7/12/17

Kilómetro cero


En diciembre en el centro de Madrid es imprescindible comprar lotería. Si se pudiera captar un mapa de calor humano sobre la Puerta del Sol aparecerían como focos las administraciones. La gente hace colas, si no es en Doña Manolita al menos que sea en el Gato Negro. Hay en la lotería de Navidad una mística de fin de ciclo vital -cuidado, que toca, dice la publicidad- que por fin acabará tapando agujeros, un ambiente de celebración exagerado alrededor de la suerte

 Quizá por eso, a media mañana llega y llega gente a la Puerta del Sol. Me gusta verlo y juego al flâneur paseando Alcalá arriba, con la música bien alta en los auriculares, abrigo de paño y manos entrelazadas a la espalda -estoy, escucha, a esto de comprarme un sombrero. Surfeando entre los turistas veo a chavales negros que compran oro, a chicos jóvenes que venden tours turísticos por Madrid y a un Homer Simpson con camiseta del Madrid que te saca unos duros en cuanto caes en la trampa de la foto.

Agazapadas quedan las gitanas ofreciendo romero. O los peligrosos mimos, estatuas urbanas con cierta tendencia a pegarte un susto morrocotudo; se buscan la vida en esa media luz que va entre un oficio y las limosnas. El viento corta los labios, la respiración. Si los que paseamos tenemos un frío atroz, no me quiero imaginar lo que debe pasar el que espera quieto.

Pegado al edificio de correos, en el suelo, hay una preciosa placa que tiene grabado "Km 0".  En la piedra tallada se ve a España atravesada por una veleta, parece el sagrado corazón herido por una lanza. Alrededor del mapa se puede leer, "Origen de las carreteras radiales". El meollo del jacobismo centralista español y una certeza.

Partiendo de allí y cogiendo Arenal se llega a un par de pastelerías de toda la vida, de estas en las que los hojaldres usan manteca de cerdo en lugar de mantequilla y las bases de las tartas están hechas de bizcocho en lugar de mousses y cremas. Llevan allí desde siempre, tienen el aspecto de ello y dan el cante en una arteria que se ha convertido en un batiburrillo de franquicias. Salvo por esto, Arenal podría pasar por una calle turística de París. Alberga un catálogo de todas las cosas baratas que un cliente pueda necesitar . De hecho, descontando el Museo del Jamón, que no sé muy bien cómo clasificar, ya sólo queda un bar: el Naviego.

Dentro del Naviego hace calor, las gafas se emborronan y la barra es larga. Sobre ella hay bollos hasta la hora del Ángelus, cuando los cambian por tapas y raciones. Los camareros, visten el uniforme como veteranos de mili y son ágiles en el intercambio: "¿Tiene usted quinto?". Pues claro. Para acompañar sacan una de patatas cocidas con aceite, ajo y guindilla, que me traen a la memoria el Roco de la calle Cañete de Cuenca. Adoro esta tapa, me gusta tanto que he decidido no aprender a hacerla. Quizá la haya comido en cien sitios, pero eso fue hace tiempo. Cada vez hay menos refugios como éste.

Me acodo acogiéndome a sagrado -¿qué malo podría suceder aquí?- entre la cristalería rayada por los miles de pasos por el lavavajillas, botellines con pegotes de hielo y servilletas en el suelo. Los jubilados charlan de política o de fútbol bebiendo carajillos y vinos que, con suerte, no estarán oxidados. Alargan algunas sílabas, les quedan trazas de chulería en el acento. Es la antítesis de la globalización: la botella de anís del Mono, la foto del visitante famoso, el escudo del Atleti, todo está igual que hace cuarenta años. Los dos mayores cambios han debido ser la prohibición del tabaco y el microondas.

Todo es antiguo y probablemente casposo, fuera de época. Soy consciente de ello pero me siento feliz aquí. Uno no elige su patria, su kilómetro 0. Parafraseando al poeta, “donde quiera que apoye mi Mahou, ésa es mi casa". Ellos y yo venimos de otro siglo.


