7/10/22

Las segundas veces

Spotify es insondable, una masa descomunal, tanto que agobia siquiera pensar en abordarla. Este verano decidí, con muchísima pereza, volver a intentarlo; elegir entre, literalmente, todo.  Durante largos paseos al amanecer fui construyendo nuevas listas, volcando toda la música que recordaba. Lo justo como para escuchar y olvidar todo tanto tiempo como fuera posible. Todo. La mente en blanco.

Llegué a aburrirme de mi selección -tiendo a hartarme de mí mismo-, así que me dejé recomendar por su inteligencia artificial. El algoritmo empezó con timidez, al principio tomó la decisión basándose en los cantantes que aparecían en mis listas. Luego se lanzó un poco más, misma época, mismo estilo, versiones, Finalmente se volvió loco y empezó a buscar patrones musicales, matemáticas al fin y al cabo. Qué se yo, si yo ponía Nyman él me decía que Schubert o Bach, donde metía a los Kinks él se venía a los grupos ingleses de los años 90.

Casi nada funcionaba, yo descartaba a velocidad de vértigo. Swish, swish, siguiente, siguiente. De vez en cuando, muy poquitas veces, acertaba. Al principio pensé que era fuerza bruta, algo así como un ejercicio de volumen; tú sabes lo que te gusta, yo lo tengo todo y algo te valdrá. Sin embargo, empezó a suceder más a menudo y, sobre todo, empezó a suceder mejor. No sólo encontraba canciones que me gustaban, es que me gustaban mucho. Una versión emocionante de los Cowboy Junkies de Elvis –pero si no yo no había escuchado en la vida ni a unos ni al otro- o un tango moderno maravilloso de Rodrigo Leao que jamás hubiera encontrado por mí mismo.

Si todo esto ya era bueno, sucedió algo todavía mejor: me propuso una canción que había olvidado completamente. Una maravilla que llevaba treinta años sin escuchar. Fue emocionante volver, ha pasado un glaciar pero no ha pasado ni un minuto; como si volviera allí, donde casi todo sucedió por primera vez. Las primeras veces son maravillosas, pero lo que más se les parece son las segundas veces, especialmente cuando pasa demasiado tiempo.  Así que Natalie Merchant me cantó, con su voz de casi niña Noah’s dove, como si ella y yo volviéramos a tener veintitantos años, como si todo estuviera casi nuevo. Otra vez por escribir.

18/11/19

Volver a casa

Hace unos días intenté recordar las direcciones de todas las casas donde he vivido. Llegué lejos, pero se me resistió una: la primera. Parecía sencillo, está en un pueblo pequeño con apenas un centenar de calles. Sin embargo, sobre el mapa de Google, fui incapaz de dar con ella. Asi que empecé a desplazarme dentro del pueblo con esa pequeña maravilla virtual con la que uno se puede mover de un lado a otro tal cual si estuviera allí, entre las paredes de una ciudad congelada. Busqué una referencia segura: el parque, y seguí, click tras click, paso tras paso, por las calles que se parecían a mis recuerdos. Navegué en el entorno 3D entre matrículas y gente borrosa, tanto como mi memoria. Apenas familiar y sin embargo suficiente.

Encontré lo que buscaba con dificultad, torpemente, Las distancias me parecen ahora más cortas, con cinco años llegar a la Casa de Cultura era una aventura, pero resulta estar apenas a veinte metros de mi casa. Llegué; casi no recordaba la fachada, tan modesta, y mi hijo, riéndose, sentenció que debimos ser pobres, celebrando que hayamos progresado. Por desgracia el mapa virtual se queda corto, no puedo acceder a la parcela que se encuentra a espaldas de la casita, así que probé a mirar desde una calle lateral, como quien se asoma de puntillas en una valla. Allí estaba el colegio de parvulitos y, entre éste y mi casa, la pista, la zona del recreo. En ella igual jugábamos al fútbol que hacíamos gimnasia, a veces hasta poníamos una red de tenis o de badmington. Era nuestro modesto polideportivo.

No queda nada, no queda nadie. Han demolido el colegio entero, aquellas aulas donde el calor nacía de estufas de carbón y el mobiliario se ceñia a una pizarra y una foto del rey. En su lugar hay un solar asfaltado feo y desabrido, sin árbol alguno que pueda aliviar del sol manchego a cuatro tristes bancos. Quién lo hubiera pensado, Ia realidad que era sólida e inmutable hace cuarenta años se escapa como el agua entre los dedos en apenas unas décadas, un suspiro. Como todo lo que sólo es importante para mí, desaparecerá  cuando ni siquiera yo lo recuerde.

