
La primera vez que pisé Galicia iba dispuesto a cumplir todos y cada uno de los tópicos gastronómicos: quería pulpo, almejas, percebes, vieiras y arroz con bogavante, quería saborear un mar que sólo intuía. Y así fue como acabé en mi primera noche de verano gallego lejos de la costa, pasando frío en la mitad de la Tierra de Montes. Allí y envuelto por la noche más negra que podáis imaginar -lo menos que puede campar por esos bosques es la Santa Compaña- se encuentra el París. El París es un poco restaurante, un poco salón de bodas y un mucho centro social de Forcarei, el pequeño pueblo de Pontevedra. Tienen como especialidad de la casa el churrasco con patatas fritas, que acompañan de fondo con el runrún de una televisión que habla un gallego tan extraño que entiendo incluso yo.
Parece ser que el churrasco es parte del equipaje gastronómico que llegó de vuelta de la salvaje emigración gallega a las Américas. Más que un conjunto de platos, es una ceremonia kaiseki de postguerra, la venganza contra la hambruna, una manera de presentar la comida, una actitud en la mesa. De las brasas y a precio cerrado desfilan bandejas de tiras de costilla, croca -picaña-, unos criollos y quizá algo de vacío o de falda de ternera. Carne a volonté, un menú pantagruélico que se acompaña de tintos potentes del Ribeiro, de esos que manchan los dientes, de ensaladas de lechuga y tomate y de incontables fuentes de patatas. Porque en el centro de Galicia la ternera -habitualmente joven y poco madurada- es importante, pero sin patata no hay churrasco. Y punto. Pocas celebraciones gastronómicas encontraréis, ya sea en casa o en restaurantes populares, donde no esté presente.
Poniéndonos finos, como patata de Galicia lo que deberíamos esperar es el producto que acoge la IGP -indicación geográfica protegida- que exige que el producto sea de la variedad Kennebec y provenga exclusivamente de las zonas de Bergantiños, Limia, Lemos, A Mariña-Terra o Verín. Esta especie es ovalada, tiene la piel amarilla, la carne blanca y un alto contenido en materia seca -superior al 18%. La IGP no permite que se use dos años consecutivos la misma finca para producirla, vicio éste demasiado extendido en otras zonas de España que resulta en patatas dulzonas y sin sabor; hablando claro, nabos.
Ideal pues para freír, aunque hay quien prefiere otras variedades como la Spunta, muy apreciada en el País Vasco, o la Bintje holandesa que a mí me parece excepcional; ambas tres albergan poca agua y por tanto no se reblandecen al freírse. Se trata de una patata de maduración semitardía, siendo el consejo regulador el que se ocupa de decidir la fecha para cada subzona de la IGP -entre finales de julio y octubre en el año 2008- y se conserva sin problemas durante semanas, siempre y cuando la apartéis de la luz y la mantengáis en un lugar fresco y seco. Lo que veáis marcado en el primer semestre del año como patata gallega no digo que no lo sea, pero yo no lo compraría.
La realidad, como casi siempre, es bastante más prosaica y lo que se consume a diario es lo que da la tierra, si es posible la propia y no siempre Kennebec, aunque normalmente de buena calidad. Allí, como en el resto de España, la trazabilidad del origen es prácticamente nula, con suerte te despachan una triste etiqueta con un lacónico "para freír" o " para cocer". Si queréis la original -merece la pena- siempre tenéis la posibilidad de comprarlas por internet, por ejemplo en todopatatas.com, donde distribuyen -más o menos a 2 euros el kilo en agosto del 2009- las de la zona de Coristanco.
Como cada agosto arrancaré mis vacaciones con un churrasco descomunal y me rajaré a la quinta bandeja de patatas, hecho este diferencial , que provocará sonrisas entre mis compañeros de mesa -"estos castellanos..."- siempre dispuestos a darle un último tiento a la bandeja de bastones dorados no especialmente pequeños, abrasando, crujientes por fuera y cremosos por dentro. En la bandeja quedará finalmente un trocito, es la cortesía del gallego. Os pataqueiros de la Tierra de Montes.
Fotografía que ilustra de Virgilio Viéitez.