
El calor es una de las decenas de maneras de transformar la materia prima, quizá la que fue la primera en el tiempo. Hemos aprendido recientemente cómo las proteínas de los alimentos van modificando sus estructuras, adquiriendo texturas diferentes -así lo ha documentado el físico y químico Hervé This en sus libros. Aunque sea subjetivo y de difícil demostración -todo llegará-, a todos se nos ocurre que también se desarrollan olores y sabores diferentes -la insipidez se acentúa a temperaturas bajas-, y así pues funciona como ingrediente esencial, una llave maestra que regula la amplitud de los sabores. De la misma manera que uno no se bebería un gran vino tinto a cinco grados, espera que cada alimento llegue a la mesa a la temperatura óptima -no es lo mismo un steak tartar que una sopa de cocido- , aquella que el cocinero considere oportuna. Cuestión ésta, por cierto, que mide su talento.
Por desgracia de tanto en tanto toca una de esas comidas donde los platos llegan fríos a la mesa. En mi opinión se trata de algo inaceptable en las grandes cocinas, normalmente diseñadas para que la separación física entre la cocina y la mesa sea la adecuada y los platos jamás lleguen fuera de temperatura. Los minutos que el plato pasa en la cocina, desde el último toque en cocina, hasta que se sirve en la sala, son una buena evaluación de la finura en el engrase de los mecanismos de un restaurante. El colapso en cocina lleva a tiempos de espera largos entre plato y plato; la saturación del servicio, a platos helados.
Debería estar en el manual básico de un buen camarero saber cuándo un plato no se puede servir, de la misma manera que el cocinero encargado de ese último momento, debe asegurarse de que ese intervalo de tiempo en el que el plato anda esperando, no sea demasiado. Ambos son responsables, por tanto. Hay pocos escondrijos para esconder la sincronización cocina-sala; el tiempo debajo de la salamandra -calor cenital-, debe limitarse al máximo y el microondas, salvo usos específicos, prohibido por su tendencia a calentar de manera disforme.
Del éxito al fracaso en una comida van veinte grados, o visto de otra manera, eso que siempre se ha llamado cariño en la cocina y el servicio.