Sólo permanece la casa. Convendría que la enjalbegaran; que cambiaran las persianas, son las mismas que se abrían con dificutad entonces; ¿habrá niños dentro? No fui capaz de despedirme de un portazo, cerrando la aplicación sin más y me alejé siguiendo con mi paseo electrónico. Sigue en pie la cooperativa con sus enormes tanques, a su paso todavía huele al vino fermentando de septiembre, a la amapola silvestre que nacía al pie del cemento y a la piel de la naranja sobre la estufa de la clase cuando, a eso de media mañana, mi madre nos daba permiso para desayunar.

6/9/18

3 de septiembre, 114 Faubourg

Viajar se ha convertido en un asunto desagradable, una pelea continua y agotadora por un asiento, un espacio para la maleta o un bocadillo. En el aeropuerto de Orly la cola de taxis es interminable y el tráfico es denso hasta llegar a la plaza de la Ópera. Encuentro Paris sucia y destartalada, aunque quién sabe, son muchos años y quizá el que haya cambiado sea yo. En los grandes bulevares se agolpan los mendigos entre restaurantes de estilo asiático, huele a especias y a mantequilla. Los deliciosos escaparates de Printemps están arrinconados.

En Le Bristol ven mi cara de cansancio y me acompañan al bar. Te acompañan, te sirven, te sonrían, te cuidan. Pido un gimlet, me dan algo de charla y sonríen, pareciera que disfrutaran con su trabajo y el contraste con el trato en el avión, donde sólo eres un trozo de carne que transportar, es brutal. Las parejas a mi lado han bebido mucho y sus reacciones son algo exageradas, no veo la realidad a través de la misma hermosa bruma que ellos, pero les entiendo. Les envidio.

Otra vez más me acompañan al bistrot del hotel –deben pensar, no sin razón, que lo normal es ir allí acompañado-, 114 Faubourg, una versión relajada del Epicure desprovista del boato y del lujo palaciego, pero llena de encanto. Alrededor de una escalera despampanante se disponen demasiado pegadas las mesas. Me han reservado una esquina, casi de frente a la barra que parece un escenario. Desde allí puedo disfrutar de la función discretamente.

Los camareros son educados y eficentes, trabajan en poco espacio, pero se desempeñan con soltura y la cocina de Cauquil, antiguo souschef de Frechon, es precisa, predeciblemente deliciosa y fina. Se abren botellas de burdeos viejo y se sirve por copas borgoña de Mugneret. Apenas encuentro fallos: una mantequilla quizá demasiado fría de aperitivo, un vino con algún grado de más, un pan que no está a la altura del resto. Acaba la cena con un milhojas relleno de  crema de vainilla bourbon tan sensacional como el resto de la cena, como el recuerdo que va a quedar, como la cuenta. Un restaurante así sólo se puede explicar desde el bolsillo del cliente

25/8/18

25 de julio, gallo negro

Vuelve la herida mojada, curada en agua con sal, ya limpia y sin pus; delicada digamos. Para secarla qué mejor que unas horas al aire de Castilla en la sobremesa del final de agosto.

Pero antes un gallo negro guisado en el hotel y restaurante EnryMary -ahora tiene otro nombre que me gusta menos. La Puebla de Sanabria es el agujero en el tiempo espacio tiempo que conecta Galicia con el universo.

20/8/18

18 de agosto, al cabo de once años, D'Berto

En el Salnés los días radiantes retumban con estruendo. El paisaje parece cincelado por los días lluviosos, pesimista en lo metereológico. Así que este sol le sienta a la ría de Arousa como un vestido blanco, cegador sobre una piel que suele lucir el gris perla. En La Toja las vendedoras de baratijas se esconden debajo de la poca sombra que hay en el paseo de la isla. Conchas, collares y amuletos de recuerdo entre mucho "ay filliño" zalamero y un poco forzado, como lo decía Beatriz Carvajal.

La ría huele a yodo, la marea está baja y el vivero parece inmenso. Apenas a doscientos metros, como una continuación natural, está el restaurante D'Berto. En la entrada hay una pecera con crustáceos enormes, que yo creo que son más mascotas que otros cosa excepto las cigalas, que van listas de papeles. Dentro, un expositor con lo que vino de la lonja.

Berto nos dice que venimos en mal día, el miércoles y el jueves no hubo mercado. Yo creo que sufre en agosto intentando mantener los precios, porque la calidad no se negocia. De hecho, esa ha sido siempre su apuesta, lo que le define: una convicción casi fanática en el producto de la ría. Siempre el mejor, siempre accesible. Es un negocio difícil porque ahora no hay marisco, pero es que hace cinco años no había clientes que lo pagaran.

