29/5/09

Enamorados de la técnica

En el año 2001 explotó la burbuja tecnológica con una violencia brutal. Proyectos de decenas de millones de euros sin un mínimo retorno de inversión habían tenido la culpa. Los ingenieros habían pasado a ser los gestores, la técnica era la razón de ser, dejó de importar el dinero, porque sobraba, la cuenta de resultados nos importaba un bledo.

La belleza. Sí, la belleza, no vendimos aplicaciones que solucionaran problemas sino aplicaciones escritas en java 1.3. Era vulgar utilizar la penúltima colección, inventamos gafas de Dolce&Gabbana, trajes de novia de Valentino, sin importar el precio. En el año 2001 los departamentos de marketing empezaron a tener llamadas de la dirección, "¿Los accionistas? No entienden nada, cuando la gente sepa que utilizamos la tecnología más compleja sabrán lo que vale nuestro trabajo". Unos meses más tarde desmoronó el tinglado, nos sentenciaron a varios años de inactividad, "Gente poco rentable. Prescindibles, sobrevalorados",

El Bulli en sus inviernos de mitad de los años 90 empezó a desarrollar un lenguaje nuevo. Nuevas técnicas, presentaciones; se modificó la manera de entender la gastronomía, el cocinero quería expresarse y el cliente percibía con mayor o menor fortuna las creaciones. La gastronomía, huérfana de vanguardia durante más de 20 años se quedó epatada ante el big-bang de creatividad y en las cocinas se empezaron a ver los biberones, iconos de esa nueva cocina española, eran casi una declaración de intenciones a euro y medio la unidad. Biberones rellenos de aceites aromatizados y reducciones.

Es sintomático que a Adriá le emocionara la creación de la gelatina caliente, sutileza que incluso a la mayoría de los gourmets, le hubiera pasado desapercibida. Como ésa, decenas. Él y su equipo siguieron su camino, siempre un par de kilómetros antes que el resto y, sus errores, serán siempre los errores del primero que se topó con el problema, la equivocación del pionero. Es el peaje de El Bulli. Los menos buenos, toda una legión de obnubilados por la estrella, simplemente chuparon rueda y pusieron espumas por ser modernos, se hubieran peinado con crestas si Ferrán hubiera sido punki. De paso se hartaron de utilizar los nuevos inventos, esferificaciones, nitros y demás, demasiadas veces sin venir a cuento.

Dice Ferrán que en España hay demasiada autocrítica. Yo creo que lo que le ha faltado a demasiados de sus seguidores es precisamente autocrítica, gourmetismo, un punto de equilibrio, sentido común; eso que tiene sentarse delante de un plato y eliminar cualquier referencia externa sobre su elaboración. Porque ¿A mí qué más me da cómo lo hagas? Yo sólo quiero disfrutarlo y sí, es cierto que quizá quiera una experiencia intelectual, pero también quiero que sea una experiencia física. A veces pienso que hay cocineros a los que les gusta cocinar, pero no comer.

En Cala Montjoi quieren desarrollar este nuevo lenguaje, quizá nunca más sea I+D sino pura ingeniería. No sé si a Ferrán le llenará este tipo de trabajo, menos creativo. Lo que sí que sé es que debe ser un trabajo apasionante. Qué faena tan maravillosa debe ser pasar de conceptos interesantes, pero inacabados -como la espuma de humo-, a platos gourmet, crear clásicos; me presento voluntario. Concretar el caudal de conocimiento desarrollado durante quince años.

Imagen que ilustra: Boceto de bicicleta de 1490, Leonardo Da Vinci.

26/5/09

Caldeirada de rape


Sanxenxo es el Benidorm de Galicia, el último reducto del pollopera con pulsera rojigualda, polo Lacoste azul marino y suave acento coruñés. Pero además y hasta hace poco, era uno de los focos más importantes -si no el más- de la gastronomía gallega, con dos restaurantes punteros, el Pepe Vieira -oro para quien lo quisiera ver- y La Taberna de Rotilio.

El primero huyó a su jardín de Armenteira mientras que la Taberna se mantuvo debajo de su hotel, mirando frente a frente a Bueu a través de las rías en un extremo de la playa de Silgar. La Taberna es, con Casa Solla y Toñi Vicente -qué poco han defendido algunos gallegos lo suyo-, el germen de la nueva cocina gallega. A medias entre el producto más exuberante y la penúltima cocina moderna, Manicha Bermúdez, su cocinera y dueña ha sofisticado con exquisitez algunas de las recetas gallegas clásicas. Entre ellas, quizá la más impactante por su sencillez y acabado, la caldeirada de rape, plato que data de 1.974 y que justifica por sí solo la visita.

