27/7/09

Patatas fritas


La primera vez que pisé Galicia iba dispuesto a cumplir todos y cada uno de los tópicos gastronómicos: quería pulpo, almejas, percebes, vieiras y arroz con bogavante, quería saborear un mar que sólo intuía. Y así fue como acabé en mi primera noche de verano gallego lejos de la costa, pasando frío en la mitad de la Tierra de Montes. Allí y envuelto por la noche más negra que podáis imaginar -lo menos que puede campar por esos bosques es la Santa Compaña- se encuentra el París. El París es un poco restaurante, un poco salón de bodas y un mucho centro social de Forcarei, el pequeño pueblo de Pontevedra. Tienen como especialidad de la casa el churrasco con patatas fritas, que acompañan de fondo con el runrún de una televisión que habla un gallego tan extraño que entiendo incluso yo.

Parece ser que el churrasco es parte del equipaje gastronómico que llegó de vuelta de la salvaje emigración gallega a las Américas. Más que un conjunto de platos, es una ceremonia kaiseki de postguerra, la venganza contra la hambruna, una manera de presentar la comida, una actitud en la mesa. De las brasas y a precio cerrado desfilan bandejas de tiras de costilla, croca -picaña-, unos criollos y quizá algo de vacío o de falda de ternera. Carne a volonté, un menú pantagruélico que se acompaña de tintos potentes del Ribeiro, de esos que manchan los dientes, de ensaladas de lechuga y tomate y de incontables fuentes de patatas. Porque en el centro de Galicia la ternera -habitualmente joven y poco madurada- es importante, pero sin patata no hay churrasco. Y punto. Pocas celebraciones gastronómicas encontraréis, ya sea en casa o en restaurantes populares, donde no esté presente.

Poniéndonos finos, como patata de Galicia lo que deberíamos esperar es el producto que acoge la IGP -indicación geográfica protegida- que exige que el producto sea de la variedad Kennebec y provenga exclusivamente de las zonas de Bergantiños, Limia, Lemos, A Mariña-Terra o Verín. Esta especie es ovalada, tiene la piel amarilla, la carne blanca y un alto contenido en materia seca -superior al 18%. La IGP no permite que se use dos años consecutivos la misma finca para producirla, vicio éste demasiado extendido en otras zonas de España que resulta en patatas dulzonas y sin sabor; hablando claro, nabos.

Ideal pues para freír, aunque hay quien prefiere otras variedades como la Spunta, muy apreciada en el País Vasco, o la Bintje holandesa que a mí me parece excepcional; ambas tres albergan poca agua y por tanto no se reblandecen al freírse. Se trata de una patata de maduración semitardía, siendo el consejo regulador el que se ocupa de decidir la fecha para cada subzona de la IGP -entre finales de julio y octubre en el año 2008- y se conserva sin problemas durante semanas, siempre y cuando la apartéis de la luz y la mantengáis en un lugar fresco y seco. Lo que veáis marcado en el primer semestre del año como patata gallega no digo que no lo sea, pero yo no lo compraría.

La realidad, como casi siempre, es bastante más prosaica y lo que se consume a diario es lo que da la tierra, si es posible la propia y no siempre Kennebec, aunque normalmente de buena calidad. Allí, como en el resto de España, la trazabilidad del origen es prácticamente nula, con suerte te despachan una triste etiqueta con un lacónico "para freír" o " para cocer". Si queréis la original -merece la pena- siempre tenéis la posibilidad de comprarlas por internet, por ejemplo en todopatatas.com, donde distribuyen -más o menos a 2 euros el kilo en agosto del 2009- las de la zona de Coristanco.

Como cada agosto arrancaré mis vacaciones con un churrasco descomunal y me rajaré a la quinta bandeja de patatas, hecho este diferencial , que provocará sonrisas entre mis compañeros de mesa -"estos castellanos..."- siempre dispuestos a darle un último tiento a la bandeja de bastones dorados no especialmente pequeños, abrasando, crujientes por fuera y cremosos por dentro. En la bandeja quedará finalmente un trocito, es la cortesía del gallego. Os pataqueiros de la Tierra de Montes.

Fotografía que ilustra de Virgilio Viéitez.