El 2018 se ha convertido en una nueva locura como fueron los primeros años del siglo, dan 90 cubiertos como podrían dar 150. Mientras mi hijo pide que le destrocen un solomillo -el gourmet se hará, en el mejor de los casos-, una pareja al lado discute el menú con la naturalidad de quién va cada día a comer allí. Que van. Las bandejas de cigalas y bogavantes vuelan en la sala y a mí me sale el asombro castellano: cuánta riqueza.

Cada año descubro algo maravilloso, que no sé si volverá a suceder. El agosto pasado unas zamburiñas que  habían filtrado toda la ría, hoy unos percebes que tienen en la uña un tacto líquido, aterciopelado y viscoso, como el del liquen en la piedra húmeda y resguardada del sol. La medida del producto.

Compré dos velas en la cerería de San Román para pedir que a la Michelin no le llegue el presupuesto o el conocimiento para llegar hasta aquí.

19/8/18

16 agosto, el ocio en Pontevedra

Una de las cuestiones fundamentales que hay que resolver en las ciudades de provincias es qué hacer con el tiempo de ocio. En Madrid está chupado, uno lo pasa en un par de atascos y si le sobra visita el Prado o va a ver ópera.

En el norte de España han resuelto este problema a base de gastronomía. Siempre me fascinó el hecho de que los emigrantes gallegos de Orense, inmensamente ricos y ya mayores, volvieran en agosto a su tierra en aviones privados a comer marisco. No al alterne ni al exceso salvo que por tal se tenga echar la partida, que siempre fue una excusa para tomar licor café mientras hablas de más comida y de tu infancia.

Yo debí haber dirigido la sucursal del Banco de España de Pontevedra, pero llegué algo tarde. Hubiera en ese caso disfrutado de Juncal con desmesura. Un ultramarinos maravilloso, hecho para viajar entre un océano de conservas y el mejor cerdo ibérico; entre todo lo de hace falta para construir un caldo gallego excesivo, descomunal, sabroso, capaz de disipar brumas y de crearlas aún más profundas. De darle sentido con los mejores vinos y licores a un domingo. Y luego está ese olor, el de la tienda de conservas, indefinible pero que cualquiera reconoce, aquí refinado por la nobleza de la chacina.

Pero llegué tarde, y ya no me llamarán Don Carlos en las cafeterías de la Michelena. Tampoco sortearé el atasco de las diez en los soportales.

4/8/18

4 de agosto, La moda ideal

Pontevedra ha sido ciudad de
funcionarios, bares y tiendas al minorista. Las tiendas están desapareciendo a ojos vista. Tocadas por la edad e internet, por las grandes superficies. Hasta por la mala suerte.

Fue el caso de La moda ideal que hace un par de años ardió. Estaba en una esquina bajo los soportales de la plaza de la Herrería, un pequeño comercio fundado a finales del XIX en un edificio precioso que vendía unas telas, un género estupendo. Todo buen gusto, desde el nombre. Un símbolo hasta en la manera de consumirse.

Apenas a unos metros, partiendo de la Herrería, está la Rúa de San Román, mi calle favorita de Pontevedra. Desde la imprenta y librería Pueblo, que mantiene esa deliciosa y desasosegante mezcla de olores del papel de los libros y el plástico de las carteras escolares nuevas -el olor del primer otoño- a la extraña y a su manera hermosa farmacia de Eiras Puig, la primera botica de la ciudad, también del XIX. Una época en la que Pontevedra recibió inmigración catalana que trabajó los salazones, el bacalao y los licores, pero sobre todo la  sardina. En Bueu queda el museo Massó para dar fe.

Pero sin duda hay dos lugares donde merece la pena detenerse. El primero es la cuchillería y paragüería La Orensana, ya cerrada pero que dejó su colorista cartel -así es cómo el comercio está dejando su firma en las ciudades. Y sobre todo queda la Cerería de San Román; el olor a incienso y cera, su escaparate lleno de exvotos y símbolos con aroma a santería.

Ataré el final de la morcilla como la empecé, con una mercería: Apenas a unas decenas de metros, en la Plaza do Teucro, está el bar La tienda de Clara, que fue en el rodaje de Los gozos y las sombras el comercio de Clara Aldán, o sea de Charo López, porque me es difícil pensar en otra Aldán. Un buen bar para iniciar hoy la noche de peñas en la que centenas de adolescentes van a arder entre el calor y el alcohol para celebrar que empiezan las fiestas de agosto, la Peregrina.