
Pocas cosas disfruto más, que mi madrugador paseo por el barrio de Salamanca. La luz que lentamente se va abriendo paso, va pintando a cámara lenta edificios y palacetes del siglo XIX, mientras sombras que suben desde Recoletos van abriendo los comercios. Y escondidos entre tiendas de ropa y joyerías, al amparo de galerías y entre cocheras de caballos, hay una pléyade de restaurantes, mercados, tiendas de setas o fruterías, todo tan bonito que da miedo tocarlo por si se rompe.
Tiene el barrio, ese encanto especial del que sabe que es guapo y no le da importancia, esa belleza casi parisina que parece casualidad, y que en realidad es el resultado de decenas de años de mucho esfuerzo y dinero.
Subiendo por Jorge Juan se agolpan algunos restaurantes llenos entre semana de tarjetas de crédito de empresa, Thai Garden, Pandelujo o Sula. Son sitios bonitos que están en el borde de la gastronomía o quizá un poco más acá, quizá un reflejo de los gustos mayoritarios de la gente con dineros, carne de páginas del Telva, a medias entre la crónica social y la culinaria. Escondido en su callejón, casi arrinconado por los sitios de moda,
sigue ondeando su bandera El Amparo, la que fue del buen gusto y la vanguardia hace ya demasiado tiempo y que ha ido menguando, hasta convertirse en casi nada.
Contrasta su decadencia con la brillantez actual del Goizeko del hotel Wellington que se mantiene en el cruce con Velázquez. Jesús Santos mantiene el que es para mí el mejor restaurante vasco de Madrid, germen de cocina y de cocineros en la capital (más de lo que parece a primera vista) y donde si el bolsillo lo permitiera, volvería una vez tras otra a pedir el ragú de bogavante y patatas confitadas.
Casi llegando a la esquina con Goya, Sergi Arola ha plantado sus reales con una de sus
paninotecas (Velazquez, 32),
locales donde se ofrece pan mediocre que no hace honor al nombre del restaurante. Excepcional aceite, buenas chacinas y excelente selección de vinos. Precios excesivos y gente guapa en un entorno en blanco y negro. El sitio es minimalista de vocación, minimalista en la decoración y minimalista en las cantidades, con unas cartas incómodas con las que uno puede hacerse un tajo a poco que se descuide. ¿Por qué es la modernidad tan poco funcional?

En la misma esquina de Goya y Velázquez está
la carnicería La Comercial (Goya, 20) donde tras sortear la altanería inicial del carnicero, acostumbrado a las exigentes señoras de la zona (que tienen la curiosa manía de colarse), tercia comprarse unos filetes de cadera para poder hacer los mejores filetes empanados del mundo, carpaccios de vaca roja y sangrante.
Son carniceros que saben cortar la carne y el producto es de primera calidad, con sabor y no suelta agua en la plancha, y tal y como están las cosas en el mundo, me parece hasta excepcional.

Unos metros más allá, en Hermosilla, ya huele a tortilla y se me despiertan los jugos gástricos. Es en el bar
Estay (Hermosilla, 46) y entre camareros con camisa blanca y chaquetilla verde y una decoración que recuerda a las películas de Alfredo Landa,
sirven una de las mejores tortillas de Madrid, jugosa y con buena patata que se puede acompañar de una caña estupendamente tirada. Hay que luchar con señoras enjoyadas por un trozo de barra o una mesa, no iba a ser fácil. Como es bien sabido que el aperitivo necesita de dos o más paradas y la cerveza buenísima para la salud, en el bar
Jurucha (Ayala, 19), se ofrece una
buena selección de pinchos, donde destacan el de carne mechada o el de atún escabechado con tomate, mejor aquí el quinto de Mahou que la caña.

Me entra el síndrome de Diógenes en este barrio y no quiero abandonarlo con las manos casi vacías, así que, en busca de setas, le hago una visita al puesto de
Bermejo Hermanos (Hermosilla, 52) en otoño, es
una experiencia sólo comparable al Petrás de la Boquería barcelonesa. Unas trompetas de la muerte, setas de cardo, níscalos y un cepillo de dientes con las que las limpiaré hasta que queden como una patena. Animado por la luz, la cerveza, la arquitectura clásica y las expectativas de placer, me acerco a
la quesería La Boulette del mercado de la Paz y arramblo con unos quesos,
no os perdáis el azul de la Auvernia francesa que está para chuparse los dedos y desinfectarlos después de la merienda; no hay quien se quite el olor. Y ya que estamos, es imprescindible en este mercado darse una vuelta por las pescaderías, con un poco de suerte podré encontrar piezas de las que ya no se ven en Madrid, porque ahora el pescado que no viene de criaderos se cuenta con los dedos de una mano, tesoros del mar.

Unos minutos antes de afrontar la realidad, unos metros antes de que la contaminación y los pitidos le ganen la batalla a la belleza, no está demás echarle un vistazo a
Frutas Vázquez (Ayala, 11), en la que dicen que compra la familia real. Hay un arco iris de
frutas tropicales, nacionales y setas en esta tienda, que indefectiblemente acercan al viandante como la miel atrae a las abejas. Más que frutas, las frambuesas, las castañas, las manzanas o las granadas, me parecen bombones.

Y así de sopetón y sin aviso, como una puñalada trapera, diviso la Biblioteca Nacional , maldigo al tiempo que pasa demasiado rápido, admiro el maravilloso palacete que, desgraciadamente, se cae piedra a piedra enfrente y procuro guardar en mi memoria un festín de imágenes y sensaciones que trasladaré a mis sartenes tan pronto como el tren me deje en casa. El próximo, en siete minutos, tengo que darme prisa.