El resultado enamora por tres razones, la patata mantecosa y crujiente, con los bordes tostados y ligeramente caramelizados, el pimiento rojo ligeramente dulce y, finalmente, el rape, jugoso, elástico, blanco nacarado y sabroso. La receta busca extraer glucosas, respetar sabores y modificar texturas, manteniendo el punto perfecto del pescado. Aquí y con osadía, añado mi aventura casera, seguramente lejos del original; con total falta de modestia afirmo que por momentos lo recuerda.

Empecemos cortando rodajas de medio centímetro de patata, pimiento rojo en tiras y cebolla en juliana. En una olla de hierro, meneando cada poco para que no se nos peguen, las dejaremos sudar a fuego lento; la patata será, con casi total seguridad la que marcará los tiempos de cocción. Quizá tras media hora, y asegurándonos de haber mantenido la olla tapada, sacaremos las patatas que andarán a punto de estar a punto. Extenderemos en este punto y en una bandeja limpia la verdura -hortalizas y tubérculos- y las rociaremos con un chorretón de albariño. Quien dice albariño dice borgoña, pero dado el precio, convendremos que un chorretón de un albariño de segunda puede no ir mal; además la levadura de plátano le va bien a este guiso. Al horno a 200 grados con ellas. El azúcar del vino ayudará a que las patatas se caramelicen, los bordes deberán quedar tostados, crujientes, cuando el vino se evapore y la patata esté en su punto, sacaremos la bandeja.

Llegados a este punto conviene hablar del actor principal, el rape negro -Lophius budegasa- y no de su primo lejano, el rape blanco, también conocido como Lophius piscatorius o juliana -al menos en Pontevedra-, un asco de pescado del que hay que huir como de la peste, por su textura basta y su capacidad de inundar al primer golpe de calor todo aquello que pille por banda. Es este piscatorius por cierto, conocido popularmente como sapito en Madrid; o al menos, es el que ponen llamándolo de tal manera en el 90% de los restaurantes de la capital para gozo local.

Con el pastel de patatas y verduras montado en tres capas en una besuguera al efecto, iremos nuevamente al horno otra vez a 200 grados para acabar el rape. Qué queréis que os diga, quizá 15 minutos, quizá 12 si os apetece jugar al bacarrá. Recomiendo, eso sí, racionar el pescado en dados de 3 cms.

Se receta para acompañarlo un riesling, albariño o chenin blanc; acidez y flores o frutas, una gamuza para el paladar. Intentadlo que seguro que os gustará a poca mano que tengáis, en cualquier caso, sabed, que esto era sólo una excusa para recordar un ventanal, un plato, un sitio, un momento. Por si acaso, en La Taberna de Rotilio, lo bordan.

Cuadro que ilustra: Moonlight Over Port of Spain by Karin Best

16/5/09

La Taberna de Viavélez


El agua estancada se pudre. A Madrid la zarandeamos, le exigimos, la ponemos en cuarentena mientras, impasible, sigue recibiendo su dosis diaria de sangre. La ciudad va recibiendo a buen ritmo la transfusión, hidratando su corpachón, haciéndose cada día un poco más compleja, un poco más difícil de entender. Se toma su dosis de vitaminas que la protegen contra la endogamia y la autocomplacencia, el pastillazo de diversidad y cosmopolitismo.

Hace un par de años largos Paco Ron, el fundador junto a Pedro Martino, Nacho Manzano y José Antonio Campoviejo del grupo NUCA -Nuevos Cocineros Asturianos- abrió en el límite de Tetuán con la Castellana -la arteria que divide Madrid en dos- La Taberna de Viavélez; un bar sencillo en la planta de arriba y un restaurante con unas pocas mesas abajo. Paco, madrileño de nacimiento, aficionado al rugby -como su amigo Pedro Martino- formado culinariamente inicialmente en Madrid -Cenador de Salvador o Dómine Cabra- y más tarde en sitios de postín -Can Roca-, tímido y autoexigente al máximo, venía desencantado de la experiencia en su aldea, Viavélez. No es difícil de entender, se había hartado de tirar pescado, de una cocina demasiado complicada que la gente no entendía, que necesitaba de demasiado personal en nómina y de procesos complejos y caros. Tenía una estrella michelín, sí, pero una estrella que no le trajo un negocio debajo del brazo.

