
Reivindico como símbolo el sabor, propongo como himno español la canción de "Con las manos en la masa", sí, la de Vainica Doble, en la que se enhebra España a partir de su gastronomía. Propongo una nación gourmetista, una alianza de glotones, un federalismo de guisos, porque tengo claro, que lo que más nos une es el sol, el mar y la comida, como en el himno de Pemán -salvo en lo de la comida, claro-, que quizá, no iba tan desencaminado; era enjuto pero hedonista D. José María. Selección sí, pero de cocineros.
Porque si hay algo que nos une, es la comida. El domingo de hace unos decenios en España era el momento de la gran comilona: el pollo. Pollo ensartado y asado lentamente en asadores, guisado en casa con verduras o asado en el horno casero. Fascinante el que comprábamos en el asador de Manolita, a unos 30 metros de casa, tenía ese charme que tiene lo desconocido, lo extranjero, porque no sabía a nada de lo que olía en casa, porque venía de fuera, importado como esa comida que veíamos en "Starsky y Hutch" o en "Con 8 basta"; estos americanos sí que sabían. No había catado en la vida una hamburguesa, pero era obvio que aquello debía ser gloria bendita porque nadie envuelve en un papel de estraza -tan precioso- algo que no merece la pena.
El pollo no sabe de pueblos o provincias, pero tampoco de clases sociales, puedes votar a unos o a otros, pero es seguro que comerás pollo. Con cigalas en Cataluña -el primer mar y montaña.-, con tomillo y romero en Castilla, pollo asado en mil asadores por toda la península goteando su grasa en una salsa marrón, indefinible y riquísima, frito con ajo, mechado, en escabeche, al jerez, al chilindrón, a la vasca o en pepitoria. Si en el huevo hay razonables dudas sobre el valor del corral sobre las granjas, aquí no hay duda alguna. Un pollo amarillo, criado en corral tarda mucho más en hacerse, pero es mucho más satisfactorio.
Y si observamos con un poco más de detalle notaremos que no sólo nos une, también integra. Pastelas de gallina, pepitorias a baja temperatura, con curry, nuggets con salsa de miel y mostaza, alitas confitadas. El pollo tampoco sabe de papeles, el pollo alía civilizaciones.
Así que hoy domingo, me solidarizo con mis compatriotas gastronómicos y utilizando mi cazuela con tapa, orgullo de estas Navidades, improviso una versión que quizá no salga del todo mal. Dorando el pollo -bien desgrasado y sin piel-, añado abundante ajo, cebolla, pimiento rojo y pimienta. Un poco de tomillo y romero, un viaje de martini rojo, de vino blanco y almendra machacada y un poquito de mostaza de Dijon. Una hora y media larga de cocción, sacando la pechuga tan pronto esté preparada, dejando que las partes más duras acaben deshaciéndose en el tenedor. Porque lo complicado de verdad al cualquier ave son los diferentes puntos de cocción de sus partes. Una espuma la hace cualquiera, pero es cosa de maestros dejar perfecta la alita, jugosa y fácil de despegar de la carcasa la pechuga y tierno el muslo.
Consciente de mi responsabilidad, justo antes de servirlo, en el momento de la verdad y al igual que Raúl mira al cielo descoyuntándose cuando la banda chundachundea, yo pongo mi himno particular cantado por Sabina, me bebo una copa de vino -o dos si veo el reto complicado- y me encomiendo al cielo para la severa prueba a la que me someterá mi familia.
A España, siglos después y nos pongamos como nos pongamos, la sigue vertebrando el pollo.
Foto: http://www.eladerezo.com/