3/4/10

Cambio de hora


La mañana se levanta con brumas y barcos que bufan. Se despierta como yo, con resaca. Un manto de nubes bajas alivia el sol de las ocho de la mañana, y los americanos, dueños del horario y del destino, conquistan la costa poco a poco. Tanto es así que la ciudad no se despereza tomando espresos, sino inyectándose café americano, metadona infusionada en el desprecio de los camareros italianos. Pero hoy es un día raro, lo primero que vemos por la ventana son los paisanos que se distribuyen entre las mil iglesias al toque del Domingo de Ramos, en las que les reciben pequeños sanjuanes provistos de palmas, mientras en los puentes florecen como setas africanos que, habiendo conquistado la costa de manera diferente, venden sueños y bolsos falsos. Se cuidan bien de los carabinieri que miden con escuadra y cartabón el radio al que pueden acercarse los chavales negros a San Marcos.

La jornada es todavía joven, ácida, durará unas pocas horas y lo verás en tus fotos. Tiene el frescor del futuro, de promesas de recuerdos. Las horas despejan la niebla y le quitan el velo a Santa María de la Salud elevándola deliciosa unos milímetros por encima del Gran Canal. Los restaurantes ofrecen desde las diez de la mañana desayunos, martinis y spritzs. No es comida lo que venden, sino la alegría de un azul intenso en terrazas con vistas al muro de tu facebook. Se oyen campanas avisando del último toque para la misa de las once, las mujeres, si venecianas llevan un ramo de olivo, si turistas, dos o tres.

Va pasando la mañana y el Domingo de Ramos en el Véneto se dobla sobre sí mismo, volviéndose caluroso y pesado, ralentizándose como cualquier otro domingo, justo a las 12 de la mañana. A esa hora la gente llega ya sudando por el puente de Rialto, alcanzando las decenas de iglesias del centro, donde, tentándose el bolsillo, considera que los seis o siete euros que cobran por la visita es mucho dinero y desecha mayoritariamente la opción de entrar; optan por las góndolas a 70 euros o por terrazas donde es el camarero el que decide el precio. No sabría decirte si la Crucifixión de Tintoretto, en la Academia de San Roque calmará tu hambre, sé que calma la mía. O al menos mi alma.

Tras semejante paseo queda poco que rascar. Sería estupendo comer bien, pero, para ser sincero, aquí me da lo mismo. Basta con cerveza fría y unas gafas de sol, evitando en lo posible los menús turísticos donde se despachan pescados vulgares, cocinados en exceso, mariscos de segunda categoría, Valpolicellas vulgares, boloñesas potenciadas con caldos industriales y pizzas descongeladas.

Casi es mejor no intentarlo siquiera. ¿Qué gastronomía admitiría comparación? Seguramente ninguna. Como no lo harían la arquitectura, la zapatería o la ingeniería actual. ¿Cuánto dinero y tiempo costaría construir cualquiera de las decenas de maravillas que colman Venecia?, ¿quién invertiría en tales despropósitos de hermosura? Cualquier obra moderna del hombre parece, comparada, hecha con premura y vulgar.

El día madura, llega la sobremesa y la digestión pesa mientras se arruga la luz. Venecia se hunde sin remedio al ritmo lento de las horas de la tarde, aguardando una de las últimas funciones de sus farolas rosadas. Tiene fecha de caducidad como todo lo que merece la pena, como la vida.

Cuadro que ilustra: Night Gondola de Elizabeth Osborne