Por suerte para los madrileños y tras muchas dudas eligió la capital. Los comienzos fueron titubeantes, por momentos desalentadores, Paco, desencantado se había dejado bastante más que un negocio en Asturias y las dudas sobre la cocina que podía ofrecer a Madrid, su desencanto, se plasmaron en el resultado durante los primeros meses. En su contra la incipiente e inesperada crisis, a su favor, la apuesta por un modelo de negocio que incluía un bar -del que se encarga su hermana Sara- donde ofrecía producto y algunas gotas de alta cocina, un modelo que distrae los números de los restaurantes y que, posteriormente, se ha extendido por el resto de España como vacuna contra la crisis a velocidad de vértigo.

El tiempo lo cura casi todo y poco a poco las cosas fueron cayendo por su peso, pesaba la calidad que era mucha y la propuesta fue madurando; además el bar funcionaba. La cocina empezó a posarse, al producto, apuesta primigenia, se le aunó una cocina cada día un poco más sofisticada, con una carta de vinos variada y ajustada de precios. Empezaron a aparecer platos que serán clásicos, primero fueron las patatas a la importancia, luego le siguió el emberzao -ligero, desgrasado-, finalmente uno de los mejores salpicones de bogavantes desde aquí hasta El Grove, marisco templado adornado por picotazos de verdura. Cocina a veces extremadamente sencilla, como en esos aperitivos que incluyen el salmorejo, la escalivada y las croquetas, a veces deliciosamente compleja, como la crema de foie, el goulasch con patatas y tuétano o el bonito con chocolate y jugo de pimientos. Y entre medias, versiones sofisticadas de platos tradicionales como la caldereta de cigalas o el bacalao con vizcaína.

La Taberna de Viavélez dio en la diana. Los últimos años dibujan un perfil claro del cliente madrileño: no desprecia la creatividad, pero ha de haber mucha de ésta para olvidarse de que el producto esté presente; exige un buen servicio, es conservador siempre que alguien no derribe de una patada la puerta para demostrar que lo que hace de verdad merece la pena. Al igual que los buenos equipos de fútbol se construyen desde la defensa, Paco Ron fortificó su casa desde la tradición y el producto. Con el tiempo llegó la confianza y con él la alta cocina creativa, cuyo único límite será el pequeño espacio que dispone para los fogones en la planta de abajo.

Yo quiero fusión, de la internacional y de la de aquí cerca. Fusión asturiana de la que disfruta este Madrid, duro, arisco, en el que, gracias a sitios como éste, vivo más feliz.

Restaurante - Taberna Viavélez
Calle General Perón, 10 (Madrid)
Tlf: 915 799 539

5/5/09

Jean Georges


“¿A qué planta van señores?” El ascensorista cubano del Tiffany’s nos sonríe con una mezcla de socarronería y amabilidad. “¿La tercera? La más popular entre el público”. En efecto, en la tercera planta venden la plata, casi lo único que en esta tienda puedo comprar con el límite de mi tarjeta de crédito, es el hueco que la tienda reserva a sus clientes más modestos, su línea de pret a porter. Estos cien metros son el sostén económico del resto de las plantas y por ello, el trato a sus clientes es preferencial y personalizado, tanto como unos metros más arriba. Mientras los primeros clientes desperezan a los dependientes, los rayos de sol, burlan a los rascacielos y se cuelan por las ventanas de la joyería, enfocando joyas de película allá donde explotan. Por el camino van dejando un rastro de polvo en suspensión, la luz de las diez de la mañana al final de la Quinta Avenida.

Unas decenas de euros más pobre, recorro los pocos cientos de metros que llevan hasta el Hotel Internacional Trump, situado en la esquina suroeste del parque, pisandouna alfombra de flores de almendro en el Central Park. En su interior se encuentra el restaurante Jean Georges, galardonado con tres estrellas michelín. Su propietario, Jean Georges Vongerichten, nacido en Alsacia, gestiona un puñado de restaurantes aquí y allá; Boston, Nueva York, Londres, Las Vegas, bares, bistrots y alta cocina. En el manual de instrucciones de su cocina se puede leer “cocina mediterránea con influencias asiáticas”, estamos ante uno de los pioneros en la fusión thai, un concepto que igual arrasa hoy Madrid que bullió en Nueva York hace veinte años, cuando abrió el restaurante Vong, la que fue la llave de su éxito.