17/7/09

Vieiras


Lo confieso: estoy harto de vieiras. En realidad es curioso, porque quizá hasta bien entrado en la treintena juraría no haber comido ninguna; hoy en día, hasta mi madre las encuentra en cualquier mercado de Madrid y las hace en los días de fiesta para sorprender a sus invitados.

El bicho no es en general especialmente sabroso, más bien al contrario; si algo se puede resaltar es su textura y esas pequeñas lenguas anaranjadas -sus gónadas- que son con diferencia lo mejor. Que uno sepa la única referencia histórica de este bivalvo en la cocina española se encuentra en Galicia, donde es típico encontrarlas cocinadas al horno -tantas veces en exceso- recubiertas de pan rallado, con cebolla confitada y unas virutitas de jamón; digamos que en un papillote de su concha y el pan. Tienen más tradición en Francia, donde tampoco faltan en ninguna carta. Allí las llaman coquilles Saint Jacques y según la receta de Aquitania, las sofríen ligeramente sobre un poco de mantequilla y quizá algo de chalota picada finamente.

Pero no siempre hablamos de lo mismo, en realidad y como sucede en tantos ocasiones con los animales del mar, en cada puerto, un nombre. En Europa llaman vieira al Pecten maximus, la misma que ofrecen en Galicia excepto cuando lo que te encuentras es una volandeira o Aequipecten opercularis. En el mediterráneo la especie es el Pecten jacobeus, un poquito más pequeña y si cabe menos sabrosa; en todos los casos las encontraremos de captura o de crianza. Para poder distinguir la Pecten maximus de aguas gallegas basta con fijarse en su concha superior, absolutamente plana y ligeramente sobresaliente sobre la concha inferior, con tonos violáceos.

Supongo haberlas tomado de todo tipo, sin demasiado interés en saber su origen. Recuerdo una estupenda en el restaurante Yayo Daporta, en Cambados, seguramente proveniente de la potente empresa familiar de crianza de bivalvos que fundó Evaristo Daporta, proveedor entre otros de El Corte Inglés; le bastó un certero y sencillo golpe de plancha que compactó su carne, extrayendo hasta el último aliento de aroma y sabor. La que más y mejor la ha trabajado ha sido Toñi Vicente en su ya añorado restaurante de Santiago que este verano dejará un hueco en mi agenda imposible de llenar. En los mercados del interior encontramos comunmente viera de otros mares: normalmente escocesas, habitualmente envasadas al vacío, o canadienses -congeladas-, siendo muy complicado encontrarla gallega y fresca.

Y es que hace ya doce años que no se puede recoger vieira en la ría de Ferrol, aunque sí en la de Arosa cuando la veda está abierta. La razón es la elevada capacidad de absorción de toxinas de su hepatopáncreas, que puede causar vómitos y diarreas en el consumidor. Este tema, que le ha causado un serio disgusto a la gastronomía gallega, será sin duda una buena oportunidad para reconducir un problema de primer orden, empezando por una buena trazabilidad del producto, absolutamente inexistente en los mercados gallegos. Hoy en día se cantan, se negocian, se mezclan y engañan los precios y los orígenes exactamente igual ahora que hace cien años.

Será en Galicia sin embargo donde más fácilmente las podréis encontrar frescas, ya sea porque tengáis suerte y os encontréis época de captura, o porque se hayan descongelado. Tened buen cuidado de que estén siempre evisceradas como ordena la Xunta, que ha sido tan cuidadosa de elegir únicamente una empresa, de nombre Vieira Galicia, para realizar este trabajo tan delicado y exclusivo -por supuesto, la única solución posible-; caso contrario provendrá seguro de furtivos. De cualquier manera y después del follón, supongo que a la vieira tras tantos años de sobreexposición le toca veda. Veda de captura y veda en las cartas. No nos vendrá mal hacer un poco de hambre.

Acuarela que ilustra: Cambados de Ángel Moreno

9/7/09

El coste de la crítica



"Never in five years have my bosses questioned a fourth or a fifth visit to a restaurant whose star rating I wasn’t yet sure of".

Frank Bruni, ex-crítico gastronómico New York Times

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"La Voz de Galicia: ¿Cuántos críticos gastronómicos tienen
en el mundo, en España y en Galicia?