27/11/17

Después de diez años, DiverXO


En 2007 la crisis sólo se intuía, la gastronomía madrileña estaba en un momento extraño, metida de lleno en una burbuja donde empezaba a importar más el local que la comida. Casi un lustro después, buena parte de ese escenario era un recuerdo.

Empezamos a ver el futuro aquel diciembre, una mañana típica del invierno madrileño, fría y agradable, en la que sucedieron muchas cosas por primera vez. Entre ellas DiverXO que fue una revelación. El local era sencillo, casi diría que cutre, los camareros muy jóvenes, algún tatuaje, algún piercing, se respiraba algo diferente.

La comida fue tremenda, descomunal, puedo recordar perfectamente la secuencia de dimsums: “toltilla”, chipirones y civet de liebre, chipirones con tuétano. También la deliciosa raya asada en salsa XO,  la panceta asada al estilo Dong Po, el suquet de rape o el bogavante con jengibre. Eran platos redondos y a la vez nuevos, con ingredientes de los que no tenía noticia pero que encajaban de manera natural; como si fueran recetas que llevaran puliéndose años y años, como si el plato sólo pudiera ser así, no de otra manera. La resaca de todo me duró un par de días.

Con el tiempo DiverXO cambió, cambió mucho. Cada temporada equivalía a una glaciación. Llegaron las estrellas Michelín y David –ya Dabiz- se volvió cada vez más transgresor, sin concesiones. Su distancia con el restaurante tradicional crecía; la distancia con el DiverXO original también. Ya no era sólo la comida, también el servicio y la puesta en escena, el éxito fue enorme y había que reservar con meses. Fue tan memorable su inicio, tan bestial el cambio en todos los aspectos, tan complicado reservar, que algunos empezaron a echar de menos la época de Francisco Medrano. 

Diez años después se han mudado al otro lado de la Castellana, la zona de dinero. En el hotel NH una vez subes al restaurante pareciera que has caído en un mundo onírico. Cerdos, mariposas y muchos colores, con decenas de camareros y cocineros que entran y salen de la sala. No es que me parezcan jóvenes, es que podrían ser mis hijos. Otra vez cuatro horas comiendo bocados, que esta vez son más ligeros, otra vez deliciosos pero infinitamente más complejos. Quizá el mejor ejemplo sea la propia chuleta de raya con salsa XO, el que yo creo que es su plato fundacional: los mismos ingredientes dan un resultado completamente diferente. 

Hace un tiempo Ángel me preguntó si tenía guardada la foto que nos hicimos al final de la comida en Francisco Medrano. Me sorprendió vernos tan jóvenes –algunos seguimos quedando para comer-, una década es mucho tiempo. La mayoría tenemos unos kilos más, algunos, un color de pelo diferente. La influencia de Muñoz ha sido enorme, no recuerdo que ningún cocinero haya impactado tanto en Madrid, si uno se fija en la foto -las cámaras también han cambiado mucho-  quizá pueda ver buenos ejemplos. Creo que ya es suficiente tiempo para afirmar que no es una moda, sino algo estructural que forma parte de la cultura gastronómica madrileña. 

Echo de menos el original, pero sencillamente no tiene ningún sentido compararlo con el actual, hay eones de distancia entre el uno y el otro. Muñoz ha renunciado a la nostalgia, a montar un parque temático de su éxito. De hecho hay un puñado de restaurantes hoy día que mirarían de tú a tú en el estilo y en la oferta al DiverXO del 2007.

Ha corrido mucho más que mi paladar. La sensación que tuve después de la comida en el NH es la misma que tuve hace diez años: fogonazos que impregnan la retina en mitad de un túnel, sensaciones que no logro aprehender del todo. Con una diferencia: dudo que en el 2027 haya algún sitio remotamente parecido a lo que es hoy, recorrer este camino, asumir ese coste personal, me parece imposible. Sospecho que ni siquiera habrá un DiverXO porque, diez años después, es ya “una vela que arde por los dos extremos, que no durará mucho, pero nos dejará una luz extraordinaria”.