Y allí nos plantamos, con zapatillas, camisetas, pinta de cansancio, sin reserva y con más bien pocas esperanzas de poder comer, atraídos por la excepcional oportunidad que supone el menú a veintiocho dólares -al cambio en abril del 2009, unos veintitrés euros, a los que habrá que añadir la bebida y las propinas. Con la posibilidad añadida de incluir cada nuevo plato del menú por catorce dólares o de rematar la comida con postres a ocho dólares. Será que hay viajes en los que todo sale bien, o será causa de la la tremenda crisis que también sacude Estados Unidos, la recepcionista nos conduce al momento, tras atravesar un bar lleno hasta los topes, a un comedor elegante donde todo, incluso la gente, está pintado de blanco y negro.

En efecto, se puede pedir a la carta, pero los camareros ofrecen sin preguntar el menú a todo el mundo, vienen detalladas aproximadamente diez entradas y veinte segundos, además de una selección de vinos por copas a un precio razonable; en cuanto entré me di cuenta de que el sitio no sólo era barato, sino que probablemente iba a ser el restaurante con manteles de tela más barato que iba a pisar en la ciudad. Y así empezamos a pedir y pedir. Para arrancar unos ñoqui de queso de cabra con alcachofa caramelizada sobre una salsa ligera de aceite y limón y un foie brulee con mermelada de piña; ambos exquisitos, usaban el mismo truco, un sensacional manejo de la acidez y el dulzor. Estupenda y sencilla la ensalada de brotes verdes con espárrago verde templado, este último, por cierto, un ejemplar espléndido y muy equilibrado el pastel de cangrejo con espárrago, mostaza y crema de melón.


Me pareció sin embargo complicado el halibut a la plancha con salsa de almendras, el excesivo amargor de estas últimas se llevaba por delante cualquier atisbo de personalidad del pescado, ya de por sí insípido. Mucho mejor las versiones haute cuisine de dos platos de andar por casa: estupendo el contramuslo de pollo abierto y deshuesado, cocinado a la plancha y acompañado de salsa de limón, bajo una costra de parmesano y bien acabado y presentado el solomillo con salsa de tomate con chili y patata asada. Altísimo nivel en ambos postres, el de chocolate y el de caramelo –postres temáticos con juegos en las texturas-, incluyendo en el primero quizá el mejor coulant de chocolate que haya probado y, finalmente, buenos y abundantes petit-fours: nubes de jengibre, vainilla y fresa y bombones y macarons variados.

A estas alturas el lector avezado se habrá dando cuenta de que de lo que describo es una cocina clásica, efectivamente de raíz francesa, con inclinaciones a eso que en inglés llaman “comfort food”, tradúzcanlo como “cocina para no molestar”. No hay una sola influencia asiática en la procedencia de los platos ni en las técnicas usadas, sí en las especias y quizá en alguna de las guarniciones: un poco de ruibarbo por aquí, jengibre, ito togarashi, todo tipo de pimientas. Los platos incorporan en pequeñas dosis –muy pequeñas- parte del catálogo de ciento cincuenta especias que el alsaciano se jactaba de haber introducido en el Vong. El tuneado se hace finamente, con tino y delicadeza, desviando levemente la atención, pero sin desreferenciar culturalmente al comensal. Más que sorpresas, el cliente encontrará una regularidad prodigiosa y un tratamiento cartesiano de un producto modesto, basado en la cocina más clásica, aderezado con ese je-ne-sais-quoi asiático que da glamour sin exigir un esfuerzo de adaptación gustativo excesivo.

No sé si fue una cocina rompedora en sus inicios, aquí y ahora, en Jean Georges se come estupendamente, pero -al menos en su versión pret a porter- no se camina por el lado salvaje de la vida. Nada que reprochar porque lo que hacen lo hacen muy bien, hasta John Lennon escribió discos burgueses y reconfortantes en los últimos años de su carrera; justo ahí, al lado.

Restaurante Jean Georges
1 Central Park W New York, NY 10023
Tlf: (212) 299-3900