José Lamas García (Inspector jefe Michelín España): No
somos críticos, sencillamente observamos lo que el profesional ofrece y otorgamos una calificación, y a veces una distinción. Hay 86 inspectores. 70 recorren Europa, 10 trabajan en Estados Unidos y 6 en Asia. En España hay 12, sin zonas fijas. Todos cambian cada año incluso de país para garantizar el anonimato".


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El mundillo gastronómico tiene sus propias fiestas laicas. En un círculo infinito, cada año, se celebra la llegada de la Michelín, tal o cual congreso, el tiempo de la becada y el de la lamprea. Los veranos son temporada baja, el calor ahuyenta el hambre y las discusiones, por otro lado siempre parecidas, se centran en temás más ligeros como si cerveza o tinto de verano o la temperatura óptima del Barbadillo. La gastronomía también se va de vacaciones.

Pero en otoño llegarán la Michelín -y otras- y desempolvaremos la indignación. Los aficionados más radicales pondremos el grito en el cielo cuando veamos unas calificaciones indefectiblemente injustísimas. Proyectaremos nuestras filias y fobias, nuestra subjetividad sobre la suya, intentaremos ponernos sus pantalones y nos quejaremos amargamente cuando veamos que ellos gastan la 54 y nosotros la 50. Vamos, que nos daremos cuenta de que ellos son ellos y nosotros somos nosotros.

Difícil apaño tiene incluso aunque la empresa de neumáticos lo hiciera bien, que no es el caso. Y es que el jefe de la michelín en España, el inspector Lamas habla de 12 subordinados -también inspectores, será por titulación. Hagamos una breve cuenta, si los castigáramos a un cebamiento descomunal podríamos hacerles trabajar unos 300 días al año, 2 veces por jornada. Esto supondría un total de 7.200 experiencias al año. Sólo en Madrid calculo a ojo de buen cubero más de 3.000 restaurantes. Siendo exigentes, deberíamos además pedir que el inspector -horrible palabra- probara un mínimo de platos de la carta; qué menos que el 30%. Y además que repitiera una vez -o dos o tres como comenta el ex-crítico del NYT, Frank Bruni- para comprobar ese parámetro que a ellos les parece tan importante: la regularidad. Puestos a pedirles que lo hicieran bien, exigiría que abrieran un par de botellas de vino -copas temperatura, conservación- y que pidieran un gin tonic o un whisky, a fin de poder recomendar sobre el servicio del vino y los destilados.

El error es suponer un trabajo profundo y serio detrás de esta guía. Sin mayor problema se puede afirmar con total seguridad que la Michelín, el alfa y el omega del viajero gastronómico, es una lectura en diagonal de un libro demasiado grande. Se trata de una tarea imposible que un grupo de señores intenta realizar seguramente de la manera más digna posible con unos recursos ínfimos, pequeños Davides contra un Goliat inabordable al que ellos intentan atacar con unas pocas visitas, recomendaciones de amigos y lectura en internet. La Michelín es una chapuza pero ¿Cuánto dinero costaría una guía bien hecha?

Más allá de los agravios comparativos con Francia, solemos achacarles falta de criterio, cuando a mi juicio esto es absolutamente imposible de asegurar a partir de su trabajo. No hay recursos, no hay experiencias y sin éstas no hay manera de exigirles un análisis medianamente decente. Otra vez el maldito parné. No estaría tampoco de más que la crítica profesional española, que con tanta fiereza les trata, se mirara el ombligo y se pensara seriamente si en más de una ocasión no estarán ellos despachando a más de un restaurante en una visita y cuatro bocados.

Cuando salgo fuera de España, salvo que maneje recomendaciones de mis amigos o de gente con criterio y que considere fiable, uso la Michelín con todo el escepticismo del que soy capaz. Procuro verle lo bueno: han ido a los sitios que referencian, son más o menos anónimos, pagan la cuenta y han comido y bebido mucho, muchísimo; quizá sea la única guía posible. Además viene la dirección y el número de teléfono del local. Qué más queréis por el precio.

Cuadro que ilustra: David matando a Goliat, de Pietro Da Cortona (Barrettini).

