
No hay caos más bello que Roma; desde el mismo momento en el que uno pisa Fiumicino sabe que la experiencia va a ser al tiempo inolvidable y complicada. Atravesando una de las periferias más espantosas que he visto, asombrado por las miles de antenas en los tejados –una por piso- y por los graffitis, voy penetrando capa por capa hacia el interior de la ciudad.
Con los ojos abiertos como platos, presencio en la Plaza de Venecia un espectáculo que es una auténtica demostración de intenciones,
los romanos no conducen, esquivan peatones. Manejarse en Roma supone dejar de lado cualquier tipo de esquema de comportamiento ordenado, porque allí, no hay reglas y todo está por negociar. Rápidamente me adapto a este espíritu de anarquía y me acostumbro a andar por el centro de las calles, a cruzar los semáforos en rojo, a tomarme
los cafés -que van de lo bueno a lo excepcional, vayas donde vayas- como chupitos en menos de treinta segundos entre un ciao y otro y a subirme a los autobuses sin pagar, siempre con un ticket sin usar por si viniera el revisor. Y como yo, hay hordas de turistas, sobre todo españoles, norteamericanos y japoneses, que vienen a cumplir con cada uno de los rituales: comer pizza, lanzar la moneda a la fuente, hacerse fotos delante de cada monumento y visitar San Pedro; a veces creo que miran pero no ven, y que en realidad donde de verdad son felices es comprando en Dolce y Gabbana.

De todos las zonas de la ciudad, me quedo sin duda con la Roma de las plazas. Desde la Piazza Navona hasta el Campo di Fiori, pasando por el Panteón o por la Fontana di Trevi -descomunalmente hermosa, que se hizo perfecta el día que se bañó Anita Ekberg-, en cada plaza me encuentro esculturas sensuales, obscenas o religiosas, belleza insondable, profunda y descuidada que conmueve al más frío.
Tras cada recodo, en cada giro, contengo la respiración ante la posibilidad de que aparezca otra maravilla; quizá una hornacina con su perla dentro, a lo mejor unos frescos en alguna pared, puede que un patio lleno de bicicletas, vegetación y ropa tendida que esconda alguna fuente, seguramente en mal estado, cubierta por los musgos que bajan por las ventanas tapando paredes de tonos alegres y descoloridos. Roma seduce, enamora y empiezo a sospechar que no se acaba nunca, que es infinita.
Es muy fácil comer bien en Roma, hay centenares de pizzerías y trattorías que van provocando a los jugos gástricos desde media mañana.
El olor a pan y café inunda las calles y cuesta contenerse ante la perspectiva de una pasta recién hecha, del color rojo intenso de las salsas de tomate. Me llaman la atención la
gran cantidad de enotecas o wine-bars que se pueden encontrar durante el camino, hay mucha afición en Roma al vino a pesar de los exagerados precios que se manejan para algunas de las denominaciones de origen.
Suelen ofrecer, además, algo de comida, así que a mí y para el aperitivo, me parecen la mejor opción; elegimos la primera enoteca que nos salió al paso y tomamos un vaso de un buen chianti recomendado por el dueño, acompañado por un pequeño bocadillo de bresaola -la delicada cecina italiana-, mozzarella fundida y rúcula verde, fresca y amarga; así abrimos fuego en Roma.
Tras mitigar la sed de belleza apenas calmada por la primera mañana de largos paseos, al lado del Panteón me encuentro con una pequeña casa de comidas, precisamente
Armando al Panteón se llama; pocas mesas y una oferta de
cocina romana entre la que incluye un menú del día. Destacaré de todo lo que tomamos una maravillosa
alcachofa a la romana –es temporada, confitada en aceite-,
grande y tierna de la que apenas hubo que separar hojas duras, un sabroso
saltimbocca con un punto de salvia muy acentuado y un
bacalao que, además, es el plato del día -es viernes y aquí la Cuaresma no se toma en broma- y que viene acompañado de una deliciosa reducción de tomate cuyo secreto es el tomate seco; tiene por añadidura, una
carta de vinos con recorrido y opciones para todos los bolsillos. Sugiero acabar con un
café, excepcional, y servido en una vajilla muy graciosa. Se trata, como en tantos otros sitios de la ciudad, de
cocina sencilla y sabrosa, sin grandes complicaciones y con buen producto. Veinticinco euros –si no incluimos el vino- por persona bien aprovechados.
De entre todas las
tiendas gastronómicas que me tiran los tejos durante los paseos, yo me quedo con
Castroni. Para mí entrar allí es un sinvivir; especias y
sales de todo tipo, chocolates, salsas para acompañar la pasta que engañarían al gastrónomo más ilustrado
, todas las pastas que se puedan imaginar y una gran variedad de harinas y arroces; cómo maldigo en estos casos mi ignorancia sobre vinos italianos, me gustaría poder elegir un par de botellas aún con el riesgo de que me revienten en el vuelo y me perfumen la ropa para los restos –oler a nebbiolo no debe ser tan malo. Al final mi gula y mi cerebro llegan a un acuerdo y me conformo con un kilo de arroz carnaroli, unos bombones gianduja deliciosos, un poco de
sal ahumada Halen Môn, un bote de tomates secos
Sotto Olio en aceite de oliva,
una crema de tomate y un paté de alcachofas ambos del productor Frantoio di Sant'Agata Doneglia para compañar cualquier carne o pasta y unos tallarines negros. Como me conozco, salgo por piernas que no es cosa de tentar a la bestia consumista que llevo dentro.
Peregrinando con mi bolsa hacia el Vaticano, se me ocurre mientras vagabundeo por la plaza de San Pedro debajo de una fina lluvia, a punto de ser atropellado por dos monjas motorizadas que van como locas, que
el pan, el aceite, el tomate y la leche, simbolizan la idea que tengo de la gastronomía romana. Quizá, porque son la base de la pizza.