diferentes opciones de final, al más puro estilo "Elige tu propia aventura"...
Esperamos impacientes.
Ayer lo pensé Matoses, de hecho hubiera estado bien escribir estas dos terceras partes y haber dejado el final a elección de los lectores.
Vamos a ver qué pasa.
Estaba esperando a la tercera parte para escribir pero estás tardando mucho !!!! :)
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