3/7/09

Restaurante Lafayette


En la zona norte de Madrid hay un desierto de persianas cerradas y avenidas anchas. Las Tablas se extiende casi fantasmal, como una alfombra de casas vacías, rellenando el hueco que había entre Madrid y la zona industrial de Alcobendas; decenas de urbanizaciones aprisionadas por la carretera nacional que va a Burgos y el antiguo camino de Fuencarral. Mientras vagaba por las calles de los alrededores buscando un bar donde tomar el aperitivo tuve la misma sensación que en la aldea del Rocío en agosto, parecía más un decorado de película que una zona donde uno espera cruzarse con gente en la calle.

Allí, donde menos lo esperarías, nació el año pasado un pequeño bistrot por el que a priori poca gente hubiera apostado: Lafayette. Sebastien Leparoux, sumiller y jefe de sala y Vicent Huber, jefe de cocina, quizá confiando en el público de las empresas más cercanas -entre las que destaca Telefónica y su gran ciudad, situada apenas a un kilómetro- abrieron este restaurante de apenas veinte plazas. Una sala coqueta y amplia, un par de personas sirviendo -e intuyo que un número similar trabajando en cocina- y una carta que anuncia sus intenciones desde el principio: a la izquierda platos en francés, a la derecha en español; cocina francesa de diversas zonas donde predominan los platos provenzales aunque Sebastien -risueño, apasionado del vino y orgulloso bretón- diga que hay un poco de todo.

El resultado es una rara avis en la gastronomía predominante -esa gastronomía única que comandan las carrilleras-, los platos están absolutamente fuera de modas, son casi siempre pelotazos de sabor mediterráneo que se compensan con un dominio milimetrado de la acidez, constante y controlado en cada plato. Así sucede sin ir más lejos con la ensalada de codorniz escabechada y trigo sarraceno, donde el ave de Las Landas saca un sabor profundo que ya no recordaba en esta especie, sobreponiéndose al ácido acético; o con el refrescante carpaccio de langostino marinado en mostaza y naranja. Es absolutamente sensacional su foie micuit, perfectamente desvenado, compacto, bien macerado y sabroso, con una materia prima otra vez muy por encima de lo habitual; estupenda y sencilla la pissaladière, la versión de la pizza del sur de Francia, que en este caso mece simplemente cebolla confitada y tapenade.

Vicent incluso se atreve con combinaciones complejas como es el caso de la terrina de sardina, en realidad una deconstrucción de una terrine, con un ratatouille envuelto por la sardina y una loncha de jamón, acompañados de una crema de berenjena y un riquísimo helado de albahaca. Es sorprendente lo bien que se trabajan los puntos de los pescados -no es el fuerte de la restauración media en Francia-, por ejemplo en el rape acompañado de colmenillas o en la caballa con navajas escabechadas. Es, sin embargo, con el delicado flan de conejo en tres cocciones donde la cocina vuelve a alcanzar un punto soberbio, con una piel laqueada que invita a la gula. Se puede acabar con una buena selección de quesos, pero yo recomendaría no perderse el clafoutis de cereza con fresas -suerte de tartita en la que la cereza deshuesada se hornea a la vez que la masa- si es que estuviera disponible.

La carta de vinos es mayoritariamente francesa con buenas opciones; así se podría empezar con un champán rosado de Claude Cazals, seguir con un Macon-Verzé de Domaine Leflaive o acabar con el estupendo Clos Rougeard, precios más que razonables que invitan a beber y siempre el buen consejo de Sebastien, que está orgulloso de enseñar y compartir su conocimiento y su bodega.

Como además de comer bien, se puede hacer a buen precio -entre 30 y 40 euros sin vino- el local se llena una y otra vez en los almuerzos de un perfil mayoritariamente profesional. Hoy viernes, en la mesa de al lado y tras discutir un buen rato sobre terminales móviles, servicios y productos, se hace por fin el silencio; sólo se oyen gruñidos de aprobación, suspiros satisfechos de unos cuantos ingenieros de telecomunicación ya cuarentones, que empujan cada bocado de foie con tragos del delicioso blanco de la Borgoña que Sebastien recomienda no tomar demasiado frío.

Cuadro que ilustra: Bistrot Dining at Crillon le Brave, Provence by Lindsay Goodwin.

Restaurante Lafayette
Dirección: C/Ages, Las Tablas (Madrid)
Tlf: 91 2606912